RENFIELD
EL CONDE CAGE
De las estrellas estadounidenses de las dos últimas décadas del siglo pasado, ninguna ha sido tan enigmática como Nicolas Cage. Cuando conquistó el presunto prestigio que significa el reconocimiento de un Óscar, no tomó el camino estipulado para los consagrados. Después del aplauso, siguió adelante e hizo de todo. Cage trabajó con maestros como Werner Herzog o Brian De Palma, aceptó papeles de superproducciones intrascendentes, apareció en películas rodeados de ignotos y en proyectos insólitos y no desdeñó ningún género. En reiteradas ocasiones, sacó provecho de su histrionismo, e hizo del exceso una estética de la exaltación. Verlo un par de años atrás en Mandy y ahora en Renfield como Drácula es un placer. Sus papeles distan de lo solemne, canalizan el amor por el oficio y denotan un saber ostensible de la materia.
¿Qué se puede decir de la nueva película de Chris McKay? La supervivencia de Drácula en el siglo XXI es más trabajosa que en otros tiempos. En vez de un castillo en Transilvania, el conde que conquistó la nocturna inmortalidad bebiendo sangre de los vivos vive en un hospital abandonado en Los Ángeles y cuenta con la ayuda de un asistente que obtiene de una estricta dieta de insectos un poder físico casi sobrenatural. La labor del joven no es otra que facilitarle cuellos al príncipe de las tinieblas, preferentemente el de monjas, turistas, parejas felices y porristas. Al vínculo entre el vampiro y su colaborador el guion lo califica de tóxico y lo examina jocosamente como una relación de sujeción que puede reflejarse en relaciones menos descabelladas y reconocibles. La psicología folclórica de Renfield puede resultar insuficiente, pero es respetuosamente didáctica y retóricamente eficaz para simbolizar en Drácula y su sirviente un modelo de intercambio deletéreo y perverso.
Al problema dietario y financiero del conde y los anhelos de emancipación de Renfield, McKay añade a la trama una mafia de narcos liderada por una mujer y su hijo, una mujer policía que lucha contra la corrupción de la institución del orden y su connivencia con los vendedores de drogas, y un grupo de asistencia psicológica que funciona en una iglesia. El relato se desenvuelve como una antología de peleas, matizado por la simpatía de los personajes y la comicidad gore intermitente. Un buen ejemplo de la última observación: el amasijo de cadáveres que deja como saldo una contienda en el desenlace es auténticamente graciosa, a diferencia de la ridícula montaña de cuerpos inertes representando la masacre de la conquista española en México de la última película de González Iñárritu, que clama involuntariamente por la risa y cuyo título extenso y caricaturesco puede omitirse sin remordimiento.
Si Renfield conjura el olvido eterno es debido a que a esta comedia destartalada la redimen las apariciones de Cage. Ser vampiro le sienta bien; se divierte y lo transmite. En algún que otro plano, además, el rostro de Cage recuerda al de Christopher Lee, otro actor notable al que poco le importaron las condecoraciones dramáticas y el encomio de las instituciones académicas, y fue tantas veces Drácula según la demanda de quienes acudieron a él para darle cuerpo y alma al susodicho. Ese parecido quizás es casual. No lo es la secuencia de los créditos finales, que reenvía las distintas poses de Cage frente a cámara a la iconografía del siglo XX erigida en celuloide. Laborioso ejercicio de nostalgia que dice algo más de una película que no pretende absolutamente nada y que por ese solo motivo merece atención y respeto.
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Renfield, Estados Unidos, 2023.
Dirigida por Chris McKay. Escrita por Robert Kirkman, Ryan Ridley.
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*Publicada por La Voz del Interior en el mes de abril 2023
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Roger Koza / Copyleft 2023
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