ROJO
Una época tiene una mentalidad que la acompaña. Quien recuerde aún los primeros meses de 1984, 2003 y 2016 puede intuir qué significa la relación de adecuación entre lo que sucede en un lugar y un tiempo y un modo de pensar, incluso cuando la naturaleza de eso que se denomina mentalidad resulta una abstracción y una difusa experiencia para objetivar. Hablar sobre la endeble trama de conceptos de un tiempo es difícil, más todavía puede ser querer filmar una mentalidad (pretérita).
Si hay algo notable en Rojo es que se trata de una magnífica e incómoda descripción de una mentalidad de época. El tiempo del film no solamente impregna el mobiliario, la elección cromática que permea cada fotograma, los objetos propios de una década, sino también los hermosos fundidos encadenados y característicos zooms de una estética que remiten a un cine del tiempo en que se dice situar el relato: 1975.
Rojo, Argentina-Brasil-Francia-Holanda-Alemania, 2018.
Escrita y dirigida por Benjamín Naishtat.
Si no se necesita situar el relato en un lugar específico es porque si bien las marcas de los espacios exteriores podrían eludir cualquier pueblo y ciudad argentina, el lugar es aquí la mentalidad en ciernes. Más allá de la laboriosa e inteligente reconstrucción de época, la virtud por antonomasia del film reside en el sistema de relaciones ambiguas y sospechosas determinadas por la decisión general de mantenerse al margen de cualquier acto que pueda comprometer a quien ha sido testigo de algo. Desde el respetado profesional que interpreta Darío Grandinetti (en el mejor trabajo cinematográfico de su carrera) hasta los comensales que son testigos de una pelea inusual y paradigmática entre este con un joven perturbado en un restaurante, todos, sin excepción, participan de una modalidad de ser signada por una ética de la especulación y la conveniencia. Es ahí donde resplandece la mentalidad.
La historia del film se introduce en las dos escenas iniciales: el plano general fijo sobre una casa de la que salen personas con objetos diversos; la escena aludida en un restaurante. Esa propiedad tendrá una valencia oscura en el film, y lo mismo sucede con la pelea entre Grandinetti y el joven, la que finaliza con un clima ominoso en un desierto. Benjamín Naishtat trabaja por acumulación de situaciones incómodas y sugestivas. En efecto, a medida que avanza el relato un denso y rancio costumbrismo de época va enhebrando situaciones familiares y sociales. Todos apuestan al disimulo, mientras se siente la conformación de una sociedad en connivencia con la vileza organizada y encarnada en el Estado. El film enuncia sin ambages que existe una mentalidad afín que vindica la llegada de un determinado orden social y político.
Es que nadie dice aquí Triple A ni tampoco caza de comunistas, esto último una obsesión simbólica reciente de muchos contemporáneos que deliran como si aquel tiempo fuera a regresar calcado. Pero el film, sin decirlo, sugiere aquello de modos elípticos, hasta por vía de un misterioso y extraordinario eclipse en el cual el cielo deviene una amenaza metafórica. Si esta es una de las películas del año es porque glosa una pesadilla imaginaria de muchos. 1975 no tiene nada que ver con 2018, pero inesperadamente hay concordancias imaginarias que despiertan los signos de heridas y resentimientos que no han sido aún superados para construir un destino menos violento. A Naishtat le interesa filmar el malestar; nunca le salió mejor.
Esta crítica fue publicada por el diario La Voz del Interior en el mes de octubre de 2018
Roger Koza / Copyleft 2018
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