ROSTROS Y PAISAJES: EL CINE DE SHARUNAS BARTAS
Por Roger Koza
En un reciente artículo el director de M, Nicolás Prividera, cita a Antonioni en torno a una crítica concisa pero poderosa al cine contemporáneo de cierto cuño vanguardista: “Prefiero los rostros a los paisajes”. Diríase que en el cine de Bartas importa tanto los rostros como los paisajes, o como hay entre ellos una suerte de continuidad, una extensión de la geografía en la piel, o cómo lo atmosférico adquiere una relevancia metafísica, si se quiere, un clima espiritual. Bartas prefiere los paisajes y los rostros. ¿Qué rostros? ¿Qué paisajes?
Como muchos realizadores, Bartas suele sentir fastidio ante la interpretación de sus películas. Postula un acceso directo entre sus planos y quien los mira, creencia que se traduce en sus películas en una austera economía discursiva: la palabra es un recurso entre otros, y sólo tiene lugar cuando no hay otro procedimiento comunicacional que lo releve. El plano muestra y decir lo que muestra es una redundancia. Es un gesto radical, bienvenido en un tiempo en donde el consumo del cine pasa por hablar de argumentos, finales, mensajes, pero un gesto que asumido en su radicalidad conmina a dejar de hablar y escribir sobre cine. El cine de Bartas sugiere, interpela, incita, conmueve. Es un cine que falta y que necesita ser conocido, lo que implica intentar contextualizar su ascetismo violento propenso a devenir hermético, imágenes que evidencia un mundo, lejano aunque siempre bello.
Bartas nació en Siailia, en 1964, Lituania. Su infancia coincidió con un tiempo de inestabilidad política del bloque soviético. Su juventud fue atravesada por la disolución de la Unión Soviética. Su presente no es ajeno al nuevo diseño de Europa y sus transformaciones políticas y sociales. Bartas, como muchos otros cineastas de la llamada Europa del Este, no deja de pertenecer y expresar las inestables coordenadas simbólicas y económicas de una región en un continente cuya heterogeneidad ha sido la regla de su historia. En efecto, si uno revisa filmes como Las armonías de Werckmeister (2000), de Bela Tarr, 4 (2005), de Ilya Khrzhanovsky, Un lugar en el mundo (2001), de Artur Aristakisian, se podrían citar más, son documentos sesgados de un tiempo de transición, o cómo se vive, se padece, y, principalmente, como se repta ante la demolición de un sistema de vida y el advenimiento de otro sistema que nada tiene de utópico. Son postales de un período, un proceso al que se le denomina poscomunismo y el que se caracteriza por el absurdo como condición existencial, sujetos que existen y que están a la deriva en un limbo infinito sin sentido de referencias precisas.
Esos son los rostros de Bartas; esos son sus paisajes, que oscilan entre las ruinas de un proyecto histórico político y la poética de la naturaleza primitiva, entre las fábricas y el bosque, entre las plazas públicas como espacio de encuentro entre sobrevivientes y los puertos como lugar de fuga, entre los corredores de casas comunitarias y el mar como el infinito. Así, ya en su cortometraje A la memoria del día pasado (1990), acaso una pequeña obra maestra, en donde se entremezcla un registro documental y uno más cercano a la ficción, en donde tan solo se ven varios momentos de la vida cotidiana de una ciudad, ya puede observarse los rasgos de un autor. En este filme se ven muchos rostros, muchos transeúntes, un hombre con aspecto de vagabundo que lleva una marioneta, y un pasaje casi sagrado en el que un anciano toca las campañas de una iglesia y expande el retrato ciudadano a ese universo telúrico y casi espiritual que los bálticos asocian con la tierra. Es un segmento glorioso, auténticamente poético: en un plano medio contrapicado se ve un árbol y un hombre. Es mucho más que eso, pues se trata de una sensibilidad expuesta en su máxima pureza.
Pero la película que contiene la totalidad de su obra es El pasillo (1995). Compleja y radical, con la presencia del mismo Bartas y su mujer Gouleva, aunque sin ningún personaje protagónico, El pasillo despliega todo la potencia del cine de Bartas. Planos extensos, planos generales de edificios públicos, profusos primeros planos de rostros, una iluminación mínima de la que se predica una cierta coherencia cromática que sintetiza un sentimiento específico, ausencia de diálogos apoyado en un trabajo sobre los cuerpos como lenguaje exento de manipulación. El pasillo es quizás la condensación más acabada de cómo se vive en ese período de depresión poscomunista: aquí los sujetos transitan en una casa comunitaria, y hay un posible juego entre el pasado y el presente del mismo Bartas. A veces se ven protestas o manifestaciones colectivas, siempre anónimas y en planos generales. Mientras, todos los personajes parecen sumidos en una desidia inexorable, consecuencia lógica y ontológica de vivir en un presente sin futuro. Si hay algún consuelo habrá de ser satisfaciendo las necesidades primitivas. (Pese a ello, en el cine de Bartas, el sexo es una insinuación, una práctica elíptica, aunque la desnudez esté presente en casi todas sus películas, incluyendo a jóvenes y niños, especialmente en La casa).
Sin embargo, no se trata de una mera privatización de la angustia. En casi todas las películas de Bartas hay un instante de celebración comunitaria. Bailar y cantar, a pesar del encierro y el nihilismo cotidiano, ese es el consuelo, la pausa respecto de un padecimiento colectivo. Puede ser un tango de Piazolla, La Lambada, música pop o popular del Este. Pero allí todos bailan y conocen algún instante de alegría, a veces seguido de un acto de violencia extrema, como en Siete hombres invisibles (2005) y en la enigmática Somos pocos (1996). La violencia es siempre seca. Un tiro sin explicación, un incendio inesperado, o simplemente el dejarse morir. Sin explicación no conlleva a que no tenga una causa.
¿Por qué importa el cine de Bartas? El gran cineasta Pedro Costa, con quien Bartas comparte productor, el arriesgado y admirable Paulo Branco, decía en una entrevista realizada en junio de 2006 en Barcelona: “El cine ha sido creado como un objeto para pensar, pero con belleza. Creo que el espectador ha perdido rigurosidad, y cada vez que le plantean una trama que no sigue los esquemas del cine convencional que se hace hoy en día, piensa en un museo, en arte. Con este punto de vista llegará un día en el que sea imposible ver un filme de Buñuel o de Chaplin en una sala de cine”.
Un espectador (o un crítico) perezoso puede reaccionar ante un film de Bartas diciendo “Aquí no pasa nada”. ¿Qué ver? ¿Qué entender? Quizás no se trata, al menos en una primera instancia, de entender. Poco importa si se entiende o no, porque al pensar así uno se subscribe a una concepción de cine narrativo en el que una película es la comprensión de una problema (narrativo). Hay una presentación de personajes, un nudo o situación problemática, y un telos de la historia: la resolución del problema, usina del relato. El espectador se sienta y sigue una cartografía que conoce de memoria aunque nunca haya visto la película.
Un film de Bartas trastoca ese pacto entre el cine industrial y sus convenciones y el espectador que consume sus productos. A diferencia de ese cine en el que una película está compuesta por 500 planos, un film de Bartas encuentra en la sustracción su consistencia formal. Los planos largos materializan el tiempo, y es lógico que así sea, pues si el poscomunismo se define como una espera de nada, el plano secuencia extenso transmite la duración sin resolución y objetivo. Un gran cineasta debe saber cuándo y por qué debe durar un plano. Ese saber puede llegar hasta las pupilas de quien ve. De pronto, quien ve aprende a mirar en el plano, y con ello empieza una educación cinematográfica. Y entonces nace una nueva mirada. Y con ello se puede apreciar, en este caso, la constante difusa de todos los filmes de Bartas: la belleza, extraída de una sordidez extrema, a veces insoportable. Es una belleza física que tiene una doble faz: los rostros y los paisajes.
La función del primer plano del rostro en el cine de Bartas posee una importancia capital. En el cine de Hollywood el primer plano del rostro o el plano medio de él siempre vienen acompañados de la lógica del plano-contraplano. Es un modo de constituir la subjetividad y la intersubjetividad. El primer plano del rostro individualiza, ofrece la certeza de un yo, garantiza un núcleo vital no necesariamente inconexo del medio social pero efectivamente autónomo. Algo de otro orden acontece en todos los primeros planos del cine de Bartas, incluyendo aquellos que se lo ve al propio director o a su mujer. Sus primeros planos suelen incluso centrar la dirección de la luz sobre los ojos. La sorpresa es que detrás de los ojos puede que no existe un alma, un sustrato invisible que contenga la identidad de ese cuerpo en el que identificamos una personalidad en el rostro y sus ojos. Los rostros aquí tienen una dimensión materialista, incluso histórica y ecológica. Dicho de otro modo, los rostros de Bartas expresan una forma de vida, una etapa histórica, incluso una geología. El rostro es primero el efecto de un universo colectivo y luego la supuesta singularidad exigida por una filosofía de la representación propia del cine del Oeste.
Los paisajes naturales e industriales también se desmarcan de la convención estadounidense. Un paisaje expresa una estructura, algo que está en el lenguaje que explica el mundo. Cuando en su conmovedora La libertad (2000) registra en excelsos panorámicas la vastedad del mar éste funciona como un lugar más allá de la civilización, mientras que sus personajes quedan atrapados en un viaje migratorio inconcluso, otro pasillo, en el que las poblaciones intentan pasar de un lado al otro para resguardar su supervivencia. Puede ser el cielo, la nieve, el mar, pero es una lectura de la naturaleza en la que ésta se corre del predominio de una especie. Y saberlo así, paradójicamente, ofrece un respiro.
Del mismo modo, un paisaje civilizatorio, a pequeña o gran escala, no es ni una ostentación de poder en forma edilicia ni un decorado insulso para que los actores estén en algún lado. Las fábricas y sus chimeneas, las plazas públicas, los puertos, los trenes son el sedimento de una época del mundo y ello tiene efectos contundentes en todos los sentidos. Por eso, en muchas ocasiones, es desde una mirada subjetiva por la que vemos esos paisajes. A menudo, desde una pieza, que será la miniaturización de aquel paisaje decadente. En efecto, las piezas, los edificios, incluso la lujosa casa de La casa, que puede ser una metáfora de Europa, son ejemplos de un modo de vida que le ha llegado su crepúsculo.
Ver una retrospectiva de Sharunas Bartas no solamente es conocer el cine de un país y a su figura más rutilante. Es también experimentar con el cine un cambio en nuestra percepción. Y quien se anime a ver sus películas habrá de conocer placeres desconocidos.
Copyleft 2000-2008 / Roger Alan Koza
Este texto fue escrito especialmente para el catálogo que acompañará la muestra de Sharunas Bartas, organizada por el cineclub La Quimera y la embajada de Lituana durante el curso del mes de febrero, 2008.
Hola Roger. Estuve mirando tu blog y me pareció realmente interesante la perspectiva que utilizás para hablar de cine. Quería invitarte a participar con alguna crítica en el próximo número de Prometheus (www.pmdq.com.ar), revista que pulula por ahí hace cuatro años y que ahora en enero saca su número 24.
Saludos.
NH
Editor