SEGUNDA UNIDAD: LA MUERTE DE TARZAN
Entre los tarzanes apócrifos argentinos, cumbre ancilar del Pulp nacional, de su ecosistema de cortejos y camuflajes, de esa suerte de economía informal de restos diurnos que más que tradición le ha reservado a la literatura de masas argentina una epifanía, se cuenta, por cierto, entre aquella proliferación gesticulante, meteoro de verano que vino a continuar por algo más de un año (desde finales de 1932 hasta finales de 1933) la serie original de Edgar Rice Burroughs (a explotar el pleno y elongar una serie sonámbula que depara –como en un ejercicio de extenuación– esporádicos destellos de imaginación viva, en transe), se cuenta en fin entre aquellos tarzanes uno titulado La muerte de Tarzán, que en parte por íntima devoción hacia su extenuadísimo ghost –esa mano de Orlac: Alfonso Quintana Solé–, en su momento (y supongo también, con la idea de escribir algún día sobre él –que creo no es el caso–) me impuse leer. Carlos Abraham, en un libro –como lo son por lo general los suyos– no menos propio de su horizonte de desmesura que el objeto mismo de sus obsesiones (sus baratijas invaluables), en este caso la editorial Tor, como en otros puede ser la editorial Acme (la de la colección Robin Hood) o bien una Literatura fantástica argentina en el siglo XIX, ¡de más de 700 páginas!, a cuyos pies, por cierto, Juan Sasturain dejará caer la flor más encalabrinada que uno recuerde –al menos en este momento– haber recogido al abrir un libro erudito: “El Libro de Abraham, que así, bíblicamente, se lo conocerá de aquí en más es una auténtica, saludable salvajada”. El subtítulo del libro sobre Tor es Medio siglo de libros populares, y allí –a propósito de los tarzanes– Abraham escribe que (lo cito extensamente) “en la última página de El tesoro de Tarzán, se anuncia que todos los números de la selvática serie debieron ser reimpresos, a causa de estar agotados. En la consideración de este éxito debe tenerse en cuenta el estreno en Buenos Aires del film Tarzan The Ape Man (1932), protagonizado por John Weissmuller y dirigido por Woodbridge S. Van Dycke. Sin embargo había un inconveniente: ya no quedaban más novelas de Tarzán escritas por Burroughs. Para continuar con el filón descubierto, Rovira [sello fantasma del que Tor se servía para desconocer regalías] publica entre el número 97 (julio de 1932) y el 100 (agosto de 1932) otros pintorescos trabajos de Burroughs, las cuatro primeras novelas del ciclo marciano: A Princess of Mars, 1917; The Gods of Mars, 1918; The Warlord of Mars, 1919, y Thuvia, Maid of Mars, 1920. Estos textos no tuvieron el suceso del ciclo del hombre mono. Lo cual generó un ardid editorial. Tras publicar Tarzán triunfante, de Edgard Rice Burroughs, en el número 119 –en cuya cubierta podía leerse Últimas aventuras del famoso Tarzán de los monos–, en el número 120 Rovira lanzó Tarzán en el valle de la muerte, primer Tarzán apócrifo, que figuraba como “traducido” por Alfonso Quintana Solé, pero en realidad estaba escrito por él. A este seguirían Tarzán el vengador (número 121), Tarzán en el bosque siniestro (número 122), Las huestes de Tarzán (número 123), Tarzán y la diosa del mar (número 124), Tarzán y los piratas (número 125), Tarzán el magnánimo (número 126) y La muerte de Tarzán (número 127)”.
Este último título, desde ya, sumado al que lo continúa, La resurrección de Tarzán, inspira en Carlos Abraham (que a diferencia de otros apócrifos, a este par parece no haber conseguido leerlos) una especulación novelesca en torno al enigmático Quintana: “Es posible que Quintana Solé, como Conan Doyle con Sherlock Holmes, terminara por odiar a su personaje más famoso. Pero al igual que Conan Doyle, debió revivirlo por razones comerciales”. La serie de Quintana por cierto que prosigue (y tipear los títulos es como practicar escalas): Tarzán el justiciero; Tarzán y la esfinge; La lealtad de Tarzán; El secreto de Tarzán; Tarzán y el Buda de plata; Las huellas de Tarzán; La odisea de Tarzán; Tarzán y el elefante blanco; Tarzán y el lago de fuego; Tarzán y la luna roja; Tarzán y el reino de las tinieblas y hasta un ¿autobiográfico? El nieto de Tarzán.
Los últimos dos volúmenes del viejo Quintana (“un tipo encantador, del siglo XIX”, según recordará –y esto será todo– el historietista Alfredo Grassi) fueron Tarzán y el velo de Tanit y La ley de Tarzán, publicados ambos en agosto de 1933. En total unos treinta volúmenes escritos e impresos en poco menos de un año, a razón de una novela por semana. Fue reemplazado por un veinteañero Rodolfo Bellani, que firmó con el seudónimo J.A. Brau Santillana unos veinte volúmenes más, en las semanas inmediatamente posteriores. Sus títulos satinan unas insinuantes nuevas fibras: Tarzán y el búfalo de barro, Tarzán y el buitre maldito, Tarzán y la diabólica Ofelia, El rey de la selva y el judío errante, Tarzán y el Angus Circus o –se nos antoja una modulación exquisita–Tarzán y el hurón. Incluso debe computársele a Bellani un tardío, inhallable (publicado en 1936, de manera aislada y por entregas) Tarzán en Etiopía, “con una fuerte crítica –en palabras del propio Abraham– a la intervención italiana en dicho país”. Carlos Abraham que por cierto, rescata en su libro un recuerdo de Leonor Bellani, hija de Rodolfo (autr a la sazón de más de cuatrocientos volúmenes, en su mayoría novelas de vaqueros firmadas con seudónimos esculturales: Ralph Bell, Rudy Limbale, Leo Ross, Nil Reblan, London Riolleba) que encierra en sí mismo la película soñada de cualquier inconstante, adventicio cineasta latinoamericano que haya crecido junto a un póster de Clint Eastwood. Quiero decir: ¡High Plains Drifter! “Yo vivía mucho su vida –le cuenta Leonor a Abraham–. Cuando iba al colegio en Bolivia [en Santa Cruz, donde Bellani supo estar radicado, y desde donde despachaba sus textos para Tor] llevaba vaqueros, botas de caña largas y un poquito de tacón –es decir, botas vaqueras–, camisa de colores, un chaleco de cuero con flecos y unas pistolas de reproducción. A mis comañeros no les llamaba mucho la atención que yo fuera así porque sabían que mi papá escribía libros de cowboys. Me educó la puntería haciéndome arcos y flechas; a medida que yo iba creciendo los hacía de mi tamaño. Eran al estilo indígena”.
De más está decir, por otra parte, que la muerte de Tarzán en manos de un escritor argentino exhausto, encadenado día y noche a una maquina macedoniana –¡ese overflow del escritor argentino y la tradición!–, merecía, cuanto antes, ser invocado. Pero no hubo hallazgo. Sólo albricias fandom (y un cruce de mails con un hikikomori marplatense). Tarzán se hace el muerto, es un trick que por lo visto, todavía casi noventa años después continúa funcionando. El Gran Bwana finge beber el zumo de la fruta sagrada que le tiende el retorcido Fandelo, contaminado con unas gotas del líquido maravilloso de Gandulfo (más letal cuanto más fuerza reúne quien lo bebe) y en el capítulo siguiente –Los dominios de Ska– “el Aristócrata ya saltaba de rama en rama y de árbol en árbol, con una ligereza pasmosa” […] “Aquel sistema de viajar permitíale una gran rapidez –escribe Quintana–, si bien no era tal circunstancia la que lo indujera a adoptarlo en aquella oportunidad, sino el deseo de revivir sus días infantiles”. Tanto como que el Tarzán de los apócrifos continúa casado con Jane Porter y vive aburguesado en una manor house (servida por waziris) en la jungla: “Los halagos de la civilización no consiguieron estirpar(sic) jamás por completo sus costumbres selváticas, y es muy posible que, de no mediar en el asunto el cariño inmenso que profesaba a su esposa, hubiérase decidido a vivir definitivamente en los bosques, como antaño. Pero por no disgustar a lady Greystoke continuaba llevando una vida de hombre civilizado, si bien de vez en cuando, al menor pretexto plausible, enfrascábase durante una temporada en su región preferida, reviviendo entonces tiempos pretéritos”. O como también escribe el viejo Quintana para que el olvido se enternezca: “Tarzán asintió silenciosamente. La aventura le interesaba,por constituir una novedad en la actual monotonía de su vida”. (Ojo, es el viejo Quintana, no César Aira.)
Todo esto –o cuanto menos, buena parte de lo que hasta aquí se lleva escrito– viene a cuento de otra serie de tarzanes apócrifos, que no son sino los mismos que José Emilio Burucúa devuelve a su hábitat natural en su más o menos reciente autobiografía intelectual, Excesos lectores, ascetismos iconográficos, publicada en la Colección Lectores de Editorial Ampersand (el subtítulo nos subroga la transición y el espíritu: Apuntes personales sobre las relaciones entre textos e imágenes). Tarzanes que por cierto, además de representar un aporte definitivo a la Historia Universal de la Cinefilia, le restituyen a esta su reino privado y su palacio de soledades.
“Sucedía –escribe Burucúa– que los filmes de Tarzán eran los únicos que yo quería ver en aquellos tiempos. [Esto es: más o menos a comienzos de los años cincuenta, cuando los tarzanes de Quintana y Bellani todavía se reimprimían periódicamente –mi ejemplar de La muerte de Tarzán está fechado en fecha tan lejana como enero de 1960–]. Mis padres amaban el biógrafo: no se resistían a consumir entre tres y cuatro películas por semana. Era abusivo dejarme siempre al cuidado de mis abuelas o de la familia Laullón, vecina nuestra en los departamentos de la calle Bulnes […] no tenían más remedio que llevarme con ellos, y, para eso, me engañaban, me aseguraban que se trataría de ver a Tarzán en la ciudad, Tarzán enamorado, Tarzán boxeador (esa me gustó mucho, era El gran triunfador con Kirk Douglas, y me tragué contento la píldora). El escándalo fue Tarzán cantante, porque mi padre había enloquecido y desarrollado una manía por Al Jolson”.
Cosa curiosa: sería Gary Cooper (¡un sheriff aburguesado!) quien liberaría al niño Burucúa de los melismas de Al Jolson en el Palacio del Cine, cuando Burucúa pudo leer por primera vez –“de cabo a rabo”– los subtítulos de A la hora señalada. “Era obvio que apartir de mi contacto con la obra de Fred Zinnemann, yo podría leer perfectamente los títulos de las películas, los nombres de los personajes y saber que no se trataba, de ninguna manera, de Tarzán fuera de la selva, el que realmente me gustaba. De modo que mi pequeño descubrimiento venía a refrendar la potencia iluminista de la lectura”. Como si matar a aquellos tarzanes –¿podría figurarse?– hubiera representado para ese niño porteño el rito de pasaje que vino a dejarlo definitiva, venturosamente solo frente a la noche de las imágenes.
En relación a esto mismo hay entre las Cartas que José Emilio Burucúa viene publicando desde hace más de una década, puntualmente en sus Cartas norteamericanas, una con fecha del 14 de enero de 2006, donde el “viejo” Burucúa parece verse a sí mismo como uno de sus tarzanes apócrifos (el pasaje es de una belleza impar): “En la escala minúscula de Ridgecrest, comparada con ciudades grandes como Las Vegas o Los Ángeles, Su Majestad el automóvil nos recordaba su predominio. Por suerte, al día siguiente nos esperaba una ruta que empezó siendo pintoresca en las curvas de un camino en caracol que faldeaba el extremo sur de la Sierra Nevada, y acabó en la majestuosidad envolvente de los bosques de secuoyas. Aurora se mareó bastante en las cornisas y hubo que apagar el pasadisco, provisto como iba de música selecta de Bach, Pachelbel, Stammitz, Quantz, Haydn, Mozart, Paganini, Debussy […] Yo andaba casi enajenado, al compás
del volante ysu vaivén, en ese paisaje arcádico de alturas bajas, cercados, vegas […] y por eso mepercaté tarde de la palidez de Aurora. Había sido presa fácil de una operación kitsch bastante sutil e indirecta: velocidad, dominio del auto, seducción musical, scenic views. Pensé que tal vez hubiera en toda secuencia imaginable de la vida en California la ocasióndiaria de experimentar momentos de ilusión cinematográfica”.
Sam Shepard, precisamente, no en Crónicas de motel, el libro que él mismo convirtió en el guión e París, Texas (film bastante sutil e indirecto por el que Burucúa bien podría estar conduciendo) sino en Cruzando el paraíso, donde solo para hacer honor a nuestras manías Shepard escribe cosas como: “He aprendido a sentirme feliz conduciendo […] Me encanta cubrir grandes distancias de una tirada: de Memphis a Nueva York; de Gallup a Los Angeles; de Saint Paul a Richmond; de Lexinton a Baton Rouge […] Sin acompañante. Completamente solo […] Conducir hasta que dejas de sentir el cuerpo, las piernas se te desmoronan, los ojos se te inyectan en sangre, las manos se te entumecen, tu mente deja de pensar, y entonces, de pronto, algo nuevo empieza a surgir”. En Cruzando el paraíso, en fin, en la parte donde los relatos de cafeterías y gasolineras, de chicas tatuadas que viajan hacia el Painted Desert y de padres que fuman y miran a los lejos, hacia donde brillan las luces de Duarte, escuchando Young Belong to Me en la radio mientras conducen, le ceden el paso a lo que parecen ser extractos de un diario de rodaje de Voyager, la película de Volker Schlöndorf que Shepard protagonizó a comienzos de los años noventa; extractos que poco difieren de aquellos relatos, en parte porque Shepard, como Stendhal en aquella pintura de Paul Valéry, como un actor en gira, lleva en su maleta sus pelucas, sus barbas y sus andrajos, su Bombet, su Brulard, su Dominique, su ferretero… En ese diario secreto de un Tarzán apócrifo, pues bien, Shepard registra el coeficiente espiritual de otro momento de ilusión cinematográfica: “Incluso una escena irrelevante, en la que el héroe está en la cocina, preparando unos huevos fritos, y la cámara se aproxima a él muy lentamente, y se escucha una música misteriosa que se supone que el héroe no oye; solo el público la oye…, pero básicamente se trata de que él está en su cocina haciendo algo absolutamente banal como freír un par de huevos. Y tú estás en la platea del cine fascinado por la escena, y, sin embargo, nunca tienes esa sensación cuando estás en tu propia cocina friendo tus propios huevos”.
¡Conducir –acabáramos– de Lexiton a Baton Rouge, por la noche de las imágenes! A nadie debería espantar, llegado este punto, por una vez, no formular nada. O no sentirse en posición de hacerlo. Nada más apagar el motor y abandonarse a la belleza que depara asistir al crecimiento incesante, muchas veces tortuoso, de un pensamiento constituido (de una posición) en la travesía vital, humana de un intelectual. En octubre de 2012, desde Berlín (en el primer tomo de sus Cartas berlinesas) el “viejo” Burucúa le escribe –no tengo dudas– al niño que cabalgó con Gary Cooper: “No puedo creer que este sea el mismo Mitchell [W.J.T. Mitchell, autor de ¿Qué quieren las imágenes?] que escribió la crítica tan sagaz de la iconología en los años ochenta. Pero sí, es el mismo y ahora pretende que las imágenes, en cuanto tales, desean en la medida en que viven y pueden. Para quienes creemos que las imágenes no quieren nada por no ser entidades animadas más que cuando nuestra subjetividad proyecta en ellas la propia vida, para mí por ejemplo, Mitchell reserva una sonrisa compasiva y un poco de desprecio debido a la superficialidad de mi consideración del problema […] Además, Mitchell supone que el camino por el cual él transita ya había sido abierto por Panofsky cuando este asimiló el papel de las imágenes al hecho de encontrarnos un conocido en la calle que nos saluda […] Pamplinas, Panofsky pensó la cuestión en términos semiológicos, no ontológicos. Una imagen conlleva mensajes conscientes e inconscientes del sujeto que las produce, de quien la recibe y acoge en una segunda instancia y de quienes son sus contempladores o usuarios en lalarga duración”.
La soledad, por cierto –¡que lo diga el Marshal Will Kane!–, siempre es nuestra.
Sebastián Menegaz / Copyleft 2019
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