SEGUNDA UNIDAD: LAS COSTURERAS BAJO EL AGUACERO
“Esa inquietud mía –ojo: también es de Kafka, y en los Diarios, conforme vuelvo sobre esta entrada Kafka siempre parece olvidar que me pertenece– por los personajes secundarios, sobre los que leo en las novelas, obras teatrales, etc. ¡El sentimiento de solidaridad que tengo en esos casos! En Die Jungfern von Bischofsberg (¿se llama así?) [se refiere, posiblemente, a Las señoritas de Bischofsberg, una comedia de Gerhardt Hauptmann, el Mynheer Peepekorn de Mann, el nachklang –¡precisamente!– de los árboles cargados de lluvia de Dublín de Stephen Dedalus] se habla de dos costureras que cosen la lencería para la que hace de novia en la obra. ¿Cómo le van las cosas a esas dos chicas? ¿Dónde viven? ¿Qué han hecho para que no se les permita entrar también a ellas en la obra y tengan que quedarse fuera, ante el arca de Noé, ahogándose bajo el aguacero y apretando por última vez la cara contra la ventana de un camarote, para que el espectador de la platea vea allí por un instante algo oscuro?”.
Del mismo modo, uno todavía se pregunta cómo le van las cosas a ese tal vizcaíno, conforme busca en el Toboso un nombre [“músico y peregrino”] para someterse al imperio de su cadencia; allí –¡manjares de una adolescencia ermitaña!– Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron. (Transcribir –contra el régimen epocal del cotorreo– es actuar). ¡Me trono los dedos! “Como lo vio caer, saltó de su caballo [don Quijote] y, poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese. […] Estaba el viscaíno tan turbado que no podía responder palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego don Quijote, si las señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia, no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual don Quijote respondió, con mucho entono y gravedad: «este caballero me ha de prometer de ir al lugar del Toboso y presentarse de mi parte a la sin par doña Dulcinea, para que ella haga dél lo que más fuere de su voluntad». La temerosa y desconsolada señora, sin entrar en cuenta de lo que don Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometió que el escudero haría todo aquello que de su parte le fuera mandado”.
Como bien sabe Kafka, imaginar ese spin off es un acto de predación. Visto por un instante, ese destello de sombra (esa emisión de deuda) tiene la propiedad de sobrevivir a todo aquello que en la escena entra en combustión, como un exoesqueleto (la suma y prospección de esos atisbos) en el que el cuerpo del texto (la puesta, el módulo, la dicción) se extinguiera –se fundiera con el sentido– sin perder la capacidad de abroquelarse o de ponerse en fuga. Como si el relato estuviera en parte determinado (contra la sedición platónica, siempre tan en boga, de revivir tiempos muertos) menos por todo aquello que el relato ha elegido no narrar (¡como si la sintaxis pudiera engendrar otra cosa que sintaxis!) que por todo aquello que el relato ha elegido o ha tenido el reflejo de narrar a medias; esas gobernaciones, oscuras provincias de la narración que la enunciación lega a quien sepa qué hacer con ellas, o sea nada.
Kafka no imagina a las costureras, no les confiere condición ni ejercicio, mucho menos perfil; hace tal vez lo que una obra malamente espera de un espectador: que sea mejor que el dramaturgo y que eso resulte irrelevante para la turbulencia de la ficción. Es de algún modo, o cuanto menos: entra en la órbita –en la política estética– de lo que hace Borges cuando mata a Fierro: escribir el final de un Martín Fierro que no imagina, un final que no completa sino que da origen –y acaso por eso mismo– a una falla. Allí donde se produce el destello, inmediatamente después del final del Martín Fierro de Hernández, Borges introduce el final del poema ágrafo, incesante, sin “aquí” ni “cantar”, del vengador. Termina el Martín Fierro del Moreno, ese que ha vivido bajo el aguacero persiguiendo un nombre (sometido a su imperio) en el mismo quásar de la historia, para que de alguna manera [ganas de escribir post-macedoniana] comience. Borges –que es tanto mejor que Hernández que puede simular ser mucho peor– camufla el atisbo en la racionalidad boba del desenlace (ese souvenir indispensable del turista del sentido) para dejarlo expuesto a la vista de todos y a la imaginación de nadie.
Una pregunta que podría ahorrarse aquí es en qué medida la ficción contempla en su procedimiento el desempeño de tal exoesqueleto (que bien podría ser postulado a esta altura como un par dialéctico –clandestino– del fuera de campo). Rohmer [Eric, no Sax] para introducir un poco de inteligencia en el paradigma de Baroja (“El cinematógrafo es una combinación de buena fotografía y mala literatura”) levanta la mano: “Una historia escrita –no son éstas sus palabras pero sí las de su traductor circunstancial: José Bianco– permite al lector imaginarla como quiere. La característica del cine, por otro lado, es que la imaginación del director se antepone a la del público. A la vez, creo que un film, cuando es bueno, nos permite ejercer la imaginación. No apaga nuestra sed, nos incita a pensar en él después de haberlo visto. En común con la novela, tiene algo de abierto e inacabado. Es una invitación al ensueño, pero no un ensueño definitivo”.
Imaginar un rostro fotografiado –imaginar la imagen– es cuanto menos pensar descaradamente. (Rohmer –pareciera– habla en la entrevista anterior de imaginación en términos de materialidad del plano). Asimismo uno podría preguntarse – suponiendo que a alguien le importara– en relación de qué número –y sospecho que no debe ser despreciable– las películas que uno con más interés recuerda son aquellas que le han permitido (que le permiten en cada stream) imaginarlas distintas a como son: insustituibles. ¡Qué sería de esa mejora imperceptible de uno mismo sin un film que se dejara amar! (El amor –seamos tajantes que dudar es estar solo– acaso no sea solamente esa condición de imposibilidad, pero la cinefilia no sé). La crítica –por lo pronto– no suele acreditarle al film el ideal, que por despertarlo con ingenuidad, el crítico le reprocha. (La poesía es la melancolía del análisis.)
Me escabullo transcribiendo a Valéry, largo. “Es preciso y basta, para que haya poesía segura (o por lo menos para que nos sintamos en peligro inminente de poesía), que el simple ajuste de las palabras que íbamos leyendo como se habla, obligue a nuestra voz, aun interior, a desprenderse del tono y el ritmo del discurso ordinario, y la sitúe en un modo completamente distinto y como en un tiempo completamente distinto. Esta íntima coacción al impulso y a la acción ritmada transforma profundamente todos los valores del texto que nos lo impone”.
El ejercicio de leer este fragmento reemplazando la palabra “poesía” por la palabra “cine”, y la palabra “palabras” por la palabra “plano”, o bien la cláusula “íbamos leyendo como se habla” por la cláusula “íbamos viendo como se ve”, hace que todo lo que venga después llegue siempre tarde. Valéry at that. (En “discurso ordinario” –he aquí el gatillo de la pirueta– es indispensable añadir: “discurso audiovisual ordinario”). ¿O acaso hace falta adoptar un aire hipster para señalar que de un tiempo a esta parte desembocar en un film implica pasar, de un modo abrupto, de un discurso audiovisual permanente a otro más bien incandescente, que bien puede como no, reproducir la función (la diversidad vigilante) del primero? (Todo orden estético, con ser político por ser orden –esa es la gracia– no parece ni una cosa ni la otra). Los que lo reproducen –por cierto– no se ven obligados a discernir el problema que atañe a los segundos: solo son películas que parecen series (y serias). Los segundos tratan –daría la impresión– de oírse la voz mientras se orquesta el lenguaje. Hacer de la entonación el señuelo de la melodía. En eso andan, amore vinto, amore perduto.
Fotos y fotogramas: 1) Rohmer y Kafka; 2) Kamen.
Sebastián Menegaz / Copyleft 2019
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