CANNES 2019 (08): LOS ÁRBOLES DE ESPAÑA
En los bosques pueden anidar animales salvajes y espíritus míticos; también pueden reunirse los depravados o excitar las pasiones incendiarias de un piromaníaco. El azar quiso que los dos cineastas españoles que presentan sus respectivas películas en Un Certain Regard hayan elegido el bosque como escenario excluyente o simbólicamente preferencial de sus respectivos films. No son películas que compartan un aire de familia. En una se reúnen hombres y mujeres a hablar un poco, a refregarse mucho los genitales y ejercer placeres no reproductivos de toda índole. En la otra, el bosque es la tentación de la manía de un hombre y la paranoia de una comunidad. Los dos cineastas filman los árboles reunidos en un espacio delimitado con la gracia de los libertinos y los místicos.
En el material de prensa del film de Serra se informa: “1774, algunos años antes de la Revolución Francesa, en algún lugar entre Potsdam y Berlín… Madame de Dumeval, el Duque de Tesis y el Duque de Wand, libertinos expulsados de la corte puritana de Luis XVI, buscan el apoyo del legendario Duque de Walchen, seductor y librepensador alemán, en un país donde reina la hipocresía y la falsa virtud. Su misión: exportar a Alemania el libertinaje, filosofía de las Luces basada en el rechazo a la moral y la autoridad pero también, y sobre todo, encontrar un lugar seguro donde seguir con sus vicios. ¿Las novicias del convento vecino se dejarán arrastrar a esta noche loca donde la búsqueda del placer obedece únicamente a las leyes que dictan los deseos insatisfechos?”. Todo lo que se dice aquí sucede, pero los signos escogidos para contextualizar el desenfreno apenas se rumorean en la película. Al inicio sí hay un diálogo que introduce nombres y enuncia una actitud de desobediencia en las mujeres. El aire revolucionario también se intuye. Aun así, un recuadro inicial con la misma leyenda no le vendría mal. Ese texto, al menos, ubicaría a los eternos guardianes de las buenas costumbres. Pues, para muchos espectadores, si uno se deja llevar por los comentarios tras el fin de la función, observar el placer de la orina caliente saliendo de un sexo femenino y vertiéndose en el cuerpo de un hombre puede resultar una inmundicia inexplicable. El texto conjuraría la inmediata descalificación y atenuaría la repugnancia. El puritanismo no es una posición vetusta. Entre nosotros, es una difusa filosofía de mayorías.
El placer del cuerpo y en los cuerpos no tiene reglas fijas. La orina y el semen, tanto el olor como la textura, tampoco están libres de una codificación que los devuelve a la experiencia como desestimables y repulsivos. Ver el éxtasis de un hombre entregándose a los fluidos menos calificados como placenteros exige un desapego moral o una suspensión hedonista de la ética. Serra trabaja desde el inicio con ese saber e introduce esporádicamente situaciones de erotismo difuso con los que llama la atención sobre los límites propios del repertorio de placeres que exceden el siglo evocado. En plena era pornográfica digital, la moral del sexo sigue vigente, porque la pornografía no libera, más bien perfecciona una moral porque esta es partícipe de la lógica de la transgresión.
Dicho de otro modo: no hay nada pornográfico en el film de Serra: las nalgadas, los látigos, la obsesión por un pene gigante (artificial o no) o las lluvias doradas constituyen expresiones de placer menos comunes y completamente disociadas del sexo que aún se confunde con las tareas reproductivas. El espectáculo escenificado por Serra atiende entonces a ese espacio de la sexualidad en el que la genitalidad es aún secundaria. En Liberté el sexo genital es escaso; se coge poco, se chupa mucho, se frota siempre, se curiosea sin detenerse y la comicidad nunca falta. “Resucitá el pene”, dice alguien. El susodicho responde: “Yo no soy Jesucristo”. Esta es la fuerza subversiva del film de Serra: deshacer toda moral en la búsqueda del éxtasis sexual. ¿Por qué, por otra parte, el sexo tendría que ser una cuestión de moral?
Así como Rei Soleil es un sucedáneo de La muerte de Luis XV, y ha nacido de una instalación, este film magnífico (también surgido de otra instalación) es una extensión espiritual de la película más importante de Serra: Historia de mi muerte. ¿Qué comparten las dos? La decadencia, la lucha contra la decadencia, para ser más precisos, es decir, una contienda contra todo aquello que prefiere un mundo aséptico y luminoso. El resguardo espiritual en las tinieblas es entonces indispensable, o la constitución de una estética general de la luz en la que se defiende el derecho a la penumbra como una textura imprescindible del mejor erotismo. He aquí la gran afrenta contra la pornografía que Serra milita, quizás involuntariamente. El régimen de la luz del porno es el opuesto del suyo: la visibilidad total constituye la estética de la pornografía, la cual desconoce el fuera de campo como una atribución propia del mejor erotismo, exposición total de la potencia del cuerpo sexuado que le resta el misterio no físico de la sexualidad humana.
Pero la clave poética de Liberté no está solamente radicada en la penumbra. El sonido del bosque y sus criaturas musicales, como la tenue presencia sonora del viento, ayudan a provocar una desnaturalización del sexo de los hombres y las mujeres, como si el orden sonoro clamara por una experiencia de trance sin hipérboles. A esto se suma un sistema de encuadre y una elección de distancias y asimismo de enrarecimiento de la posición de observación que fagocita la mirada del espectador, haciéndolo un socio de la cámara. En verdad, nunca existe una unión precisa entre mirada y perspectiva, entre ojo y cámara. La alineación perfecta sería contraproducente, deserotizante, porque la fantasía sexual se alimenta y surge de la dislocación de la posición del sujeto frente a su propio cuerpo y el de los otros, ya que así el cuerpo deja de ser un organismo con funciones y al servicio de la perpetuidad del yo.
La otra gran elección de Serra en esta ocasión recae en el hecho de que no existe un protagonista. Casanova falta, no hay aquí maestro de ceremonia; o más bien Casanova ya es parte de ese colectivo que indaga y se entrega en una emancipación momentánea a través de los placeres de la carne. La libido desatada los agrupa a todos por igual en una orgía atenuada que no debe terminar nunca excepto hasta el final de la noche. Esto explica la misteriosa atención que Serra les prodiga en el final a los árboles del bosque que dejan de albergar el espectáculo libidinal. La luz del sol pertenece a otras exigencias del espíritu, no es consustancial a los deseos de los libertinos.
El sonido, el bosque, los sujetos diluidos en el maquillaje y las pelucas, la oscuridad promueven una facultad a la puesta en escena para representar (y por eso Serra es renuente a contar algo lineal y dramático que se desarrolle) un estado anímico y físico, el de la embriaguez sexual despersonalizada, una experiencia intensa sin sujeto firme que el sexo promete como posible percepción del mundo. Liberté no es otra cosa que un registro en ascenso de una experiencia física de un conjunto, un estado anímico sin propiedad que es el verdadero tema del film.
El inicio de O que arde es probablemente el mejor inicio de todos los films vistos en Cannes (y ahí nomás, están los primeros 10 minutos de Atlantique, de Matti Diop). Cada plano del film de Oliver Laxe dice sin decir: el bosque está vivo, pero se lo puede asesinar. Así, los árboles pueden empezar a caer, como si fueran gigantes a los que se les dispara en una guerra impía y cayeran súbitamente en la batalla. El modo de filmarlos subjetiva a los árboles. La caída de uno es casi la caída de un hombre. Así, en menos de 5 minutos, Laxe prueba diversos planos generales nocturnos de los árboles, algunos frontales, otros casi subjetivos, algún travelling, hasta que aparece en cuadro una máquina motorizada que pone en riesgo la existencia vertical de aquellos. Es una guerra entre los árboles y las máquinas.
Después de esto, algunos primeros planos sucesivos sobre un expediente dejan leer la palabra que cifra el film: “piromaníaco”. Esa compulsión le pertenece a Amador, un hombre solitario de unos 50 años que suele andar con un perro y que vuelve a la casa de su madre tras pasar una condena en la cárcel. Viven en algún lugar montañoso de Galicia, una zona privilegiada cinematográficamente: el ecosistema es amable para la cámara; la vida animal, las montañas, la intensidad de la luz, todo conspira para hacer sentir la hermosura, pero sin estridencias. Por otra parte, el film cuenta con la idiosincrasia gallega, capaz de reunir en un mismo instante lo sublime y lo cómico sin que se note, como se puede comprobar respecto de un chiste discreto pero maravilloso sobre el recambio de una campana de una antigua catedral.
El film de Laxe está concebido en tres episodios; el primero ya descripto, el último, un incendio casi bíblico filmado con una astucia estética admirable y un largo intermedio sobre la vida cotidiana de Amador y su regreso al pueblo. En ese episodio extenso se prodiga un par de escenas admirables que tiende a un impresionismo no muy distante a las texturas de un Sokurov de fines de la década pasada. La caminata que Amador emprende una mañana nublada es la apoteosis de una búsqueda pictórica, y en eso Laxe consigue plasmar como nunca una sensibilidad que se iba delineando desde su debut, más allá de que todas sus películas son heterogéneas formal y temáticamente.
Frente a semejante conquista sobre lo visible, el aún joven cineasta no pudo responder del todo a la inevitable exigencia que emanaban de sus planos. Aquí no confió ni pudo descifrar del todo qué necesitaban sus planos visuales en materia sonora, o viceversa: qué sonido no filmado había dado como resultado esa densidad pictórica. Al respecto, toma una decisión invasiva y musicaliza excesivamente y con la habitual tendencia a sostener un plano visual con colchones sonoros propios de una música trascendental que le resta vitalidad a cualquier plano visual. Es justamente por eso que cuando se decide por un hermoso tema de Cohen para acompañar y observar las reacciones de una vaca marrón que viaja en la parte de atrás de una camioneta, sin dispensar al paisaje ningún plano abierto, el aire circula y la armonía endeble que todo film debería intentar conquistar entre el sonido y la imagen se siente por unos minutos. Es un momento hermoso, cinematográficamente altísimo, de esos que se mantienen vivos en la memoria y se transforman en un plano de la conciencia, yuxtapuesto a tantos otros que van escribiendo la materia anímica del cine en la personalidad de un hombre o una mujer.
Roger Koza / Copyleft 2019
CANNES 2019
1. Dead Man o la muerte del autor (leer aquí)
2. El planeta de las balas (leer aquí)
3. Los infelices de Ken (leer aquí)
4. Deseo (leeer aquí)
5. Vida y diseño (Leer aquí)
6. Guerreras de hoy y de siempre (leer aquí)
7. Dos enigmas: Maradona y Malick: (leer aquí)
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