SPENCER
VIDAS PROTOCOLARES
Entre los tantos misterios sociológicos y políticos que todavía no han sido resueltos, la vigencia de las monarquías europeas resulta un enigma y un indicio de delirio o puro atavismo. ¿Por qué reyes y reinas gozan todavía de legitimidad? ¿Cómo puede siquiera ser de interés la vida de un grupo selecto familiar cuyos privilegios insólitos, que deberían indignar, y sus ritos diarios, que no pueden sino aburrir, pasan por amenos y curiosos? Spencer, un retrato de Diana, princesa de Gales, más conocida como Lady Di, circunscribe su relato a la celebración familiar de la Navidad en Sandringham durante el invierno de 1991 en la casa de campo de los reyes, no muy lejos de una propiedad similar de los Spencer. Tal vez la película no devela enteramente el misterio aludido, pero sí consigue delinear tenuemente la fantasía de los reyes respecto de sus súbditos mientras llevan adelante sus vidas protocolares.
Sin duda, como el propio prólogo lo establece, Diana se siente ajena a la tradición a la que pertenece y a las prácticas y procedimientos que demandan ser miembro de la realeza. Manejar sola de Londres a Sandringham sin custodia y llegar tarde a los almuerzos y cenas y desobedecer la indumentaria programada para cada evento y cada día es el repertorio de su inadecuación. La princesa solo se siente humana y feliz jugando con sus dos hijos y hablando en tono confesional con la vestuarista. El resto es incomodidad y desdicha, y también iracundia, porque si bien Diana ya ha asumido en ese tiempo que su marido la engaña y el matrimonio es solamente una ficción para la Corona, la descortesía de Carlos es casi siempre grosera y cruel. En una de las mejores escenas de Spencer, en el primer acto, durante el primer almuerzo, las miradas y la distancia entre los comensales condensa una violencia familiar asfixiante. Ni una palabra se dice, bastan los gestos acompañados por el fondo sonoro ubicuo del cuarteto de cuerdas que interpreta los acordes de Jonny Greenwood, y un sistema de montaje que explicita la confrontación despiadada y una absoluta discrepancia entre los manjares disponibles en la mesa y el ceremonial que impone un ritmo de batalla inconmensurable a los placeres dietéticos.
Que un cineasta chileno sea el elegido para volver sobre una deidad aristocrática europea no es una casualidad. Prácticamente todas las películas de Pablo Larraín expresan un interés particular por algún personaje clave de la Historia (política) o algún episodio distintivo de una época. Con Tony Manero, su segunda película, comenzó con una serie conceptual en la que plasmó los efectos de la dictadura de Pinochet en el psiquismo y el fin de ese período nefasto de Chile (Tony Manero, Post Mortem, No), prosiguió con algunas películas sobre el pasado y el presente de Chile (Neruda, El club, Ema) y recaló finalmente en Hollywood sin traicionar sus intereses temáticos ni sus preferencias formales, trabajando sobre dos retratos de mujeres ligadas al poder, como Jackie Kennedy (Jackie) y ahora con “La princesa del pueblo”, como bautizó el taimado ex primer ministro Tony Blair a Diana Spencer. A todas las películas la une un intento de transmitir la experiencia subjetiva de sus personajes, como si la poética de Larraín consistiera en traducir percepciones y estados de ánimo de sus criaturas con los que se puede entrever cómo la Historia afecta y moldea la conciencia de los vivos y les impone un límite y una perspectiva sobre lo que los rodea.
En Spencer Diana es concebida como una prisionera de un sistema de observación permanente. La mansión en Sandringham puede tener cuartos inmensos, corredores interminables y jardines sin límites, pero como reza un cartel de advertencia en la cocina se recomienda mantener silencio: “Ellos te pueden escuchar”. Y también ver. Los fotógrafos en el exterior con sus cámaras y zooms no reconocen la privacidad de los privilegiados, la custodia puede sorprender a Diana en la noche caminando por los alrededores y el encargado de la seguridad real la puede pescar durante la medianoche picoteando en las heladeras llenas de platos deliciosos. La sensación de encierro es constante, la vigilancia también: he aquí una versión irónica del panóptico. A la experiencia de control se le añade el goce real por el protocolo. Si en 1847 al príncipe Alberto se le ocurrió que los miembros de la realeza al llegar a Sandringham tenían que pesarse, nadie puede desdeñar el idiosincrásico mandato de un antepasado. Lo mismo con la voluntaria disminución de la calefacción central. Las vidas protocolares tienen por objeto disminuir el riesgo de lo azaroso. La contrapartida es una existencia agendada y desprovista del encanto de lo inesperado.
Pero no es solamente la claustrofobia y el sometimiento a las reglas lo que define la experiencia subjetiva de la princesa. Desde el inicio, guiada por una biografía de Philip W. Sergeant sobre Ana Bolena vista como una mártir que encuentra en su pieza, Diana siente estar repitiendo el destino de la reina decapitada en 1536 por traición, adulterio e incesto. La confusión perceptiva le interesa a Larraín desde un inicio y añade ocasionalmente la figura espectral de la reina que aparece como una alucinación, a veces con el discreto apoyo en contrapunto de un inmenso retrato amenazante de Enrique VIII. La idea es pertinente, porque la gran tradición de la literatura de Shakespeare ha codificado la figura del fantasma como una extensión imaginaria de la conciencia de los personajes, en su mayoría ligado al universo monárquico. Larraín emplea el recurso y no siempre con el necesario recato, pues si se desdibuja la alusión y la sugerencia para indicar un estado del espíritu, lo que sigue es la explicación y el subrayado.
En donde nunca falla el cineasta chileno es en la elección de intérpretes y en su dirección. Kristen Stewart puede parecerse más o menos a Diana, y poco importa, porque su trabajo no es mimético. La canalización espiritual es una superchería de videntes y otros mercaderes metafísicos, pero en términos dramáticos puede ser comprendida como un ejercicio minucioso de reconstrucción imaginaria de los sentimientos de una persona ante ciertas circunstancias. En ese sentido, Stewart revive a Spencer a sus 30 años, cuando jamás podía adivinar el lúgubre destino que esperaba por ella al cumplir 36.
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Spencer, Reino-Unido-Alemania-Estados Unidos-Chile, 2021.
Dirigida por Pablo Larraín. Escrita por Steven Knight.
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*Publicada con otro título en Revista Ñ de febrero 2022.
Roger Koza / Copyleft 2022
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