TÁR
NOTAS DISPERSAS
Filmar la experiencia musical puede ser menos exigente que escribir sobre una sinfonía de Mahler, una modulación de Wonder o la relación entre una rima de Trueno y el concomitante concepto rítmico que la articula. La precisión reside en hallar un vocabulario que pueda conjurar la fugacidad de la música en conceptos que permitan inmovilizar qué sucede con los tonos, la combinación de notas y su duración. Es el dominio de la explicación de una estética, no la interpretación de su sentido y los efectos sensibles que provoca. La significación de un pasaje musical e incluso el intento de descifrar las secretas intenciones concebidas por los compositores suelen alentar interpretaciones capciosas y desmedidas. Entonces acechan el delirio, la proyección caprichosa y el kitsch.
En los primeros minutos de Tár, en los que abunda la palabra y las acciones se ajustan a conversaciones extensas, hay algunas indicaciones notables sobre la función de un director de orquesta y la interacción con sus músicos; también se añaden consideraciones sobre el sentido profundo detrás de algunas obras. La magnífica entrevista entre el escritor y crítico Adam Gopnik y el personaje que interpreta Cate Blanchett, una exitosa compositora y directora de orquesta, regala un saber capaz de expandir la experiencia musical. Un poco después, Lydia Tár (Blanchett) cuestiona la conformidad de sus alumnos de la famosa The Juilliard School y apela a ciertos lugares comunes con los que se suele hablar de los sentimientos en la música. La primera escena ilumina, la otra mistifica.
El argumento está direccionado estratégicamente a una misión razonable: problematizar la cultura de la cancelación. El plano de un teléfono que filma a Tár durmiendo en uno de sus viajes en jet privado de Nueva York a Alemania es un indicio de una trampa y una traición. En efecto, Tár circunscribe su drama al inesperado ocaso de una encumbrada discípula (de ficción) de Leonard Bernstein y directora de la Filarmónica de Berlín, casada con una violinista de la orquesta y madres de una hija adoptada. Es el mejor momento de su carrera: a punto de publicar un libro sobre su perspectiva de la música y grabar la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler, la última que le queda de las nueve del compositor austríaco.
Tár oscila entre el retrato de la llamada música culta, la industria cultural en su expresión más elitista y una crítica (inocua) a la cultura de la cancelación. El placer de hacer música se transmite ocasionalmente, sí la disciplina y la exigencia, habituales virtudes asociadas a la cantinela que remite a todas las películas que trafican prestigio con la divisa del sufrimiento de los creadores. El plano de Blanchett tocando el acordeón en el living es pura incontinencia, un subrayado dramático que es la apoteosis de la gestualidad ampulosa con que se suele interpretar a los artistas. Con una similar falta de ideas se intenta deconstruir la retórica de la denuncia. Basta detenerse en un plano filmado a las apuradas en el que se ve a unos manifestantes apoyando la causa de una joven instrumentista que ha incriminado a la celebridad que interpreta Blanchett.
Pero en Tár también hay momentos de cine que atenúan un poco la morosidad de otras escenas, pasajes en los que es posible admirar las escenificaciones de las pesadillas del personaje central, el desmoronamiento de su psiquis a través de sonidos que pierden referencialidad y alguna secuencia musical donde se plasma el trabajo colectivo de la música. Hay también un laborioso plano secuencia de unos diez minutos (durante la clase en la Juilliard) cuya proeza no reside en que exista, sino en que está justificado narrativamente y sirve como prueba oblicua de cómo se manipulan las imágenes en la cultura de la cancelación.
En efecto, es una escena decisiva, pero no lo es autónomamente, sino en relación con una escena tardía y posterior, acaso descuidada, a pesar de la relevancia de lo que transmite. La escena de la clase es semánticamente fundamental porque es la intercesión más evidente entre la cultura musical y la política de la cancelación; es también formalmente admirable porque su pertinencia poética y narrativa está reflejada por un montaje elíptico envilecido en el desenlace. En esa combinación virtuosa se enuncia y por ende se denuncia la lógica de la política de la cancelación, retórica de énfasis y omisiones orientadas al escándalo y a la síntesis veloz sin razonamientos rigurosos que puedan demostrar la correlación de los actos con las creencias.
Paradoja analítica: la escena resplandece en relación con la otra, y por sí sola trasluce los desajustes de la puesta en escena en su conjunto: los movimientos geométricos que emprende Field pueden exhibir algo de riesgo y denotar una caligrafía que no se repite nunca a lo largo de la película. El movimiento en el interior del plano es sustantivo: el encuadre general se modifica según la interacción de Blanchett con sus alumnos, y el travelling puede acercarse lo suficiente para que la tensión entre la maestra y el alumno pueda presenciarse en un plano medio que elude al resto de los alumnos por unos minutos. Es por eso que las indicaciones de tono a los intérpretes resultan tan evidentes como cerriles. Los ademanes de los intérpretes son inmodestos remaches: la rodilla izquierda del joven aprendiz con su repiqueteo nervioso y la teatralidad excesiva que se apodera del cuerpo y la voz de la actriz lucen desincronizados respecto de un concepto de espacio dramático que los lanza al centro de la escena sin atenuantes o distracciones.
En una película de 158 minutos, siempre ambiciosa y con varios frentes abiertos, mantener el equilibrio y el ritmo constituye un desafío. El apuro narrativo de los últimos veinte minutos no debería ser tenido en cuenta como una finta narrativa en la que se dicta una clase magistral sobre economía narrativa y condensación dramática. La excursión obligada a Oriente y el nuevo comienzo de Tár en una tierra lejana y sin la ostentación de sus tiempos occidentales se añaden al relato con la misma sutileza con la que cualquier melodía popular es versionada como bossa nova. En el epílogo apresurado, a Field se le ocurrió también dejar constancia de la ética de su personaje y suma entonces otra escena que se desarrolla en una casa de masajes que está en las antípodas del juego de espejos establecido entre el encomiado plano secuencia y su desmontaje posterior. Es una película cuya ingeniería estética es la secuencia ad hoc. En esas contradicciones constantes, Tár existe, acopia reconocimiento y se perfila como el buen cine de nuestra época. ¿Cómo desconfiar de tal reputación?
Es probable que entre la saturación narrativa de las series, las otras películas que compiten por un Óscar y los hits del cine independiente mundial, Tár sea el compendio y promedio de todos los reflejos de una retórica general del cine de autor. Falta entonces una política más exigente para pensar la circulación de películas como Tár, un prototipo circunstancial de las aclamadas por la crítica y las que gustan a todos porque acá el cine dice algo del arte y el mundo con sus injusticias arbitrarias. Pero quizás dice otras cosas, quizás es otra cosa.
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Tár, Estados Unidos, 2022.
Escrita y dirigida por Todd Field.
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* Publicado en otra versión por La Voz del Interior en el mes de febrero 2023
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Roger Koza / Copyleft 2023
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A la película le sobran un montón de minutos pero atribuirle 258 me parece un exceso.
La película dura 258 minutos; no es un invento. El problema no es que le sobren, es qué pasa en ese montón de tiempo. Hay algunas cosas buenas, hay otras incomprensiblemente berretas, otras apuradas. Saludos.
Por las dudas: no pienso que no haya más de una hora interesante. El texto dice claramente: «En una película de 258 minutos, siempre ambiciosa y con varios frentes abiertos, mantener el equilibrio y el ritmo constituye un desafío». r
Ahora entendí. Sí, era un exceso. R
Dados los pobres antecedentes de Field, me encontré sorprendido por una primera hora interesante, en el sentido de que no hay una demarcación precisa sobre cuál es el centro de interés de la narración entre todos esos frentes que abre. Me parece que la película se desmorona porque no hay ambivalencia en el tratamiento de la protagonista, a la que se le van sumando acciones deplorables y que resulta, al cabo, humillada por el mismo film. El apartado vietnamita me resultó directamente ridículo, entre Brando. los cocodrilos y la prostitución infantil, tomarse el trabajo de llevar una producción de este tipo para retratar de esa manera un país me parece un gesto despreciable. Me pregunto si hay de verdad en la obra una pregunta sobre la cultura de la cancelación, una legítima digo… Field no respalda a su personaje, la dota de una cierta complejidad que sólo remite a su talento, pero la desprecia como persona, lo que conduce a la película, desde mi punto de vista, a una curiosa autoanulación.
Saludos
Muy buena reseña Roger, pero la película dura 158 minutos, no 258.
Sí, sí, gracias S. R
Tengo la sensación que la película introduce el tema de la cultura de la cancelación por obligación o algo parecido. Como un deber de la época y allí es donde se resiente. Porque lo que sigue a continuación son piruetas estéticas para poder salir de allí recurriendo al terror y a la sátira. Coincido con quién menciona que la primer hora es sublime porque se arroja al mundo de la música y su complejidad conceptual, terminológica, sonora, práctica sin rendir cuentas a nadie. La entrevista denota una puesta en escena documental a la que el tema de la cancelación termina desfigurando. Allí aparecen los mecanismos de la ficción que esa primer hora parecía no necesitar. Es como si el cine se sintiera coercitivamente exigido por los discursos vigentes, por las ideologías circulantes. Esto no estaría del todo mal, el problema es cuando esas problemáticas se imponen de forma similar a las agendas en los medios de comunicación. Con una sensación de falsedad producto del amarillismo, de su mero interés por la atención, el reconocimiento y el rating o porque no la polémica como forma de la popularidad. Allí es cuando me pregunto si verdaderamente le importan a esos medios o en este caso al cine esos temas o si son tratados por la presión de una inercia que acecha las potencias narrativas. Cuando la cultura de la cancelación coloniza la película y al personaje me queda la sensación que el filme se extravía y tampoco ese sería el problema. Hemos apreciado enormes obras de la deambulación a través de los problemas de una época. Creo que la dificultad aflora cuando el director se siente obligado por partida doble. Es decir, a incluirlo y a trascenderlo. Allí las intenciones iniciales quedan lejanas y la interesante tensión entre la deidad celestial o infernal con la que se representa a la gran compositora y el pequeño ser humano presa de sus pasiones y sus pulsiones es desplazado por una estética judicial, no en el sentido del drama dentro del recinto o la instancia jurídica, sino del juicio al personaje o más precisamente las estrategias para evitarlo o complicarlo monopolizan toda la obra, incluso en sus recursos más desafiantes y rupturantes (Los otakus del final son como un intento de al mismo tiempo livianizar la carga dramática hasta el absurdo de los estrambóticos trajes y su contraste con la escenificación operística, dotar de peso las convicciones de Tar más allá del lugar donde deba ponerlas en activo y un punto de fuga con la suficiente desfachatez para escapar de la gravidez de lo que el mismo filme había instalado). Saludos
No tengo nada que agregar; gracias por el comentario, al que aprecié mucho. R
128 minutos de narración sobria y elegante con la que se identifica a la música clásica desde una perspectiva elitista. La película muestra la repetida historia del bucle de violencias implicadas en el ascenso hacia el poder, que finalmente deriva en caída. Imposible no identificar a Lydia/Linda con algún jefe/jefa que hayamos tenido. No hay debate con la cultura de la cancelación (si es que acordamos ese nombre para la imposibilidad de sentir placer o admiración ante una obra artística a causa de la infamia del artista), se replica eso que está presente en medios y en redes sociales, y en todo caso reitera un planteo superficial, con la única novedad (misógina) de que esta vez es una mujer-lesbiana la protagonista. La perspectiva clasista se endurece al «castigar» las violencias ejercidas con la expulsión a un tercer mundo ruidos, sucio, alejado de la asepsia minimalista del primero. Los paisajes de las pesadillas, y la capacidad interpretativa de Blanchet (exceptuando los excesos del final), impecables.