TIEMPOS DE NINGUNA EDAD. DISTOPÍA Y CINE
SOMBRAS DE LA UTOPÍA
Junto a ese lugar de ubicación inexistente pero anhelado, la utopía, dentro del espacio de lo imaginario convive otro territorio igualmente inasequible pero mucho menos tentador: la distopía. No se puede concebir plausiblemente una utopía sin prever de algún modo su deriva perversa, el reverso maligno del paraíso. Es más, podríamos afirmar que cualquier sociedad utópica contiene en sí misma una forma propia de distopía desde el momento en que los ideales que sostienen su convivencia son percibidos por alguno de sus miembros como una amenaza. En su último libro, Antonio Santos continúa el camino emprendido en Tierras de ningún lugar. Utopía y cine (Cátedra, 2017), reseñado ya en este sitio. Si en aquel se exploraban las utopías más o menos ficticias que han merecido la atención del cine, en la nueva entrega se estudia la manera en que los mundos distópicos han sido vertidos en la pantalla cinematográfica desde prácticamente su nacimiento.
Al igual que la utopía, aunque no pertenezca al orden de lo fáctico, la distopía no se crea al margen de la historia sino que es una proyección de las esperanzas y temores de cada época. También denominada antiutopía o cacotopía, probablemente fue el economista inglés John Stuart Mill el primero en utilizar el término —compuesto por los vocablos griegos dys (malo, adverso) y topos (lugar)— con el fin de poner nombre al malestar de su sociedad pocos años antes de la llegada del cine. Hijo de su tiempo, el cinematógrafo pronto fue especialmente sensible a los efectos que el auge de la industrialización provocaría en la vida de los hombres. La consolidación del cine como negocio, lenguaje narrativo y vehículo del star-system capaz de atraer a las masas, durante las dos primeras décadas del siglo XX, corre pareja con la mecanización de las sociedades industriales. La cadena de montaje de los talleres de Henry Ford, que a su vez aplica la teoría de optimización de la productividad de Frederick Winslow Taylor, expresa una concepción del trabajo donde la automatización del esfuerzo ha degenerado en la dominación de la máquina sobre el hombre. Una de las primeras representaciones distópicas del cine, Metrópolis (Metropolis, Fritz Lang, 1927), ubicada en el entonces remoto 2027, exacerba esta situación en un mundo donde los espacios de explotadores y explotados —utopía y distopía— coexisten superpuestos, uno en el subsuelo del otro. En Tiempos modernos (Modern Times, Charles Chaplin, 1936), la distopía eminentemente capitalista se observa en las escenas de una fábrica que engulle literalmente a los trabajadores entre sus engranajes. En esta película —que, recordemos, es la última muda de Chaplin aunque sonorizada— las únicas voces que oímos y que precisan obediencia son las que transmiten las máquinas (un gramófono, un aparato de radio…), si exceptuamos la jerigonza cantada por el vagabundo al final del filme. A la presencia distópica de la fábrica se opone la ensoñación utópica que, durante unos instantes, se permite vislumbrar la pareja interpretada por Chaplin y Paulette Goddard: una mezcla de edén de la Antigüedad y hogar burgués donde la fruta aparece con solo abrir la ventana y donde una vaca acude a la puerta cada vez que se necesita llenar un vaso de leche.
Aunque generalmente se consideran antagónicas, distopía y utopía comparten una «similar renuncia a la identidad, el libre albedrío y a la historia», en aras de mantener el orden establecido que preserve la comunidad. Sin embargo, la distopía rechaza con más fuerza las propuestas alternativas o cuestionamientos, que invariablemente se reprimen. La vigilancia permanente del instinto y la persecución de lo dispar son aspectos en los que insisten las tres grandes distopías clásicas: Un mundo feliz (Brave New World), la novela publicada en 1932 por Aldous Huxley, 1984 (originalmente Nineteen Eighty-Four), publicada en 1949 por George Orwell, y Fahrenheit 451, libro de 1953 de Ray Bradbury. También giran en torno a esta necesidad de control, que se inmiscuye en los más privados ámbitos humanos, heterogéneas ficciones cinematográficas como THX 1138 (George Lucas, 1971), Gattaca (Andrew Niccol, 1997) o Minority Report (Steven Spielberg, 2002). En Fahrenheit 451 (1966), que sobre la novela de Bradbury realizara el más hitchcockiano François Truffaut, los libros son perseguidos como una causa de infelicidad, puesto que favorecen el pensamiento y, por tanto, la disidencia. Para el gobierno distópico, «el control del lenguaje es también una forma de asegurar el poder».
Acorde con su indeleble y siniestra huella en la historia del siglo XX, la tristemente real distopía nazi ha sido objeto frecuente del cine, empezando por el uso propagandístico que el propio régimen encarga a la realizadora Leni Riefenstahl. En el libro de Antonio Santos se analiza, por ejemplo, una película un tanto olvidada: Los invasores (49th Parallel, Michael Powell, 1941), con guion de Emeric Pressburger (que en adelante figurará como codirector de las películas de la pareja). En ella, un grupo de soldados nazis cuyo submarino es destruido en las costas de Canadá se encuentra con una colonia de la comunidad huterita, de origen asimismo alemán. En medio de este inesperado refugio de fraternidad, Vogel, uno de los soldados, recupera su vocación de panadero abandonada años atrás con el gratuito fin de contribuir a un mejor alimento de la colectividad. Este segmento de la película, de una austera y atemporal belleza que recuerda a Dreyer, acabará, sin embargo, con el triunfo de la distopía depredadora y militar sobre las aspiraciones benignas de la utopía.
Tiempos de ninguna edad. Distopía y cine, igual que el anterior libro de Santos, se estructura en torno a capítulos temáticos dentro de los cuales se analizan pormenorizadamente películas representativas de cada tendencia. Así, podemos ir desde los primeros síntomas distópicos en las utopías tecnológicas y comunitarias de principios del siglo XX —con Aelita (Yakov Protazanov, 1924) y Viva la libertad (À nous la liberté, René Clair, 1931)— hasta relatos protagonizados por animales —Rebelión en la granja (Animal Farm, John Stephenson, 1999) y Hormigaz (Antz, Eric Darnell y Tim Johnson, 1998)—, robots —Blade Runner (Ridley Scott, 1982) e Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, Steven Spielberg, 2001)— o incluso sectas milenaristas: Jerusalén (Jerusalem,Bille August, 1996), según la novela de Selma Lagerlöf, y El evangelio de las maravillas (Arturo Ripstein,1998). Entre el amplio espectro de distopías tratadas también se dedica un espacio a las demodistopías, que basan su argumento en desastres demográficos —como El cuento de la criada (The Handmaid’s Tale, Bruce Miller, 2017) o Hijo de los hombres (Children of Men, Alfonso Cuarón, 2006)—, o a las ficciones ucrónicas, cuando el lugar del historiador es ocupado por un fabulador que especula sobre aquello que podría haber pasado si—«las cosas que pudieron ser y no fueron» con las que Borges compone su poema—, con ejemplos como Sucedió aquí (It Happened Here, Kevin Brownlow & Andrew Mollo, 1964), Patria (Homeland, Christopher Menaul, 1994) y la teleserie inspirada en la novela de Philip K. Dick El hombre en el castillo (The Man in the High Castle, Frank Spotniz, 2015-2016), que, desde distintos puntos de vista, plantean una hipotética derrota aliada en la Segunda Guerra Mundial.
Antonio Santos, Tiempos de ninguna edad. Distopía y cine, Madrid, Cátedra, 2019. 512 páginas.
Fotograma. Tiempos modernos.
Jaime Natche / Copyleft 2019
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