UN CINÉFILO EN EL VATICANO
LOS PLANOS DIVINOS
Román Gubern no necesita de introducción alguna; sus números libros han sido referencia en cualquier plan de estudio relacionado al cine y la comunicación; su ensayo sobre la pornografía es un clásico en la materia, su Historia del cine, asignatura que dictó en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, es una pieza ineludible en el arduo ejercicio de introducir los períodos y la evolución del arte cinematográfico.
En efecto, el prestigio le pertenece al catedrático español, y por esa misma razón, tras un paso en el mes de abril de 1990 por La Habana, a propósito de un congreso de la Federación Internacional de Archivos de Films, un compatriota suyo, un tal Enrique Planas, sacerdote y cinéfilo al que conoció en ese evento, lo convocó más tarde para colaborar con la Filmoteca Vaticana, que estaba a su cargo. En 1995 se cumplía el centenario del cine y los administradores del culto católico habrían de pronunciarse al respecto. Un cinéfilo en el Vaticano no es otra cosa que la reconstrucción de esa invitación y el testimonio del autor sobre su experiencia en tanto que fue él el único miembro secular y asesor en el pronunciamiento final de la institución eclesiástica.
Dividido en seis capítulos de extensiones heterogéneas, Un cinéfilo en el Vaticano ejercita el arte de la combinación de géneros y tonos bajo el comando de una pluma avezada que sigue con total fluidez los impulsos de un cerebro del que emanan ideas y asociaciones de todo tipo. La cultura enciclopédica de Gubern, como también su erudición en la materia que se ha especializado, son ostensibles, no menos que su experiencia de vida, como muy bien se puede apreciar en el primer capítulo en el que puede reconstruir el encuentro con Planas, explicitar la naturaleza meticulosa de su saber, sugerir su posición política frente al orden del mundo y enseñar sin propender al exhibicionismo narcisista la autoconsciencia detrás de cada palabra.
El libro se refiere a una experiencia de la que ya han pasado más de 25 años, y como tal se trata de una publicación de senectud, pues en la actualidad Gubern tiene ya 85 años. Es una edad que, en ciertas circunstancias, puede beneficiar a un escritor. Aquí, la libertad se intuye en varios pasajes, y también se puede apreciar una cierta sabiduría conquistada a lo largo de los años; el contratiempo de ese tono y esa posición puede detectarse en una cierta indefinición en el estilo del libro, que no siempre compensa sinérgicamente el ensayo con la autobiografía. En este sentido, el capítulo final, titulado “Ante la laguna”, luce como un amable añadido que podría pertenecer sin más a la biografía del autor, y que no tiene una relación necesaria, excepto por la geografía que se invoca, con los capítulos precedentes y el desarrollo de estos. No es un problema, por supuesto, sí una evidencia de aquella indefinición.
Si bien el motivo primordial de su colaboración con los doctores de la Iglesia para determinar las películas que estaban hasta 1995 en consonancia con el espíritu del cristianismo se puede leer en el capítulo 5, titulado “El panteón cinematográfico vaticano”, donde se incluyen las listas de las películas elegidas de procedencias diversas y separadas por tres categorías (valores religiosos; valores sociales y humanos; valores artísticos), los capítulos 3 y 4 son aquellos en los que toda la inteligencia y la sapiencia de Gubern se pueden apreciar con mayor nitidez. El libro brilla ahí.
En “Controversias doctrinales”, el autor decide establecer una genealogía de la historia de la imagen en el cristianismo, cuya conquista paulatina sobre su punto de partida ligado a una cultura judía iconoclasta conlleva un extenso camino de disputas en torno a los límites de la representación: la desnudez de Adán y Eva, el cuerpo flagelado del hijo del Altísimo, la eventual presencia o alusión del Diablo no quedaron librados al mero azar. Es que el imperativo dogmático no se ciñe solamente al discurso y a los actos, también a los vaivenes de la figuración y a las distintas conquistas estéticas y técnicas en la materia. Con cada pontífice, con cada concilio avanzó un sistema de imágenes, una ortodoxia normativa, la cual habría de ingresar de inmediato y ponerse en vigencia el día en que la imagen osó tener movimiento y a la que más tarde se le adosó el sonido. El acecho de la herejía, que nunca es otra cosa que el ingreso de un marco interpretativo alternativo sobre un conjunto de creencias, constituye una tarea normativa inacabable para todo aquel dedicado a la pureza de una ideología. De allí la desconfianza de Pío X en el inicio del cinematógrafo, o también la ofensa de un cineasta, Franco Zeffirelli, al descubrir que su obediencia en materia dogmática en sus películas religiosas no sirvió de nada: Ni Hermano sol, hermano luna, ni Jesús de Nazareth fueron incluidas en la selección oficial del Vaticano. “¿Cómo puede ser que se incluya la película de un homosexual y marxista?”, objetó el mediocre cineasta al saber de que El evangelio de San Mateo, de Pasolini, estaba entre las elegidas.
Hay varios pasajes notables en el libro (los párrafos que se dispensan a Rey de reyes, de Nicholas Ray, o también cuando el autor se dedica a analizar los primeros films silentes en materia religiosa), algunos con giros de suspenso y comicidad, como los que se desprenden de las estrafalarias argumentaciones en torno al nombramiento del patrono del cine, otros con minucias dialécticas en el que se pueden adivinar las discusiones entre los participantes de la comisión. Las observaciones de Gubern sobre el eurocentrismo de las listas tentativas con las que se iniciaron los debates permiten imaginar posiciones y perspectivas dominantes en el entramado ideológico de la institución. Es allí cuando el libro ilumina por completo la relación entre cine y religión, o entre estética y teología. En este inspirado y revelador párrafo, Gubern, siempre generoso intelectualmente, advierte cómo ciertas representaciones de la vida de Jesús instaron a un género: “Al analizar este género en su estadio primitivo, Noël Burch demostró con pertinencia cómo fundó el principio de la linealidad narrativa del cine, al hacer posible el tránsito del primitivo film-plano de Lumière a la narración compleja basada en una secuencia de planos que presentaban lugares y épocas distintas, o acciones paralelas (como el furor infanticida de Herodes y el éxodo de los padres de Jesús), con su continuidad favorecida por el conocimiento del argumento por parte del público, al que se le añadía el comentario oral del exhibidor para reforzar la coherencia narrativa”.
Lo que menos importa aquí es justamente el motivo concreto de la visita y la colaboración de Gubern al Vaticano, ese “Estado de cuarenta y cuatro hectáreas y unos ochocientos habitantes creado en 1929”. Porque en el momento en que el libro revela los títulos elegidos por la comisión, el libro pierde intensidad y los resultados, además, son bastante estremecedores. No faltará cinéfilo que pueda dar rienda suelta a la iracundia más rabiosa. Él o ella, y con razón, se preguntarán cómo puede ser que La fiesta de Babette o La misión hayan estado entre las elegidas. ¿Cómo puede ser siquiera admisible que Diario de un cura rural o Bajo el sol de Satán hayan sido relegadas? Más allá de estas impiadosas injusticias por parte del comité, la riqueza de Un cinéfilo en el Vaticano reside en el fuera de campo de esa lista, allí donde se adivinan intrigas, reprimendas e intolerancias, al mismo tiempo que Gubern añade razonamientos y análisis sobre el cristianismo y el cine que son suficientes para sostener un interés parejo a lo largo de toda la lectura. Gubern es un teórico de fuste y un escritor muy competente; por esa misma razón es incomprensible que en las 119 páginas del libro se haya omitido un nombre: Robert Bresson, el cineasta capaz de convertir con sus planos, al menos por el plazo de dos horas, al ateo más convencido de nuestro mundo. Su ausencia es como mínimo un pecado, una falta que, según fuentes secretas del más allá, despertó al Altísimo de su sueño eterno y puso a prueba la benevolencia que lo caracteriza.
Fotograma: El evangelio según San Mateo
Román Glubern, Un cinéfilo en el Vaticano, Barcelona Anagrama, 2020. 140 páginas.
Roger Koza / Copyleft 2020
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