VAN GOGH: EN LA PUERTA DE LA ETERNIDAD / AT ETERNITY’S GATE
En París o en Rotterdam, en Buenos Aires o en Caracas, todo aquel que conozca el nombre de Vincent van Gogh estará dispuesto a adjudicarle al pintor holandés que apenas vivió 37 años el título de genio. Tal vez la naturaleza de su arte desborde el consenso, pero después de su muerte y tras algunas décadas ya nadie se atrevió a discutir la hermosura de sus cuadros. Van Gogh, quien se apropió del amarillo, vindicó los girasoles, adiestró el viento e incluso pactó con los cuervos para que estos posaran como amables criaturas conscientes en sus pinturas, es el emblema platónico de un pintor, su perfección irrepetible. Dudar de él es como desestimar una misa de Bach, los sonetos de Shakespeare o las figuras extraídas de la piedra de Rodin.
Van Gogh es un significante vacío. En su figura se proyecta de todo: un suicida suicidado por la sociedad, un demente a secas, un genio sin suerte en vida, un inadaptado no sublime de obras sublimes, un solitario desesperado, un místico impreciso. Lo que resiste a cada versión del pintor son sus pinturas, que no necesitan ser ligadas a la vida del artista, y la correspondencia entre él y su hermano Theo. Ni siquiera las cartas son suficientes para adivinar la intimidad de van Gogh, sí un indicio tenue de su experiencia, tan atribulada como egocéntrica.
Van Gogh: en la puerta de la eternidad / At the Eternity’s Gate, Irlanda-Suiza-Reino Unido-Francia-EE.UU., 2018
Dirigida por Julian Schnabel.
Escrita por Jean-Claude Carrière, J. Schnabel y Louise Kugelberg.
La versión mística es la elegida por Julian Schnabel, artista plástico devenido también en cineasta, cuyo interés cinematográfico ha estado casi siempre relacionado con el retrato: Basquiat, Reinaldo Arenas, Jean-Dominique Bauby y ahora van Gogh. Todos hombres, todos excepcionales, todos viviendo bajo condiciones extremas o imposibles. La visión de Schnabel sobre van Gogh se clausura del todo en una cita de un texto firmado por Paul Gauguin, a propósito de algo que después de una discusión entre ambos pintores aquel escribiera en una pared de su casa: “Yo soy el Espíritu Santo”. La exégesis ilustrada en todo el film desestima la locura como cifra de la obra; no es un exabrupto psíquico lo que remite esa cita. La tesis sugiere que van Gogh fue un hombre que sintonizó sin intermediaciones con lo Absoluto. En ese sentido, ya promediando el desenlace, hay una escena fundamental en la que van Gogh y un sacerdote rivalizan teológicamente al discutir sobre la inspiración artística. Ese es el punto de anclaje del film.
El período elegido por Schnabel es el que empieza con la instancia de van Gogh en Arlés y culmina con su agonía en la pensión en Ravoux, después de tirarse un tiro en el pecho mientras caminaba en el campo. (Schnabel sintió la necesidad de añadir una nota mientras corren los créditos, sobre el silencio de van Gogh acerca de la presunta responsabilidad de Gastón y René Secrétan en el disparo, reforzando así la casi indudable hipótesis del suicidio). En este lapso de tiempo elegido, Schnabel recoge anécdotas, escenifica momentos harto conocidos de la biografía e intenta en demasía (y sin suerte alguna) hallar el misterio de la inspiración del artista. Cada vez que el magnífico Willem Dafoe abre sus brazos y se entrega al soplo del viento, En las puertas de la eternidad certifica su vulgaridad no exenta de ridículo al proponer una exangüe iconografía del artista arrebatado por aquel hermoso fenómeno atmosférico.
Tal ejercicio chapucero se repite una y otra vez cuando el film se esfuerza por traducir la ostensible transacción de las pinturas entre la prepotencia de la naturaleza, la dignidad de los campesinos y putas y la sensibilidad de van Gogh; y lo mismo sucede cuando Schnabel desea extender la experiencia psíquica del pintor valiéndose de planos subjetivos enrarecidos que son a menudo antojadizos y mentados como movimientos salvajes de la conciencia del protagonista. La cámara pretende encuadrar el viento, cuyo sonido estremece a van Gogh, y Schnabel introduce acordes sostenidos de un piano omnipresente, sin privarse de alguna pirueta en el registro y del empleo de algún filtro. Subrayarlo todo es una tara. He aquí un concepto de arte propio de un pretendido cine de calidad que tiene a sus partisanos a lo largo y ancho del mundo. A esta praxis formal, además, se la refuerza con algunos diálogos donde se explica el trasfondo teórico de la búsqueda estética de van Gogh y por consiguiente el deseo de que el film esté impregnado de esas mismas inquisiciones.
La decantación contemporánea de lo sublime colinda con lo ridículo. Las versiones más irrisorias son aquellas que se pueden aún constatar en la sala de espera de un consultorio odontológico donde un atardecer “sublime” viene acompañado por una cita de Tagore. En el cine de autor respetable, siempre perezoso y concesivo, hay una escuela que Schnabel representa muy bien entre sus contemporáneos, para la cual la belleza se asocia a un particular modo de exaltación de lo ya codificado como bello, cuya función es decorativa del sentido común. Es como si todo el film de Schnabel hubiera sido concebido por una aplicación llamada “van Gogh teológico”, en la que el cineasta se siente cómodo para contar, paradójicamente, la historia de un hombre que jamás llegó a hacer las paces con la hipocresía y el diletantismo del mundo de las artes.
*Esta crítica fue publicada en Revista Ñ en el mes de marzo 2019.
Roger Koza / Copyleft 2019
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