VISIONS DU RÉEL (02): INTIMATE DISTANCES
LA CALLE DE LAS PREGUNTAS
Una cuadra, dos esquinas, una mujer, los transeúntes, los automóviles, los negocios dispersos en la vía pública, las señales viales y publicitarias; cualquier calle de una metrópolis es un microcosmos, y quien sepa extraer de este su frondoso pluralismo tiene en sí una escena interminable. El secreto reside en destituir la percepción en serie con la que se suele atender a cualquier hombre y mujer que camina por la calle, cientos de figuras igualadas por el paso fugaz en el campo visual.
La avenida 34 y la calle Staiway, de Astor, en Queens, Nueva York, es la ubicación elegida. Una mujer de pelo canoso de cierta edad, pero aún vital y de buen ánimo, mira su celular y cruza una y otra vez la calle, como si estuviera esperando a alguien. En pantalla, se ven mensajes, que no esclarecen la situación de la posible protagonista hasta ahí. Al pasar los minutos, ella comanda las escenas en la calle. Que esa mujer sea Martha Wollner, una directora de casting, es apenas un antecedente que se aprende leyendo sobre el film, pues ese dato, incluso el que esté buscando a alguien para interpretar el papel de un criminal en un posible film a rodar, resulta irrelevante, aunque eso explica su notable capacidad para interactuar con desconocidos y hacer que estos le prodiguen una confianza llamativa para hablar de ellos y pensar al mismo tiempo un dilema filosófico vinculado con los cambios repentinos en el trayecto de toda vida y asimismo considerar los efectos posibles de transgredir un límite moral. Wollner tiene algo de obstetra socrática; puede hacer parir a sus interlocutores conceptos inesperados, porque de la nada consigue declaraciones de estos que pertenecen tanto al confesionario como al diván.
En principio, Intimate Distances, título del film de Phillip Warnell (me consta, ya lo tenía mucho antes de que la pandemia cambiara las reglas generales de la conducta colectiva) es ominosamente actual. La placidez y la tranquilidad con las que se desplazan las personas en la calle irradian una nostalgia por un tiempo que nadie sabe cuándo volverá; la estética asfixiante del barbijo y las medidas de distancia brillan por su ausencia, y eso le suministra al film una cualidad intempestiva. Un buen ejemplo de la disonancia del paisaje social en escena se puede advertir en una de las escenas más hermosas, que culmina con un abrazo sostenido entre un joven y Wollner, acto de máxima transgresión sanitaria en la actualidad, en la que se exige añadirles a los codos una cualidad afectiva. Un cineasta jamás puede adelantarse a su tiempo, pero este film reenvía todos sus signos al presente, como si la simple escena elegida fuera casi la de un paraíso de la vida civil.
El método socrático de Wollner remite bastante al otro genio de la indagación conversacional, también canoso, pero ya ciudadano del otro mundo: Eduardo Coutinho. Cualquier extraño se dispone a responder el requerimiento de la mujer canosa. Todos los elegidos son hombres, y la mayoría de estos, jóvenes, acaso porque eso responde al perfil del supuesto film que podrían interpretar. Ese dato narrativo permite conjeturar que tal inclusión puede tener más que ver con una idea antecesora de guion, porque la gran potencia de este film, el de Warnell, puede prescindir de esa información sin alterar absolutamente nada de lo que recoge. Lo extraordinario reside en observar cómo personajes jóvenes, con antecedentes bien dispares, pueden entregarse a la conversación íntima con un extraño, en la calle, al mediodía, en un día de primavera o verano. Es así como un albañil nacido en Rusia, un joven atlético de Albania, otros oriundos de Queens o zonas aledañas se sienten cómodos de inmediato para responder a Wollner, quien paulatinamente sustituye las preguntas ocasionales por dos específicas, no del todo comprometedoras, pero exigentes: la primera se refiere a un cambio inesperado en el camino elegido para llevar adelante la vida personal; la segunda, de índole moral, pide una respuesta respecto de algo que nunca se pensó en hacer y que, llevado por las circunstancias, el entrevistado se sintió obligado a hacer desobedeciendo la interdicción. Solamente uno de los entrevistados, en el final, responde con un ejemplo personal, pero Warnell prefiere entonces dejar en fuera de campo la respuesta, abandonando el sonido que toma el micrófono corbatero y camuflado de Wollner, y priorizando el presunto sonido ambiente. La banda de sonido es mucho más compleja que esto.
Pero Intimate Distances no es solo esto. Hay un contrapunto semántico y esporádico, una voz dolorida que en tono elegíaco habla de su paso por la cárcel, de la historia estadounidense y sus crisis, de los efectos de vivir encerrado, de ser negro, del hecho de reinsertarse en la sociedad, de la verdadera amistad, que siempre es escasa. A este hombre no se lo ve jamás, pero su voz sí parece estar espiritualmente sincronizada con la posición de cámara, el tipo de registro con el que se contempla la calle y el concepto sonoro que a veces irrumpe y enrarece la naturaleza de la representación. En este sentido, hay una rivalidad estructural entre el registro visual y el sonoro, como si el orden visual propendiera a la vigilancia y el sonoro a la hospitalidad, una tensión que jamás deja de existir en la hora de duración de Intimate Distances, más allá de que la simpatía de Wollner, de quien nunca vemos del todo su rostro en primer plano, vence narrativamente al tono sombrío de la voz del exconvicto, como también a la escala de planos elegida, que insinúa programáticamente una gramática policíaca y deshumanizada del acto de filmar. En esa riña dialéctica entre el sonido y la imagen, en ese choque entre mirada mecánica y diálogos propios de un humanismo secular, el film erige todos sus planos y justifica el título elegido: la intimidad entre extraños, asimismo la distancia paranoica con la que se observa y despliega la distribución de hombres y mujeres en las calles de Nueva York.
La cita sin nombre de Jean Baudrillard en el final (“Todo lo que es ininteligible es criminal en sustancia”) desborda un poco lo que sucede en el film, como si Warnell la hubiera elegido antes y respondiera a una obligación intelectual de su parte, propio de sus intereses filosóficos, ya explicitados en sus magníficas películas precedentes, acompañado exclusivamente por los silogismos de Jean-Luc Nancy, un filósofo más propenso a pensar lo impensado que abocado a propagar la sospecha, como el aquí invocado. Esa cita, no obstante, llega un poco después de un momento de gloria en el interior del dispositivo elegido para filmar todo. Cuando Martha interroga a su último candidato sobre su experiencia ante momentos que este jamás concibió como posibles en su vida, un hombre muy mayor les pregunta si va en la dirección correcta. Ellos le responden con amabilidad, el hombre espera la señal para cruzar y sigue. Sin embargo, él gira, casi imperceptiblemente, su cabeza y sonríe. Ese gesto tiene más poder que el aforismo de Baudrillard, pues mitiga la sospecha y afirma tenuemente una intuición que sobrevuela el film: confiar en los extraños es el principio de una vida moderadamente feliz.
Roger Koza / Copyleft 2020
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