14 GOLDEN APRICOT: YEREVAN FILM FESTIVAL: EN LA TIERRA DE PELESHYAN
Para cualquier cinéfilo que se precie como tal, Armenia es la tierra de uno de los más grandes cineastas de todos los tiempos: Artavazd Peleshyan. El cineasta que jamás ha hecho un largometraje, aquel que deseó filmar alguna vez una película de larga duración llamada Ser humano, ha prodigado a la historia del cine un conjunto de cortos y un mediometraje inolvidables. Cualquier secuencia de Nuestro siglo, Los habitantes, Nosotros y Las estaciones justifica la existencia del cine. ¿Un juicio hiperbólico? ¿Un desmedido juicio subjetivo? Las escenas de los hombres abrazados a las cabras arrastrándose en plena caída de una montaña en Las estaciones, la perspectiva asumida e inventada sobre cómo filmar a los animales en Los habitantes, película que conjura hasta el más sofisticado humanismo para observar la vida animal, o las escenas espaciales en Nuestro siglo, que liberan a la cámara de los límites de la gravedad, son una prueba suficiente del genio de Peleshyan.
Como todos los años, el inicio del festival está dado por la bendición de los damascos. Un poco antes del mediodía, a unas pocas cuadras del teatro Moscú, el templo cinematográfico que cuenta con tres salas y es el centro indiscutible del festival, todos los invitados y los habitués se reúnen en dos iglesias cristianas ortodoxas continuas, situadas en una plaza, una de ellas antiquísima, en las que tiene lugar un ceremonial tradicional que incluye la bendición de los damascos. Un grupo de niños y un sacerdote ortodoxo, todos tomados de la mano, entonan una vieja canción tradicional mientras que la fruta nacional, bajo un ritual que se pierde en el tiempo, transforma el alimento de la naturaleza en una entidad divinizada que simboliza la prosperidad de la tierra. La ceremonia es magnífica, y como tal podría ser una escena descartada (y en colores) del casamiento de Las estaciones de Peleshyan. La asociación entre este ritual y ese film magistral es inmediata, de lo que se predica la extraordinaria capacidad del cineasta armenio para traslucir una experiencial ancestral colectiva en imágenes.
La continuidad entre el cine y la vida no podía ser tan vívida como en la ceremonia inaugural, del mismo modo que la continuidad entre la historia pretérita de Armenia y toda la región se sentía inmediata, a pesar de ser una película remota, en la extraordinaria Khas Push, de Hamo Beknazaryan, una película de 1928 elegida para la apertura y musicalizada por un eximio músico local. En esa rareza del cine silente armenio, no exenta de humor y rebeldía, cuyo relato transcurre al final del siglo XIX, ya se vislumbraban las asimetrías sociales que un poco más tarde generaron un descontento social que suscitó revueltas y conflictos en la región. El film se centra en el monopolio sobre el comercio del tabaco y la connivencia entre el Shah y los ingleses al respecto, y de la esperada respuesta rusa ante esa situación particular. Más allá de la eficacia narrativa y de la pertinencia histórica del film, Khas Push permite espiar la vida en la región de hace más de un siglo: los comportamientos, la vida cotidiana, la inocencia representacional ante la máquina fantasmal que capta la vida en movimiento resultan sorprendentes y denotan que Beknazaryan tenía un conocimiento cabal del lenguaje cinematográfico. El cine armenio merece mayor atención, y el festival, con los recursos disponibles, intenta zanjar ese desconocimiento. Siempre se programan películas armenias del pasado, que contrastan exageradamente con el cine reciente del país.
La competencia asignada a los miembros de Fipresci consistía en elegir el mejor film de la región, y entre todos los que vimos, A Man of Integrity, de Mohammad Rasoulof, fue el elegido. En esta oportunidad, el cineasta iraní sigue incomodando al poder de su país, pues este cuento moral en el que la corrupción es vista como una red de pequeños actos mafiosos que van lacerando la integridad del protagonista y su familia, quienes viven en una aldea del norte de Irán, es una representación microscópica de la política iraní. La gran fuerza del film de Rasoulof reside en la magnífica labor que lleva a cabo sobre el sonido y en la extraordinaria interpretación de Soudabeh Beizaee, la actriz principal de A Man of Integrity, personaje que en el film transmite una valentía política admirable, a contramano de la habitual sumisión femenina.
A Man of Integrity formaba parte de la competencia oficial, donde el veterano cineasta inglés Hugh Hudson, temprano ganador de un Óscar por Chariots of Fire, comandaba el jurado oficial, que –a mi juicio– terminó premiando a las tres mejores películas de esa competencia; una labor impecable.
Western, de Valeska Grisebach, que había sido injustamente ignorada por el jurado de Un Certain Regard en Cannes (y en cierta medida menospreciada por ese festival, ya que esa película, sin duda, estaba por encima de cualquiera de la selección oficial competitiva de Cannes 2017), obtuvo aquí un reconocimiento por parte del jurado. Lo que sucede en el tercer film de Grisebach es singularísimo: un obrero alemán y un hombre de una aldea remota de Bulgaria van constituyendo paulatinamente una forma de amistad que sobrepasa las diferencias lingüísticas, como si la amistad fuera una práctica capaz de sortear los límites que el lenguaje impone o como si la propia gramática del afecto fuera una forma secreta de traducción cuya condición de posibilidad fuera el ocio. La dimensión política de la amistad es uno de los niveles de lectura posible del film, pues a Grisebach no se le escapa el sentido pretérito que puede albergar que un grupo de alemanes estén en la región: 70 años atrás, los compatriotas de la directora pasaron por Bulgaria con una agenda siniestra; varias décadas después, la agenda es otra, aunque no libre de sospechas: ¿qué tiene que hacer una empresa alemana en un paraje remoto en Bulgaria? He aquí un comentario certero y crítico sobre la dinámica económica de la globalización, algo que también estaba presente en Toni Erdmann, de Maren Ade, relacionada directamente con este film de su colega como productora.
Por suerte, Uchôa y Dumans no padecieron con su segundo film la exclusión de los grandes festivales que fue el destino de su notable ópera prima, A Vizinhança do Tigre. Como sucedía en el film precedente, en Arábia también el acto de escribir constituye una forma de cuidado de sí, aunque acá se trata de un diario y no de cartas. Justamente cuando un joven asista a un obrero accidentado que trabaja en la imponente fábrica que ve desde su casa, este encontrará entre sus pertenencias el diario. Ese es el preludio, porque la película es la honrosa ilustración de las memorias escritas de este operario que un buen día descubrió, tras su paso por la cárcel, la escritura. Este road movie proletario tiene un equilibrio cuidadoso entre el apunte sociológico y la delicadeza cinematográfica. Los textos son simples pero lo suficientemente persuasivos para permitir habitar la posición de ese hombre; a su vez, los laboriosos encuadres recogen la vastedad del territorio brasileño, y la difícil tarea para él de encontrar su lugar. El jurado le dio el segundo premio de mayor importancia.
La gran ganadora en Golden Apricot fue Sexy Durga, de Sanal Kumar Sasidharan, un film que confirma la renovación que viene experimentando el cine independiente de la India. Una nueva camada de directores está dando que hablar, y el cine indio demuestra ser mucho más –siempre lo fue, en realidad– que los productos característicos de Bollywood. Como sucede con los recientes films de Raam Reddy (Thithi) y Chaitanya Tamhane (Court), Sasidharan trabaja sobre la contemporaneidad moral de la India en contrapunto con las tradiciones culturales ancestrales, lo que explica el necesario prefacio de su relato, que empieza con un misterioso ritual hindú denominado Garudan Thookkam y donde ya se explicita la absoluta modernidad cinematográfica del film: el laborioso registro con el que el director sigue atentamente los misteriosos actos rituales es un signo de estilo consciente. Por cierto, los planos secuencia son notables de principio a fin, y el dominio sobre el espacio es admirable.
Lo cierto es que gran parte de Sexy Durga transcurre en un automóvil, en el que viajan los dueños del auto y también una pareja de jóvenes que acepta subir para evitar una espera eterna en la ruta durante la noche. La información es mínima: poco se sabe de la pareja y también de los tres hombres que viajan en el auto, pero la tensión que surge paulatinamente de la interacción entre ellos es formidable. No solamente porque la desconfianza y el abuso psicológico empieza a dominar la interacción, sino porque la propia puesta en escena trabaja sobre la percepción, de tal modo que la inestabilidad y lo impredecible se apoderan de un perpetuo clima de amenaza que persiste hasta el último minuto. En efecto, Sasidharan explora todas las opciones a su alcance de cómo transformar ese interior en un escenario de terror. Los virtuosos planos secuencia están al servicio de ese objetivo: enrarecer, a partir del movimiento dentro del vehículo, la física del espacio claustrofóbico a la que están sometidos los personajes. Otro film notable de una competencia bastante pareja con muy pocos ejemplos que desentonaran. La selección condensó lo bueno del cine más contemporáneo.
La decimocuarta edición del Golden Apricot fue promisoria. La selección competitiva internacional y algunas secciones no competitivas llevan a pensar que el festival hasta ahora liderado por el interesantísimo cineasta Harutyun Khachatryan y la crítica Susanna Harutyunyan, ambos fundadores del evento, seguirá cobrando importancia en la región y ganando un lugar de excepción en el ecosistema de los festivales del mundo. La cinefilia está viva en Yereván, como Artavazd Peleshyan.
Fotos y fotograbas: 1) Cine Moscú; 2) Sexy Durga; 3) Western
Roger Koza / Copyleft 2018
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