71 FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN: LA DESCREENCIA NUESTRA DE CADA DÍA
Los aplausos de la audiencia ante el spot del festival del año en curso expresan el cariño que prodiga el público que asiste a las funciones de San Sebastián. Es variado; recuerda, si se es argentino, al que llena las salas, como acá, en Mar del Plata: jubilados, estudiantes, prensa, miembros de la industria. El calidoscopio es indesmentible. La ferverosa conducta de los presentes también tiene algo de reflejo condicionado. Resulta acá verosímil que exista una conexión entre el aplauso y la alegría, lejos de esa misteriosa efusividad por aplaudir los aterrizajes en los vuelos. Por cierto, en Cannes también aplauden, no así en la Berlinale. Pero acá también siguen el ritmo y la melodía del spot. La alegría es creíble.
San Sebastián cumple setenta y un años de existencia. Al mando, José Luis Rebordinos lleva trece, y si bien en los actos institucionales prefiere el perfil bajo y el laconismo para su retórica, su estilo no es sinónimo de timidez. Cuando el director artístico tiene que dar la cara y afirmar su palabra lo hace seguro de sí. El año pasado defendió la inclusión de Sparta sin ambages; lo mismo hizo ahora con la controversia de la edición en curso: la inclusión de No me llame Ternera. La película de Jordi Évole pone en escena una conversación con Josu Ternera, un líder controversial del ETA. Antes de que se exhibiera, Rebordinos sentenció: “Dar la palabra a alguien no es darle la razón”.
Desde que tomó la dirección, el festival se ha delineado con mayor nitidez que en otras administraciones. Es un festival de clase A en que el público importa, pero ese punto de partida no se resuelve en la demagogia estética y en la obediencia a las exigencias del mercado. Con el tiempo, el festival ha podido combinar complacencia y exigencia, confort y provocación. Las secciones explicitan esa dialéctica. Basta decir que el jurado principal de la selección oficial lo preside Claire Denis; uno de sus miembros es el genio de Christian Petzold. Rebordinos conoce muy bien la materia que tiene en sus manos. Sabe cuidarla y trabajarla.
Seis películas tiene en su haber la cineasta argentina Paula Hernández. Con El viento que arrasa, cuya inspiración proviene de un libro de título homónimo de la singularísima escritora entrerriana Selva Almada, la cineasta ha perfeccionado su poética y sabe muy bien qué quiere y cómo tiene que plasmar lo que primero imagina y después filma.
Su especialidad, según se dice por ahí y por acá, residía en el complejo dinamismo de la economía afectiva circunscripto a relaciones amorosas y familiares. Todas sus películas resultan inteligentes en la administración de sus recursos. En Los sonámbulos, la antepenúltima, había un indicio de que Hernández podía asumir riesgos formales de otra índole. A la habitual neurosis del entramado afectivo que define la interacción familiar supo añadir en aquella un plus de violencia ligado a la cultura patriarcal, aunque la primicia de esa película radicaba en el lanzamiento aún un poco tímido pero certero de una búsqueda plástica y sonora que no predominaba en sus títulos precedentes.
En El viento que arrasa hay pruebas de todo tipo. Las hay cromáticas. Hernández quiere que el rojo tiña espiritualmente la trama. No es el rojo de la pasión, tampoco la expresión en colores de la revolución. Ese color primitivo irrumpe en una escena inicial en la habitación de un hotel insignificante de pueblo en el que la luz rojiza de la calle tiñe la totalidad del cuarto donde el reverendo Pearson y su hija Leni descansan. Duermen en la misma cama, pero en direcciones opuestas. En efecto, la luz roja pinta debidamente la superficie del plano. La composición final de esa escena es ostensiblemente delicada: la joven a la derecha del cuadro, el padre recostado al fondo. El rojo vence. El procedimiento se repite unas cuatro o cinco veces más a lo largo de la película. Adjudicarle una cualidad inmediata a esa predilección estética sería vicio de hermeneuta. ¿Luz diabólica? Puede ser. Mejor aún resulta librarse del imperativo de la interpretación y aceptar sostenerse en la laboriosa indeterminación que define cada segundo, de lo que se predica programáticamente el heterodoxo suspenso emocional de la trama. ¿Cuándo se desatará la violencia que persiste disfrazada de revelación y tolerancia?
El trabajo sobre las expectativas respecto de la incontinencia de los sentimientos de los personajes es notable, no menos que la circunspección general de los intérpretes. El universo simbólico al que pertenecen así lo requiere. El pastor arrastra a su hija en su misión, quien en plena adolescencia siente que ha sido elegida para ser la asistente de su padre. Lo que dice de ella no es necesariamente lo que siente. En una escena magnífica elaborada como si se tratara de un contraplano y sostenida en un zoom hacia adelante en cada plano y contraplano, Leni mira en un televisor una escena musical pletórica de sensualidad, en un movimiento de cámara que exterioriza el deseo en un desplazamiento de la perspectiva. Mucho después, bailará como si estuviera poseída por un demonio mientras escucha un tema musical que se intuye en las antípodas de las canciones que interpreta con su padre y graba en cassette para solventar los gastos del pastoreo de las almas por todo el país.
Alfredo Castro sabe muy bien cómo encarnar monstruos contenidos. Pero acá pasa algo de otra naturaleza: el religioso al que le da su cuerpo y alma no es otra controvertida criatura capaz de perderse en la gratuidad del sadismo. Sus contradicciones no son perversas; más bien su fe es una estrategia de supervivencia psíquica que conjura la tristeza. Y eso es así porque Hernández no abraza el paradigma de la crueldad y la sordidez. Su Pearson es un manojo de desamparo disimulado por la fe. ¿Qué decir de Almudena González? Que acopie elogios será una fatalidad indetenible. Ella es la conciencia y la mirada de la película, y cobija en su presencia la piedad y la libertad que inscriptas en el punto de vista. Lo que se ve, incluso si no es directamente ella la que mira, sigue siendo la extensión de sus ojos a través del objetivo de la cámara.
Lo mismo pasa con el mecánico que sobrevive con su hijo en un paraje campestre y caluroso de la triple frontera. Sergi López es el Gringo, un paisano que ha educado en soledad a su hijo adolescente nacido con una deformidad en su cara. Joaquín Acebo lo interpreta; él es Tapioca. La interacción entre padre e hijo prescinde esencialmente de palabras; la hostilidad climática y la condición austera de existencia fijan una gramática afectiva cifrada en la mirada. Lo zafio no es acá una representación de la intimidad del vínculo filial, sino su contingencia material. La superficial rudeza de los comportamientos y la menesterosidad del vocabulario tienen como contrapartida una expresividad insólita nucleada en los ojos. Lo que hace López con sus ojos es rarísimo; del repertorio visual consigue deletrear con su mirada el amor por su hijo. Acebo prescinde de la experiencia actoral del actor español, pero acompaña con el mismo método de expresión. Los ojos del joven también escriben signos en el aire.
A esta altura es preciso decir con dos oraciones qué pasa en El viento que arrasa. Un problema con el radiador del auto detiene la marcha del pastor que viaja con su hija enseñando la palabra de Dios e intentando atenuar las penas de los feligreses. El auto los deja a pie en una ruta perdida hasta que un oportunista del asfalto con su camioneta grúa lo lleva al mecánico más cercano. En la espera de la reparación del auto avanza el relato, cuyo tiempo se modifica y adquiere una dimensión flotante contrastada o intervenida por una ubicua atmósfera amenazante. Que los cuatro perros que conviven con el Gringo ladren y remitan a una experiencia traumática de Leni, que involucra a su madre, es lo evidente del asedio de algo que no se nombra pero que avanza en la discordia. La tensión es constante.
Se dirá que El viento que arrasa es otro drama familiar de Hernández. Lo es. Pero no es solamente eso. Si deslumbra es debido a que indaga respetuosamente sobre la relación de los estímulos con la creencia y los efectos de esa relación sobre la conciencia. En este caso, cada acto minúsculo puede ser una pista, pero jamás sin cierta ambigüedad. Un buen ejemplo: el pastor es capaz de desechar la hipótesis de un creyente desesperado que ve en su hijo la posesión del demonio advirtiendo que no es otra cosa que una meningitis. En otro momento, el religioso enlaza hechos fortuitos como signos lanzados por el Altísimo y no duda de su interpretación. La psicología del creyente es mucho más compleja de lo que se cree, y de ahí emana el respeto. Hay dos escenas indelebles sobre esto: primero, el nacimiento de la fe en el corazón de Tapioca; después, la confrontación respetuosa del padre con el pastor pidiéndole que no le meta cosas en la cabeza a su hijo. Cuando el Gringo afirma durante una cena compartida que sin ninguna garantía trascendental su hijo sabe qué está bien y qué está mal, sin saberlo piensa como un hombre moderno; desecha un fundamento de autoridad. Que ningún creyente sea ridiculizado, ni siquiera en la ceremonia de los bautismos, no significa que la película no tome una posición: en el desborde de la razón en la experiencia religiosa, el delirio acecha.
Un añadido de último momento: que el período histórico de El viento que arrasa sean los noventa es apenas una contingencia de la novela o el guion, que no deja retrospectivamente de resignificarse. Pero no es ni un descuido ni fruto del acaso que en el plano final se advierta un objeto propio de una tecnología energética de nuestro tiempo. Esa discontinuidad lo es para el relato, no para su fuerza semántica. ¿No dice el pastor en una escena desgarradora que el mañana es hoy? El delirio puede ser religioso, pero como tal no es prerrogativa de la teología. Con el mismo celo se puede llegar a venerar la abstracción del mercado y convencer a la mayoría de que en esa abstracción anida la salvación para las almas libres.
Roger Koza / Copyleft 2023
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