71 FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN: NOTICIAS DEL FIN DE UN MUNDO
Pasan los años y la inmortalidad de Raúl Ruiz se impone. Con él, una nueva rama de la hauntología se inaugura. Ya no solo se tratará de constatar la supervivencia espectral de las ideologías del pasado, sino de la dirección de películas tras el abandono del mundo de los vivos. Parece que el cineasta más libre de Latinoamérica, el más desobediente y lúdico de todos, ha burlado incluso el límite de los límites. No deja de estrenar películas desde que muchos lo lloramos al concluir su paso por el mundo.
Se sabe que tiene una hermeneuta fiable y una extensión de sus ojos: Valeria Sarmiento. Y asimismo una médium que oficia de asistente: la actriz Chamila Rodríguez. No se sabe muy bien si se trata de un tipo de telepatía sureña que aún desconocemos por la cual se inflige la barrera ontológica entre existir en la materia o errar en una irrealidad infinita. Al parecer, el cineasta sigue trabajando a través de la imaginación de sus amadas socias que lo han sobrevivido. El amor incondicional que le profesan parece haber habilitado un pasaje a la inteligencia que gobernó el cerebro del maestro. Lo cierto es que las películas que estrena Ruiz desde su muerte son películas que podría haber hecho en vida.
Tras cincuenta años de no ser, El realismo socialista se estrena como lo que es, un clásico. Cinco décadas han pasado desde que se filmó y nunca se terminó del todo, período de tiempo que coincide ahora con la misma cantidad de años cuando en aquel 11 de septiembre culminó la inusual experiencia socialista que se había inscripto en la historia por el voto y no por la pólvora. Era una victoria demasiado hermosa para que el poder la vindicara y aceptara su capitulación. La historia es conocida. No fue seppuku, pero con el decoro de un viejo samurái, el presidente les robó a los verdugos el placer de quitarle la vida.
Lo primero que debe decirse es que las películas también se exilian. Las latas filmadas de aquella película con dotes proféticos (en El realismo socialista alguien dice: “Pueden matar al presidente”) que Ruiz concibió como un folletín para estimular el debato interno del Partido Socialista se desperdigaron por el mundo. Algún acto en Europa, otro en América, otros perdidos. Lo que sobrevivió no repone el metraje inicial que alcanzaba los 120 minutos. La versión final de este film inconcluso, como calificó la cineasta y esposa de Ruiz, Valeria Sarmiento, no llega a los 90 minutos. La exangüe fórmula que se invoca para evitar decir pavadas, “menos es más”, tiene acá otra interpretación en ciernes: el menos no será suficiente y nunca puede ser más, pero lo que es resulta suficiente para vencer la inexistencia. Ahora existe El realismo socialista.
Ruiz dijo alguna vez: “Mi idea inicial era presentar dos historias paralelas, que no se tocan, como en Las palmeras salvajes de Faulkner, pero separadas por un poema. La unión debía hacerse con ese elemento lírico ubicado al centro”. He aquí el enunciado de un principio poético que puede constatarse en la versión que Sarmiento y Rodríguez han presentado en San Sebastián. El poema en sí no existe, o en todo caso, ellas han hecho lo que corresponde: sustituir el verso inexistente por el plano que contiene la potencia de lo poético. Como diría Ruiz de algún poema chileno, varias imágenes de El realismo socialista “gotean” bien, como si fueran versos. El poema visual está constituido por distintos fragmentos en los que se pueden apreciar distintas manifestaciones en las calles de los obreros y los menos favorecidos económicamente durante el primer momento del gobierno de Allende. Son rostros felices, gente que expresa una experiencia desconocida. Las amarras del discurso del amo y su praxis están debilitadas. Hasta el mismo cuerpo de los trabajadores luce más ágil y suelto. Los planos poéticos interrumpen las dos historias aludidas. Cada corte entre una y otra prodiga un instante de endeble pero verosímil felicidad. Y empieza y termina así, con ese documento de algo que sucedió una vez en la Historia.
Las historias paralelas son acá las de los trabajadores y las de quienes los representan intelectualmente, aquellos que hacen y aquellos que piensan. Hay, sí, una diferencia entre ayer y hoy. La palabra del obrero. Los trabajadores del pasado sabían razonar y al hacerlo estaban modelando la conciencia de clase y descubriendo el pliegue de esa conciencia como autoconciencia. A Ruiz le basta filmarlos. En esto, lo propiamente real de la película El realismo socialista no miente: la naturaleza no ficcional de lo que Ruiz pudo entrever junto con su cameraman Jorge Müller, otro desaparecido entre las tantas víctimas que dejó el perverso régimen del dictador Pinochet, es la madurez colectiva del proletariado chileno. La señalada ironía de la película, o su presunta índole satírica, no alcanza los silogismos que nacen de la boca de los operarios de la fábrica y de los miembros de una comunidad de trabajadores que han decidido vivir juntos. De lo que dicen, de cómo lo dicen, Ruiz jamás se ríe. De todo lo demás, sí. Las diferencias del discurso y del modo en el que se enuncia pueden descubrirse en la forma de filmar la palabra del obrero y la palabra del intelectual. Las decisiones son justas: no hay plano y contraplano cuando se trata de los obreros. También importa, si hablan los dirigentes del partido y los operarios, el punto que establece el encuadre. No hay igualdad, y la cámara lo plasma.
Que Ruiz sea impiadoso con los más cercanos, con los intelectuales, es comprensible. Pero tampoco se trata de una burla, y menos todavía de mostrarlos como portadores de un nihilismo solapado, característico de una clase pudiente que al detectar que sus privilegios corren peligro son guiados por un reflejo condicionado de su conciencia a horadar desde el interior el discurso que defienden. Ruiz se limita a mostrar cómo las premisas de una crítica al poder y una reinvención de su distribución chocan con obstáculos insospechados. Lo extraordinario es que de ahí nace la finísima comicidad de Ruiz. Lo humorístico se aplica frente a la rigidez del pensamiento revolucionario y sus desbordes obsesivos, el delirio de legislar lo minúsculo, como si la justicia en todos sus órdenes posibles fuera resguardada en un acto disciplinario permanente. Hay una escena hilarante sobre los temas que se discuten, uno de ellos, la disciplina. Lo que no debe confundirse con una crítica a lo que sí anida en el corazón de toda revolución.
El realismo socialista se ciñe a dos situaciones en evolución. Por un lado, los obreros que ahora viven en comunidad y que están perplejos ante la situación que ha desencadenado el gobierno de Allende. ¿Qué hacer si los dueños de las fábricas cierran para debilitar las consecuencias electorales? ¿Qué hacer ante el desabastecimiento? Las discusiones de los obreros son formidables. El poder económico y la clase dominante juegan con ellos una partida de ajedrez. Por eso, cada asamblea filmada es una revelación de lo que pasaba en 1973: no razonan solamente desde las premisas de la época y en consonancia con el ABC del marxismo; piensan desde la práctica y ante una situación inédita. Ya no están en donde siempre han estado. A la vez saben muy bien que son filmados por Ruiz y no se trata en ningún momento de hacer un documental. La inspiración, además, es literaria: Ciau Masino, de Cesare Pavese.
El contrapunto de las reuniones obreras son los intrincados y absurdos razonamientos de sus representantes intelectuales. La lucidez alcanza la risa cuando en las conversaciones se puede verificar el intento infértil de adecuarse a un conjunto de premisas políticas que contradicen lo que se desea. En la escisión entre lo que se piensa y se es, Ruiz despliega la comedia crítica que emerge en el interior del discurso utópico. Las discusiones entre los dirigentes de la Unidad Popular son gags silogísticos. Han aprendido la teoría, pueden repetir consignas, pero no pueden trastocar sus propios intereses y menos aún tomar la distancia necesaria para reírse de la ineficacia de la rigidez de la militancia. Lo verdaderamente revolucionario es introducir el humor como recurso necesario para toda toma del poder y su inversión. La seriedad de la película es que sea una comedia, incluso, como el propio Ruiz lo sugirió, acaso una comedia musical. Eso explica la disociada musicalización de Jorge Arriagada. Todo pide acordes nostálgicos, pero no: casi siempre música de feria, principalmente, y alguna que otra orquestación que sí puede evocar la nostalgia o el terror.
El realismo socialista resulta hoy un aerolito. La define cierta indeterminación que tendrá efectos indeseables. No faltarán lecturas insidiosas. No faltará quien lea en El realismo socialista un instrumento de impugnación al pensamiento utópico. Eso no está en la película. La mala fe, la imaginación debilitada o la confusión ideológica pueden siempre ver lo que no existe con tal de sacar provecho o de confirmar las propias certezas. La risa es siempre una incomodidad para los dogmáticos y para los resentidos. Si hay un buen antídoto contra las pasiones del resentimiento que hoy permean todo es la poca transitada comicidad utópica.
Si El realismo socialista restituye una época y una conciencia que ya no existen y que el cine repone como un buen arte de fantasmas, la última película de Hayao Miyazaki la complementa, como si se tratara de la plasmación de un fin del mundo. Murió la utopía de la justicia, murió también una forma de asociación creativa de nuestra especie con la naturaleza.
La última película del genio de la animación japonesa, Hayao Miyazaki se titula El chico y la garza. El relato comienza cuando ya han pasado tres años de la Segunda Guerra Mundial, momento en el que la madre del protagonista muere en un incendio en el hospital. El padre, sin ninguna explicación, elige rápidamente reemplazar a su esposa con la hermana. Y no tardará mucho para que quede embarazada. También abandona Tokio y se asientan en una casa cercana a un bosque. Descripto así, parece un drama edípico, y Miyazaki no se desentiende de esa subtrama, pero una torre misteriosa y una garza enigmática abren la trama en otra dirección.
Lo que parece ser en un primer momento el relato de un trauma de la niñez se transforma en una especie de inesperado e inadvertido apocalipsis, quizás enmendado en los últimos minutos por una huida hacia adelante utópica, una resolución vitalista y creativa de último momento, que no alcanza para contrarrestar el pesimismo de la razón. Miyazaki está convencido de que la hermosura del mundo ha sido ultrajada y que un modelo utilitario ha vencido sobre la naturaleza y la vida en general. Este veredicto no se dice, se muestra. En este sentido, la actual obsesión por el multiverso adquiere acá un matiz desesperado: los mundos posibles en los que entra y sale el protagonista, algunos horribles como aquel habitado por miles de loros gigantes, u otros alucinantes como el que habita un viejo sabio esperando encontrar a su sucesor para resguardar una piedra flotante de la que emanan poderes vitales creativos, son empleados para escenificar las fuerzas que operan en la imaginación y en la realidad.
¿Hace falta aclararlo? Los laberintos de la imaginación de Miyazaki son muchísimos más atractivos que los efectos especiales trabajados por programas de edición en los que suelen erigirse los multiversos recientes vistos en el cine. Nadie puede hacer lo que Miyazaki hace con sus manos: las nubes, el viento, el mar y el color verde nacidos de la relación de su imaginación con su pulso vierten una expresión dramática y una sensibilidad inactual para el régimen de nitidez y brillo de la animación contemporánea digital. Su propio arte es en sí una impugnación de la fealdad, la brutalidad y el nihilismo reinantes.
Es un milagro que Miyazaki todavía siga filmando. Es un milagro que a través de dibujos puestos en movimiento se pueda aún evocar la belleza del mundo circundante en extinción, porque esa vitalidad que es pura materia y forma siempre puede ser leída también como recurso económico y mercancía. Contra el razonamiento triunfante de los aniquiladores de todo, existen los planos del señor Miyazaki. La imaginación no se vende.
Las películas de Ruiz y Miyazaki representan las exequias del siglo XX. Duelen, asombran, quizás inspiran. Que existan no es poco, porque retienen la memoria de lo que pudo ser, y eso que pudo ser nunca está clausurado para siempre.
Roger Koza / Copyleft 2023
gracias, Roger. Hermosa nota.
Muchas gracias por dejar mensaje y por haberla leído. R
Magistral texto. Gracias Roger. Se estrenarán en Argentina?
Gracias querida C… Tal vez llega a un festival en noviembre. De no pasar por festivales, ya veremos.
Fascinante texto Roger, gracias