76º FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE LOCARNO: HITCHCOCK, EL DEPORTE MEXICANO Y EL FIN DEL MUNDO
-Rita, if you only had one day to live, what would you do with it?
-I don’t know, Phil, what are you dying of?
-No, I mean, the whole world is about to explode, what do you do?
-I just want to know where to put the camera
Bill Murray y Andie MacDowell en El día de la marmota *
1 de agosto. La llegada
Durante el día, Locarno es una ciudad llena de colores, bañada por el sol, repleta de gente linda y con una arquitectura que combina a la perfección con el verde de la naturaleza. Todo rememora a los paisajes demasiado prolijos de Suiza en los que Godard arroja al patético protagonista masculino de Sauve qui peut (la vie). En una de sus callecitas se encuentra el SUPSI, una institución educativa que durante el festival es el hogar de la Locarno Academy. De las tres academias, la Critics Academy es la que tendrá talleres y trabajos durante más días del festival. Tan es así que los críticos arribamos un día antes del comienzo de las actividades oficiales de Locarno y seremos los últimos en irnos. Este primer día estuvo dedicado a conocer la ciudad, ubicar los cines, acostumbrarse a los precios increíblemente altos y conocernos con los colegas entre cervezas de 10 francos suizos y espressos de 5 (por suerte el agua de la ciudad es potable y muy rica). Una vez que cae el sol la ciudad cambia. Durante la noche, Locarno parece un set de cine vacío, una maqueta digna de Truman Show.
2 de agosto. Hitchcock y deporte mexicano
La pesadilla de los cinéfilos hardcore: durante todas las mañanas del festival, Locarno Academy tiene un cronograma matinal bastante ocupado con charlas y reuniones para los participantes. El miércoles tuvimos nuestra primera reunión oficial, allí se habló de los objetivos del programa y de las misiones a cumplir; cada participante de la Critics Academy debería escribir tres piezas durante el festival: una reseña breve de un film del programa que será publicada en el diario impreso del festival, un perfil (o “trade review”, nueva palabra que aprendí acá) escrito a cuatro manos sobre un cineasta de alguna sección competitiva del festival para Variety (medio referente del “trade journalism”), y luego, como opcional, una nota de tema libre cuya idea debe ser vendida (no tenemos otra palabra para el concepto de “pitch”) a Mubi, Film Comment o Swissinfo. Como se ve, el trabajo dentro de la Critics Academy está enfocado en la inserción laboral de los jóvenes críticos. Luego de este pantallazo general, por fin comenzaron las películas.
Es sabido que Locarno tiene algunos de los mejores cines del circuito de festivales. Pero creo que pocas cosas van a ser tan impactantes como la apertura de la sección de Histoire(s) du cinéma que tuvo lugar en FEVI. El lugar es un gran complejo de eventos que durante el festival se convierte en una sala inmensa y alargada con capacidad para 2800 personas. En ese marco, una proyección de The Lodger de Alfred Hitchcock musicalizada en vivo por la “Orchestra della Svizzera italiana” solo puede ser catalogada como un acontecimiento. La película es uno de los últimos trabajos silentes de Hitchcock y anterior a su mudanza a los Estados Unidos. Muchos años después, Hitchcock le dijo a Truffaut que sus películas no eran un pedazo de realidad sino un pedazo de torta. Si pensamos su filmografía como una gran torta con muchas porciones y a cada una de ellas como una película distinta, podemos encontrar dentro de cada porción una misma selección de ingredientes. Un cineasta así, es lo que se dice un autor. Esta porción de 1929 llamada The Lodger posee todos los ingredientes que definen el sintagma de lo hitchcockiano.
La trama del film ocurre en un Londres aterrorizado por un asesino serial que cada martes le arrebata la vida a una mujer rubia en las calles de la ciudad. En medio de la paranoia, un hombre misterioso y trastornado alquila un cuarto a una casa de familia para luego despertar sospechas ominosas con sus extrañas salidas nocturnas. La secuencia de la llegada es una cápsula concentrada de hitchoquismo. Segundos antes de que cualquier persona llame a la puerta, el director nos muestra a la hija de la casa siendo cortejada por su pretendiente. Ambos están junto a una mesita donde se extiende una masa estirada. En un ida y vuelta de planos entre manos y rostros risueños, Hitchcock da a entender toda la profundidad de esa relación con un par de gestos simples: el hombre corta en forma de corazones dos pedacitos de masa y se los acerca, uno sobre el otro, a la muchacha; ella rechaza uno de ellos y lo devuelve; el hombre, obstinado, rompe su corazoncito y lo coloca partido en dos sobre el de ella. El Hitchcock enamorado está presente. Luego, alguien llama a la puerta, esta se abre en uno de los planos más expresionistas de la carrera de Hitchcock, y se corta al primer plano de un rostro que sólo deja ver unos ojos tan abiertos como temblorosos, una mirada enmarcada dentro del cuadro por una bufanda que llega a la nariz y un sombrero inclinado. El plano se sostiene lo suficiente como para transmitir todo el peligro que esa presencia va a significar dentro de la casa. El Hitchcock maestro del suspenso está detrás de todo. Apenas un par de planos después, el padre de la familia se cae aparatosamente de una silla mientras arregla un reloj que vemos, luego del desmoronamiento del hombre, en un primer plano donde un pajarito cucú sale a saludar al hombre derrotado. El Hitchcock capocómico no podía faltar.
Es bello reconocer, uno junto al otro, palmo a palmo, tantos registros de un artista. Pero lo interesante de esta película son las cosas que se corren de lo esperable, aquellos momentos de libertad que le dan a Hitchcock pasos de poesía y genio que lo separan del mundo terrenal del autorismo. Las grandiosa músicas de este “cine concierto”, tal como lo llamó Giona Nazzaro en la presentación, no opacaron el trabajo con el sonido que Hitchcock despliega en The Lodger. Sí, es una película silente, pero con un ejercicio inédito con la dimensión sonora. Luego de que las sospechas comienzan, la familia vive con temor cada salida nocturna del inquilino. En un pasaje, el hombre pone un pie fuera de la puerta de su cuarto mientras vemos a la mujer de la casa escuchar cada mínimo movimiento del hombre con temor. El hombre se detiene, trastornado, como si estuviera escuchando que lo escuchan irse. El tiempo se dilata en este momento dramático que va y viene entre los espacios distantes, como si en lugar de un desafío de miradas fuese un desafío de oídos. Este momento es cine: a pesar de la distancia física, los espacios se contraen en uno solo y el montaje hace posible percibir una lucha auditiva sin sonidos diegéticos provenientes de la pantalla. Ese momento y otro donde Hitchcock destroza toda noción de montaje clásico para entregarnos uno de los besos más bellos y alucinantes jamás exhibidos en pantalla, son los tesoros de The Lodger.
En esta película hay rubias, figuras autoritarias y eso que los angloparlantes llaman “queer coding”. Está todo. Por ejemplo, una mirada cristiana que abre la posibilidad de la redención en medio de este mundo pasional y pecaminoso. Este es el Hitchcock más fiel y luminoso. Al final, el cielo puede considerarse de fiesta ya que un pecador se arrepiente de haberse dejado guiar maliciosamente por los celos, mientras, por otro lado, se confirma la fe inquebrantable de una mujer que nunca se apartó de un mártir ni en su hora más oscura.
Uno sale extasiado de una experiencia como esta. Por tanto, ir a una fiesta de inauguración oficial decorada con sacos, corbatas y palabras de rigor, no suena como el mejor plan. Por suerte Locarno es grande. En este primer día, en la retrospectiva mexicana se proyectaron tres películas sobre deportes: Olimpiada en México, un documental de Alberto Isaac, una película de boxeo y una de toreros. Las dos últimas se proyectaron en 35mm y casi en continuado por la noche locarniana.
El gran campeón (1949) y ¡Torero! (1956) son dos películas dominadas por la gracia de la simpleza. La primera es dirigida por Chano Ureta, pero posee una dedicatoria firmada por la mano de Luis Villanueva «Kid Azteca», protagonista del film que se interpreta a sí mismo en esta historia de lucha hasta la cima del deporte. Lo de la firma es un gesto correcto, esta película es eminentemente él. Su rostro curtido, contorneado a golpes y experiencia, es uno de los más fotogénicos que recuerde. Su performance como actor, la manera en la que se mueve por el cuadro en las escenas dramáticas y la que entrega sus diálogos, deja bastante que desear. Pero en el fondo no importa, cuando él aparece los planos casi que se inclinan por el peso de su presencia. La simpleza espiritual que gobierna a toda la película hace agua cuando es necesario desarrollar una trama amorosa; un elemento necesario para hacer girar los rollos que se vuelve pegajosamente reiterativo y caprichoso al poco tiempo. Pero cuando esta misma simpleza está puesta al servicio de las escenas deportivas, la película brilla. La cámara se mueve poco, lo justo y necesario, ya que no hace falta más; verlo boxear y entrenar al Kid Azteca es una delicia. El gran campeón promete boxeo y entrega mucho boxeo, muchísimos minutos de guantes que vienen y van. Un caso similar sucede con ¡Torero!: quien se acerque a la película para ver hombres enfrentando a toros embravecidos va a recibir mucho de lo que busca. La simpleza de este “documental” es de otro orden: mientras El gran campeón es enteramente una ficción, acá estamos frente a un documental donde escenas reales de faenas se mezclan con algunas ficcionalizadas que enmarcan este retrato del legendario torero mexicano Luis Procuna. Bajo una estructura de “un día en la vida de”, el director Carlos Velo hace zigzaguear a su documental entre un antropologismo expositivo alrededor del deporte y el relato de una gran historia de vida. Velo logra algo notable: convertir en algo fascinante (y para nada ridículo) a los ritos y la solemnidad que rodea a esta disciplina. Retrata el núcleo de la fe que motiva a estos hombres a dedicar su vida a arriesgarla domingo a domingo frente a los toros. Uno no entiende porqué hacen lo que hacen, pero termina por creer en la verdad espiritual detrás de su arrojo. Es un documental muy convincente en ese sentido, pero también uno muy crítico: el lugar del público es problematizado durante todo el metraje, su cariño para con los toreros es retratado como una fidelidad condicionada por la victoria. Ellos sólo están en las buenas, nunca en los momentos dificiles. Aquí el torero es un hombre solitario, un adicto a la pasión y a la adrenalina obsesionado con darlo todo a cambió de probablemente la nada.
Al salir de esta función en medio de la gente que huye despavorida de la apertura de la Piazza Grande interrumpida por la lluvia, uno siente que está en una ciudad diferente que ayer. La ciudad maqueta emplazada en un paraíso suizo se convierte de un día para el otro en una convención de liosa de multitudes con acreditaciones animal printcolgando al cuello. Y lo del animal print no es chiste, está por todos lados: además de todo el merch y la parafernalia oficial, cada rincón de la ciudad se disfraza de leopardo. Hasta las farmacias cambian los ploteos de sus vidrieras y uno se puede encontrar un peluche de leopardito en venta dentro de una tintorería. Los compañeros describen esta estética como “tacky”, palabra que pudimos traducir más o menos a “grasa”.
3 de agosto. Radu Jude y el fin del mundo
Siempre hay algo del espíritu de las colonias de vacaciones en esta clase de talleres culturales que juntan a mucha gente desconocida en un mismo lugar. Para la mañana del jueves ya todas las academias de Locarno estábamos al pie del cañón. Lo cual significó una gran reunión interdisciplinaria en SUPSI para presentarnos cada uno públicamente. Luego de un breve momento vergonzante, volvimos a separarnos en grupos. En la Critics Academy se dió una charla con las críticas Jessica Kiang y Beatrice Loayza acerca de la supervivencia como freelancers en esta profesión. Por reglamento interno de la Locarno Academy, no pueden ser reproducidas públicamente las cosas que se hablan en estas charlas a menos que se tenga el consentimiento expreso de los oradores. Solo decir que es lindo descubrir que aún bastante adentro de este mundillo lleno de rosca y (otra nueva palabra que aprendí acá) “networking” todavía hay gente que sabe diferenciar a las conexiones genuinas entre personas del lobby. También señalar que si la cantidad de dinero que se gana por escribir en grandes sitios o “trades” es considerada una miseria para los europeos y yankees, pero representa un dineral para los latinos, sin saberlo estamos a un paso de ser la mano de obra barata de la crítica. Paguen más.
Este jueves empezaron las proyecciones de prensa de las competencias del festival, y lo hicieron a lo grande. Do Not Expect Too Much From the End of the World comienza con el plano de una cartulina que advierte que esta nueva obra de Radu Jude es una conversación directa con otra película: Angela merge mai departe (Lucian Bratu, 1981), film que narra la historia de Ángela, una taxista que trabaja en las calles de Bucarest mientras intenta rehacer su vida luego de un divorcio conflictivo. Lo nuevo del director de Uppercase Print y Corazones cicatrizados es algo que podríamos llamar una remake experimental cómica. Radu Jude alterna escenas de la película de Bratu con la historia de una nueva e igualmente explotada Ángela. Ilinca Manolache interpreta a una asistente de producción que pasa sus días manejando por Bucarest con la misión de realizar un casting particular: buscar personas que hayan tenido accidentes laborales severos para la realización de un video de concientización sobre “seguridad laboral”. La sátira es el kilómetro 0 de donde se desprenden todos los caminos de Do Not Expect…. Cansada, aburrida, enojada, harta, bajo cualquier condición, la nueva Ángela maneja por esta hostil y ridícula Bucarest que es revelada, cuadra tras cuadra, a través de los marcos de las ventanas de su auto. “Cada vez que bajo me siento una astronauta”, dice la Ángela de Jude. Frente a esta película que desnormaliza lo normalizado, uno se siente como un visitante foráneo en un mundo extraño, como en los ojos de los aliens con los que parece que muy pronto vamos a convivir.
Siguiendo con lo de arriba, las películas de Jude son como una torta hojaldrada, una cantidad indescifrable de capas que al ser mordidas se quiebran en un sinfín más de niveles. La capa de los objetos, por ejemplo: lo segundo que vemos en el film es un celular que despierta a Ángela para otra interminable jornada laboral, el mismo objeto que usa como herramienta de trabajo para filmar a las personas accidentadas y para realizar su arte; porque Ángela es una suerte de estrella de Tik Tok con el personaje provocativo y caricaturesco que interpreta enmascarada de pelado de barba candado gracias a un filtro de la app. Todo lo que Jude dice sobre las condiciones del trabajo en la actualidad con una cosa tan pequeña como esta es, en este film en particular, apenas una capa superficial.
Do Not Expect… es una conversación entre tradiciones cinematográficas. En el a veces vertiginoso ida y vuelta entre escenas de las dos películas, se aprecia que en el film de Bratu el cimiento y el kilómetro 0 es la creación de un personaje dueño de una característica corrida de la norma que es inserto dentro de un contexto donde esa norma es ley (una mujer taxista en medio de una sociedad machista y patriarcal). Este punto de partida alcanza para despertar todo un imaginario narrativo de una inevitable tensión política. Hoy en día, difícilmente sea posible lograr tanta fuerza y verosimilitud con la reutilización de esta estructura. Pero no por un problema temático: no es que el mundo sea ahora un lugar mejor que toda mujer puede disfrutar desprejuiciadamente; el problema es otro, es un problema formal: hoy hemos perdido sensibilidad frente a las imágenes y los sonidos. ¿En el mundo occidental contemporáneo, qué clase de sapo de otro pozo puede generar semejante ruptura con su contexto? Jude no rehace el pasado, sería una tontería, opta en su lugar por friccionar y contraponer a la escandalosa mujer taxista que se roba la mirada amarga de los tipos con una tocaya que naufraga indiferenciada en este mundo postcapitalista donde ya nada sorprende o se destaca. Ya no hay lugar para los working class hero. Cambalache se confundió de década: es hoy cuando todo convive manoseado en un mismo lodo, sin jerarquía o nombre preciso, como los tik toks por los que scrollea la protagonista. Do Not Expect Too Much From the End of the World es una película que registra el pulso de una realidad contemporánea a partir de los reflejos, luces y sombras que el propio cine puede arrojar sobre las imágenes registradas hoy en día. Jude aquí filma y mira la vida a través del cine; no hace más que crear una película cinéfila.
Es gracioso cómo los festivales generan una predisposición especial, una atmósfera de ideas que aparecen en el aire y que uno luego comienza a ver repetidas por doquier, como un modelo de auto en particular que empieza a aparecer por toda la ciudad a partir del minuto en que uno lo identifica y le presta atención. En Sauve qui peut (la vie), película que significó su regreso al panorama internacional luego de su época más underground y radicalizada, el confeso fanático del tenis Jean Luc Godard importa una herramienta de las transmisiones televisivas de eventos deportivos y la aplica al cine: el slowmotion. Con el mismo nivel de irrupción súbita en pantalla, Jude aplica esta técnica en escenas precisas de la película de Bratu. El motivo del uso de esta herramienta parece ser, al igual que en Godard, el simple deseo de querer ver con más detenimiento algunas cosas. Siempre hay algo más para ver. La cuidada composición de sus planos generales ya es toda una marca autoral en Radu Jude. El ojo puede recorrer libremente la pantalla y siempre encontrar cosas: dentro de los chistes más obvios, es posible encontrar carteles de publicidad insólitos y ridículos que sobresalen por los cielos en contextos aleatorios; mientras que dentro de lo indescifrable,se pueden ver muchas vías de tren abandonadas que aparecen con recurrencia en el paisaje y que rememoran a la tremenda The Exit of the Trains (Adrian Cioflânca, Radu Jude, 2020). Por falta de contexto cultural e histórico, siempre hay algo que se nos escapa. Obviamente se disfruta y conmueve de todas maneras, porque las capas que nos da Jude alcanzan (incluida una con un increíble cameo de Owe Boll). De hecho, a la salida de la proyección, Dora Leu, nuestra colega rumana de academia, nos explicó un detalle que se nos había pasado por alto a todos: en una escena, la Ángela de Jude le hace fuck you a un edificio mientras pasa con su auto por la fachada; ese lugar es la escuela de cine de Rumania. Radu Jude aplicó al ingreso varias veces, pero nunca lo aceptaron.
***
*-Rita, si sólo te quedara un día de vida, ¿qué harías?
-No lo sé, Phil, ¿de qué te estás muriendo?
-No, quiero decir, el mundo entero está a punto de explotar, ¿qué hacés?
-Sólo quiero saber dónde poner la cámara.
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Tomás Guarnaccia / Copyleft 2023
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