EL BAFICI DESPUÉS DEL BAFICI (02): TODO JUNTOS: DE CARAVANA CON EL NUEVO CINE CORDOBÉS
Por Nicolás Prividera
En sus “Nueve lecciones sobre marxismo” (impartidas en México en los setenta y recién ahora editadas, a veinte años de su muerte) el cordobés José Aricó hace un repaso de ese movimiento como si se tratara de una novela familiar: Marx es el padre que se rebela contra el abuelo Hegel, y al que sus propios hijos –de Lenin a Gramsci– enmendarán, desde el malentendido o la amorosa traición. Lo atrapante de la Historia es que es una saga en la que cada generación hace una lectura (anodina o sangrienta) de su herencia. De hecho Aricó está hablando también de los tremendos errores de las organizaciones revolucionarias argentinas, y lo hace sin necesidad de mencionarlas: son el contexto que literalmente lo sitúa en ese exilio y esa revisión. Tampoco necesita mencionar Aricó que además de argentino es cordobés: en su lectura parricida es patente la lejanía de todo centralismo. Y esa es la gran lección implícita en estas lecciones: se puede pensar la complejidad de lo político sin caer en dogmatismos, del mismo modo en que se puede pintar tu aldea sin ser provinciano.
He ahí una lección que el cine argentino en general no termina de aprender, aunque su mejor cineasta lo demuestre como nadie (incluso dentro del vasto universo del cine contemporáneo): el cine de Martel es profundamente político sin ser militante, y tenazmente arraigado a su mundo sin ser pueril, ni mucho menos cerrado o hermético. Se trata de un cine que no necesita entregarse al dominante “estilo internacional” (impuesto por fondos y festivales) ni mostrarle al resto del mundo (incluidos los porteños) de lo que es capaz. Lucrecia es salteña antes que argentina, y argentina antes que globalizada, pero ante todo es una gran cineasta. Es decir, alguien que nos enseña “el sentimiento de pertenecer a la humanidad debido a la presencia de un país suplementario llamado cine”, como decía Daney. Si todos los cineastas argentinos compartieran ese sentimiento, más allá de su mayor o menor talento, sin duda tendríamos un país mejor (y no solo el del cine).
Se dirá que, aunque su trilogía salteña transcurra en su provincia natal, Lucrecia tuvo que venirse a Buenos Aires, así como también lo hizo Santiago Loza, Celina Murga y otros cineastas del interior que no encontraron allí un espacio para formarse o desarrollarse. Pero no todas las provincias están en la misma situación: Santa Fe y Córdoba cuentan con una larga tradición cinéfila. Y si una fue una de las puntas de lanza de la renovación del cine argentino a inicios de los años sesenta, la otra parece ser una de sus esperanzas medio siglo después. El reciente libro cordobés Diorama se dedica a repasar esa experiencia, que hace un lustro empieza a hacerse generacionalmente visible (con la competencia de la opera prima de Rosendo Ruiz, De caravana, en el festival de Mar del Plata), pero que viene de por lo menos veinte años atrás, contemporáneamente al surgimiento del nuevo cine argentino, de la mano de cineastas como Liliana Paolinelli y sobre todo de una notable red de cineclubes y espacios de formación y discusión, en los que creció la generación que ahora brilla como tal.
Esa es la gran diferencia con aquel NCA surgido en los noventas, en el que –como sostiene Santiago Loza en su artículo para Diorama– “nadie se sentía parte ni hermanado”, salvo por un conjunto de críticos y festivales que trataban de hacerles entender las ventajas (simbólicas, más que políticas) de considerarse un colectivo. Pero el mismo Loza menciona al NCA como un “movimiento del que siempre traté de desligarme”, todo lo contrario de lo que sucede hoy con el joven cine cordobés. No porque hayan aprendido la lección mejor que sus hermanos mayores y se unan por simple conveniencia: para ellos no se trata de una comunidad imaginaria, sino bien tangible. Han crecido juntos, y eso se ve en la hechura misma de sus películas: no se trata solo de que sean un grupo de personas que reaparece de film en film constituyendo una suerte de ghetto (como suele suceder con las películas de la elite FUC), sino de una comuna cinéfila que intercambia roles y experiencias (véase por ejemplo el “diálogo” entre El último verano y Tres D, por ejemplo). Asistir al rodaje (y participar de) la segunda película de Rosendo Ruiz me permitió ver de cerca ese movimiento de ida y vuelta: no es solo que ese conocimiento grupal permita experiencias como esa, en la que fue posible filmar una película en pocos días gracias a ese funcionamiento aceitado, sino que habla de una misma concepción del cine como trabajo colectivo. Lo que permite también no solo un ida y vuelta entre teoría y práctica, como en la compartida revista Cinéfilo (surgida del cineclub del mismo nombre), sino entre críticos y realizadores: por un lado, porque los cineastas escriben o los críticos filman, hasta la indiferenciación, pero sobre todo porque los egos dejan lugar a la discusión pública de ideas. Así, entonces, la revista (o el libro) pueden incluir una crítica no muy favorable de un film y página seguida una entrevista del realizador con sus críticos, tal como sucedió con Mariano Luque y Salsipuedes.
Permítanme abrir un paréntesis y hablar en particular sobre Luque, no por recaer en el personalismo –aunque no puedo dejar de decir que me parece una de las grandes promesas, no ya del “nuevo cine cordobés” sino del cine argentino– antes bien porque su historia es casi una metáfora de la lucha entre lo viejo y lo nuevo: conocí a Luque fatigaba works in progress con su notable teaser, hasta que luego de perder a manos de gente como uno –aunque debo decir en mi defensa que solo gané una mención y no me fue mucho mejor– el ganador de uno de ellos le dio a Luque el consejo de mandar su trabajo a Cannes, donde finalmente fue seleccionado… Lo más notable del caso fue que acto seguido el Departamento de Cine y TV de la Universidad Nacional de Córdoba estuvo a punto de expulsar a su (salvo para ellos, evidentemente) brillante alumno porque el film era su tesis y no había sido autorizado por dicha casa de estudios (que también desaprovechó la ocasión para envanecerse con que era la primera vez que una universidad pública y estatal de Argentina era seleccionada en la Cinéfondation). Luque no se amilanó y entregó otra tesis –Sociales– donde no solo ironizaba sobre el tema, sino que demostraba haber aprendido la doble lección: despegarse tanto de los provincianos dinosaurios como del canto de las sirenas internacionalistas. Su vuelta al cortometraje fue también una forma de repensar sus siguientes movimientos sin someterse a las presiones externas… Esperemos entonces que logre sobreponerse al sayo que quieren ponerle –incluido este cronista– ahora que está viviendo en Buenos Aires, según me enteré al encontrármelo en uno de mis barrios, Caballito, a la salida de una función del Bafici: verlo allí me provocó cierta prevención, tal vez la misma que sentí al ver a los cordobeses pasar de fuck bombers a marca ya canonizada con sus cinco o seis películas en el festival: pero supongo que al volverse con las manos vacías de premios también habrán aprendido que es mejor no confiar en nadie más que en su propia prepotencia de trabajo. Si así lo hacen serán más que un nuevo cine cordobés, para ser directamente la avanzada del ya no tan nuevo cine argentino.
Nicolás Prividera / Copyleft 2014
Muy buena nota, Nicolás. Y la discusión que estamos teniendo, entre otros lugares en la revista, es justamente la de tus últimos párrafos.
Felicitaciones a Prividera por la nota y felicitaciones a los amigos cordobeses por el cine.
Y pensandolo bien, que se hayan ido sin premio del Bafici es un premio para ellos y una derrota para el Bafici.
Todavía no sé como no le dieron algo a «Atlántida» o al «El último verano» (no pude «Ciencias Naturales) pero bueno, los mejores premios serán estrenos comerciales con al menos 20.000 espectadores, un sueño casi imposible hoy.