EL TERCER TIEMPO

EL TERCER TIEMPO

por - Ensayos
14 Mar, 2015 04:08 | comentarios
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All That Jazz

por Roger Koza

Mi conocimiento del rugby es similar al que ostento sobre la teoría de los juegos y la historia política de Islandia; no sé prácticamente nada en ninguno de los tres casos. Punto de partida que vuelve una y otra vez, incansablemente, para demostrar lo que siempre está en falta: la inexpugnable ignorancia. Así es, siempre falta saber algo, siempre, incluso en el terreno que se ha elegido estudiar y dominar. En verdad, la ignorancia obliga a moverse; uno se reconoce involuntariamente cautivo de ésta, y el deseo de saber se pone en marcha. Como se verá, no se trata aquí de invocar la famosa ignorancia socrática, o más bien platónica, seductora táctica para vencer en el ring de la razón a los oponentes que dicen saber algo, pose epistémica con consecuencias abominables: se trata de una forma de posicionarse en la que se presume humildad; de un contrabando ideológico con el que se inocula una petición de principio, a saber: existe un saber preexistente, y el ignorante socrático deberá reconocer que sabe pero no recuerda; su lucha contra la ignorancia pasará por despertar lo ya sabido. Extraña mitología que misteriosamente cuenta todavía con adeptos convencidos.

Realmente no sé absolutamente nada de rugby; jamás asistí a un estadio para ver un match de ese deporte. Alguna vez seguí un mundial durante la década del ‘90, cuando Los Pumas, la escuadra nacional, parecía estar teniendo una gran actuación. Creo que la selección tuvo una segunda performance notable en un mundial reciente, pero ese torneo, para decirlo cinematográficamente, quedó en un total fuera de campo.

¿Por qué hablo de rugby si se me convoca para decir algo sobre cine? Antes de responder quisiera decir algo más de cómo se filmaba el rugby en 1999, un deporte que exige una poética sostenida en la panorámica, tratamiento de registro obligado por la dimensión de la cancha y el despliegue de los jugadores. Eso era lo que me gustaba al ver aquellos partidos. La panorámica se imponía, pues incluso en las corridas individuales de algún jugador en dirección a la línea para conseguir un try, el camarógrafo tenía que mostrar la distancia faltante por recorrer rumbo al objetivo. Supongo que hoy, como sucede en todo el registro de los deportes, se debe abusar de la cámara lenta. La nitidez hiperrealista del HD ha despertado una obsesión por contemplar el desplazamiento de los cuerpos, los movimientos musculares y el desprendimiento del sudor. Ningún deporte puede ahora prescindir del plano medio.

Pero la referencia al rugby viene por algo que sí llamó mi atención desde que supe de su existencia. Se trata de una práctica noble denominada el “tercer tiempo”. Tras un juego signado por los golpes y los choques, en el que el juego colectivo remite en cierta medida a una batalla, los jugadores de ambos equipos se encuentran, inmediatamente después del partido, para beber y comer algo. Se conjura el enfrentamiento y se propicia el encuentro. Así se invoca la camaradería de los jugadores, en una puesta en acto de un pacto heredado sin una genealogía discursiva que explique el fundamento de esa práctica.

Hay algo de todo esto que me remite a otro sentido del tercer tiempo, en un contexto muy distinto, pero que tiene en común con el del rugby la nobleza del amateurismo. Del 2001 al 2013 llevé adelante varios cineclubes en el Valle de Punilla. Una pantalla, un proyector, una consola, dos cajas de sonido y un auto. Viajaba de aquí para allá con el cine. Fue en esos primeros años en donde aprendí a programar. Entre 2004 y 2007 llegué a visitar semanalmente unas cinco localidades: La Cumbre, San Marcos Sierras, La Falda, Villa Giardino, Capilla del Monte. De ese modo, miles de personas a lo largo de cierto tiempo llegaron a ver La salvaje lejanía azul, de Werner Herzog, Soldado de papel, de Aleksei German Jr., W.R. Los misterios del organismo, de Dusan Makavejev y Bamako, de Abderrahmane Sissako, por citar cuatro películas cuyas traducciones llevaron dedicación y esmero.

En esos 13 años ininterrumpidos de cineclubista, en los que un público diverso, social y generacionalmente, llegó a poder ver (y disfrutar) películas de los Straub, Costa, Dreyer, Bresson, Svankmajer, Keaton, Ray, Kiarostami, Tsai Ming-liang, entre otros, nunca pude constituir un espacio de discusión después de las funciones. El famoso tercer tiempo deseado quedaba aplazado o  moría exangüe. Lo intentábamos, pero no funcionaba. Supongo que había razones idiosincrásicas y contextuales. La hora de las funciones, la falta de transporte público en pueblos pequeños, la inclemencia meteorológica, eran razones de peso. Pero había algo más. Estoy seguro de que existía un desinterés inconsciente por las actividades grupales que implicaran una discusión. Dialogar es una práctica ardua y exigente; requiere una exposición que no siempre parece compatible con el anonimato que conlleva visitar una sala de cine.

Hay que decirlo: la palabra diálogo está ligeramente devastada. Su empleo banal recurrente y conveniente pretende reducir su sentido a una conducta benévola de la interacción comunicacional, una aptitud imaginaria democrática que desconoce zonas de conflictos y enfrentamientos de intereses. Una presunta conversación pacífica sería el ideal: los actores en cuestión exponen sus ideas hasta alcanzar, tras una larga negociación, un acuerdo mutuo. A menudo se invoca para el éxito de esta empresa cívica practicar la tolerancia, una virtud conversacional indispensable; se nos dice que debemos escuchar al otro. La pregunta es por qué y para qué e incluso cómo. Pocas veces funcionaron los debates después de las funciones. Había una especie de mito que obligaba a intentarlo. En el surgimiento de los cineclubes en las décadas precedentes, la charla posterior a las películas exhibidas constituía el corazón del cineclubismo. El tercer tiempo deseado implicaba una construcción del conocimiento.

No es fácil disponerse al diálogo, pues quienes realmente estén interesados en hablar a fondo deberán saber que en el corazón del diálogo uno debe estar dispuesto a soltar su posición de verdad en tanto que la razón del otro puede literalmente tocar y trastocar el conjunto de creencias madres que se tiene para comprender toda experiencia. ¿Alguien ha visto que tras una conversación un cinéfilo cambie de parecer?

Confieso que ese ejercicio dialógico de naturaleza radical me parece casi imposible entre cinéfilos y asistentes a un cineclub. Pero he agregado el término “casi”. He sido testigo en varias ocasiones de cierta experiencia colectiva de interrogación conjunta en la que ese diálogo peculiar tiene lugar; precisamente, esa experiencia del tercer tiempo en el que todos están dispuestos al encuentro. En otras palabras: el descentramiento radical que puede producir una película y una discusión en torno a ella puede ser incómodo, pero es sin duda una de las grandes experiencias que le debo al cine. Mirar algo hasta que aquello que miro me mire de cierto modo que cambia mi mirada.

A mi papá no le gustaba el rugby pero, como a mí, le encantaba el cine. Solía llevarme a ver películas para niños y para grandes por igual, y siempre se las ingeniaba para hacerme pasar a ver películas no aptas para mi edad. Fue con él que empecé a entender que había un placer edificante a posteriori de cada función. Salíamos del cine, nos subíamos a su auto y empezábamos a hablar sobre la película. En mi propia biografía cinéfila, el sentido del tercer tiempo lo intuí a los 11 años.

En 1979, mi padre ya no soportaba vivir en Argentina. Era odontólogo y según él, en ese entonces, había dos países en los que podía ejercer su profesión. Probó primero en Brasil, luego en Estados Unidos. Fue entonces, a fines de la década del ’70, cuando lo acompañé por dos meses a esa ciudad que siempre detesté llamada Miami. Él hacía sus averiguaciones profesionales y, dado los tiempos de los trámites, se compensaba con una salida al cine.

En efecto, todas las noches íbamos al cine, a veces para ver dos películas seguidas. Casi siempre terminábamos en la trattoria de Nanni, un simpático italiano de la edad de mi padre al que le gustaba el cine tanto como a él. En el momento del postre se solía sentar con nosotros para hablar de las películas que habíamos visto en la noche. Como si fuera hoy, recuerdo que la mayor discusión que tuvimos fue en torno a All That Jazz, de Bob Fosse. Después de que mi padre defendía las conversaciones imaginarias del protagonista con su propia muerte personificada como una mujer hermosa y Nanni despotricaba contra ese recurso metafórico, me preguntaron qué había sido lo que más me había gustado del film de Fosse. Nada pude decir sobre la pertinencia o ridiculez de que Jessica Lange, que en aquel entonces se parecía a mi madre de joven, encarnara a la muerte como una femme fatale. Lo que más me había gustado era una escena en la que un enfermero le enseñaba al personaje de Roy Scheider una canción en el sótano del sanatorio en el que había sido operado. Aún puedo memorizar la melodía y acompañarme con mis palmas golpeándolas sobre mis rodillas.

Una semana más tarde, volvimos a la trattoria. Habíamos visto un film muy extraño, del que nunca más pude recuperar su título. Lo olvidé enteramente. Pedimos pizza y al momento del postre mi padre preguntó por Nanni. Era hora de hablar sobre la película. Pero Nanni había partido al contracampo estructural del mundo de los vivos. Sí, Nanni había muerto. Dudo mucho de que Lange lo haya esperado y llevado de la mano a la tierra de los fantasmas sempiternos. Pero intuí en ese momento que, para cualquier cineasta, filmar la muerte consistía en algo mucho más complejo que mostrar a alguien cerrando sus ojos. Aprendí entonces que la muerte es lo infilmable, aquello que se resiste al poder de visibilidad de una cámara, un tercer tiempo de otra naturaleza en el que todos, incluso el propio muerto, faltan a la cita.

Este texto fue comisionado y publicado por la revista Kane en el mes de enero 2015.

Roger Koza / Copyleft 2015