LOCARNO 2015 (04): EL ESTADO DE LAS COSAS
Por Roger Koza
Una subjetiva. Hacer ver lo que ve otro. A la distancia, molesto por el calor ubicuo de Locarno, lo que sucedía en Buenos Aires adquiría una dimensión inconmensurable. El sublime carácter (kantiano) de las inundaciones me producía angustia. Era demasiado. El cine no podía con ese fenómeno.
No necesité hacer ningún ejercicio de introspección para saber que no sentía culpa, que no correspondía procesar de ese modo lo que pasaba allá. Tampoco podía hacer absolutamente nada a tantos kilómetros de distancia, lo que no significaba que, de haber estado cerca, hubiera hecho algo. No siempre la buena conciencia es un móvil de la voluntad que lleva a la acción directa. Cuando el sufrimiento está al lado, la velocidad de respuesta es casi inmediata, de eso no tengo duda.
Seguía los acontecimientos de Buenos Aires y no podía dejar de pensar sobre las relaciones que tienen los festivales de cine con el presente, y cómo el presente se inmiscuye o no en las obras que son contemporáneas a los eventos que se organizan y determinan nuestro tiempo. Un festival propone en su programación algo que intenta enunciar qué es el cine y también, en cierta medida, cuál es la relación del cine respecto del mundo. El orden estético nunca es autónomo, mal que les pese a los diletantes y a los cínicos de turno. O a los sonámbulos.
Hubo un film olímpicamente ignorado por el jurado de premiación en Locarno. Se trataba de una gran apuesta del festival. Es aquí en donde se confirma la total transparencia de las decisiones de programación. Si había una película que le convenía al festival premiar, era justamente esa. Me refiero a Bella e perduta, de Pietro Marcello, único film italiano de la sección oficial, una propuesta que venía del núcleo fuerte del festival. El veredicto fue inapelable: el director de La boca del lobo se fue sin nada. ¿Un film perfecto? No, de ningún modo, y no faltó quien lo sentencie en una sola palabra, profiriendo un neologismo aniquilador, acaso inmerecido. Dijo, ofuscado: “¡Neoacademicismo!”. Por otra parte, sus defensores, que eran muchos, hablaban del sentido amor por los personajes y del riesgo que se desprendía de la propuesta. El amor era palpable; cada fotograma era una prueba. El riesgo, si existía, era ocasional, y en la medida en que se consideren los soliloquios de un búfalo como una aventura filosófica y cinematográfica.
Bella e perduta arranca con una subjetiva enrarecida por su textura visual. Es el nexo de una mirada desconocida con la nuestra. Pronto se descubre el sentido de su peculiaridad. Se trata de una subjetiva que carece de conciencia, una subjetiva vaciada de subjetividad –valga la redundancia–, siempre y cuando se entienda que la conciencia es un fenómeno evolutivo que tuvo lugar en una sola especie, lo que no implica ningún privilegio ontológico, sino una mera casualidad adaptativa. La subjetiva es de un cuadrúpedo, un hermoso búfalo.
El búfalo es conducido por un hombre mientras este baja de un camión que lo ha trasladado hasta ese nuevo lugar. La respiración del animal es ostensible, poderosa, determina la imagen. En su mirada se encuentra con otro búfalo recién nacido, sigue desplazándose por el establo y llega entonces el primer corte. Posteriormente, otra escena misteriosa. Un plano medio sobre un cuadro con seres enmascarados remite a una representación teatral característica del siglo VIII. ¿Quiénes son estos hombres que cubren sus rostros con máscaras? La cámara abandona el cuadro y los seres que estaban allí están ahora en el encuadre. ¿En dónde se encuentran? Todo indica que en una especie de limbo burocrático, un zona de pasaje entre el mundo de los vivos y los muertos. Quizás no. Una cantidad de hombres enmascarados llevan adelante tareas de organización que parecen insignificantes. Uno de los personajes, el más reconocible, es Pulcinella, personaje asociado a la commedia dell’ arte. Se llama así, parece él, pero el tiempo es el nuestro. En este ministerio sin nombre se pide un permiso enigmático: otorgarle al búfalo llamado Sarchiapone el don del habla. Más que concederle al animal un cambio de naturaleza, más que producir un paso de la fieritas a la humanitas, se propone aquí una yuxtaposición intermedia con un derecho político. El animal jamás hablará con los humanos, más bien se lo escuchará pensar. La palabra, además, será otorgada con un fin específico: contar su historia.
Hay un tercer personaje fundamental al que se lo convoca a este noble film: Tomasso Cestrone, un hombre que alguna vez decidió cuidar un palacio abandonado, sinónimo de un tiempo esplendoroso de Italia que es hoy una memoria enterrada. Tomasso ha cuidado con la ayuda de sus hijos ese edificio de una era terminada. El film incorpora a su relato esta huella de lo real. En efecto, Tomasso cuidó por algunos años el palacio Carditello, una edificación del siglo XVIII abandonada que, para Marcello, será un síntoma preciso de la decadencia italiana del presente. La presencia de Tomasso tiene un plus: a mitad de rodaje este buen hombre murió, lo que determina el destino y el sentido de la película y la envuelve involuntariamente en un clima de fantasmas. El plano final, en el que Tomasso mira a cámara sin que se oiga lo que él dice ni el sonido del bosque donde está, tiene un poder insólito y conmovedor, y resignifica enteramente la película. La bondad de ese hombre se impone, propone y se opone. ¿A quién y a qué?
Repasemos: está el búfalo pensante, Pulcinella, Tomasso, quien es el guardia del palacio pero que además cuidará al búfalo recién nacido y huérfano para que pueda crecer bien. La benevolencia del cuidador y la fe en su misión es un contrapunto de una desidia generalizada que se la identifica con el Estado italiano, el principal malhechor de Bella e perduta. Inesperadamente, pasado unos minutos del film, habrá otro elemento más con el que se cierra y se explicita un malestar. De repente, se introduce un conjunto de imágenes de una protesta pública. La gente se manifiesta indignada en las calles: hay muertos, algunos son niños, y los carteles piden justicia. En cierto momento, se escucha un lema tan misterioso como paradójico: “La camorra es honesta, el Estado roba”. Las manifestaciones remiten a unas protestas recientes vinculadas al destino de la basura en varias ciudades del sur de Italia. Aparentemente, la falta de recolección transformó los restos en inmundicia y esto tuvo efectos nocivos y tóxicos. Putrefacción de los suelos, contaminación de las aguas, las consecuencias fueron aciagas: el fin de varias vidas humanas. Y ocurrió entonces que la mafia se hizo cargo del problema, y por esa razón muchos de los damnificados sintieron que una organización delictiva los protegía, mientras que la organización destinada a velar por ellos los abandonaba.
Estos son todos los elementos simbólicos que se ponen en juego en Bella e perduta, a veces combinados de tal forma que la película funciona como una alegoría de la Caída, investida por una nostalgia de un mundo impoluto y alguna vez puro que ya ha desaparecido entre nosotros. Cuando la fuerza alegórica del film de Marcello reclama nuestro consentimiento y succiona la propia vitalidad de la película, es cuando se notan sus excesos y acaso su presunto “neoacademicismo”. Los planos se ordenan con el fin de ilustrar una idea. En esos pasajes, a la película le falta aire. La puesta en escena se colma, proliferan signos, se insiste en lo explícito. Un buen ejemplo es lo que sucede con el habla de Sarchiapone. Es un logro que las meditaciones hermosas del animal sobre su propia historia consigan eludir paradójicamente la inevitable antropomorfización que eso supone. Ni las subjetivas, ni la voz del animal fuerzan una lectura exageradamente humana de este. Se acepta el hechizo, el don, el búfalo con logos. En efecto, hay una licencia poética que se concede y funciona, quizás porque se sobreentiende lo imposible que resultará siempre el acceso a la experiencia animal, algo infilmable. Cuando Marcello se limita a registrar el goce de Sarchiapone revolcándose en los pastizales, o cuando solamente limita su atención al mero estar del animal, la voz que irrumpe no doblega la propia animalidad, que se define por su mudez. La antropomorfización, curiosamente, viene por otro lado, a propósito de un agregado, una forma más sutil de espiritualizar a la criatura, y en última instancia, una forma de antropomorfización más delicada que llega para romper el encantamiento: la música. Es por eso que la hermosa procesión de los búfalos metiéndose en el mar no llega a ser tan fascinante como podría haberlo sido, porque ahí Marcello no consigue abstenerse del gesto antropológico y musicaliza esa secuencia que tenía todo para volverse inolvidable. La música es demasiado humana, demasiado culta. Su evidente belleza armónica pesa demasiado. Es que estas melodías musicales asfixian la contundencia de las imágenes, saturan el universo animal de un exceso propio del mundo de los humanos y al pretérito orden perdido y bello al que el film alude se lo codifica en una tensión dialéctica perimida, entre la vida en las ciudades y la serenidad propia de los paisajes naturales.
Aun así, y a pesar de ese ademán esteticista excesivo que insiste en determinar unívocamente las imágenes de Bella e perduta, su discreta rabia sin dirección frente a la indolencia de los poderosos, la benevolencia en extinción de un hombre como Tomasso y la ambición poética de llevar adelante una meditación acerca de la vida animal desentonan con la trivialidad y ferocidad del cine contemporáneo.
¿Qué se puede esperar hoy de una película griega? Los antecedentes cinematográficos recientes indican crueldad y abstracción. ¿Hace falta dar títulos? Las presiones del tiempo presente en Grecia asignan al cine una potencial misión de dejar pruebas de un momento de la Historia. “Hablar del arte social es como hablar de geometría vegetariana o de artillería liberal o de repostería endecasílaba”, decía Borges. ¿Será así?
Chevalier, la tercera película de Athina Rachel Tsangari, empieza con un plano general de una costa en la que se divisa a unos hombres que vienen de bucear. El plano se sostiene por un rato y en su duración hay lugar para las preguntas. El plano final será similar, pero ya no será un plano de una costa sino de un puerto. La duración se hace sentir. También habrá lugar para hacerse preguntas. Quienes saben sostener un plano mucho tiempo son aquellos a los que les interesa filmar como si el plano se tratara de una pregunta.
De un lado al otro, de la costa al puerto, es el tiempo real de una película cuyo escenario es el océano y un barco pequeño que flota en él. ¿Qué ocurre ahí? Varios hombres regresan a sus casas tras practicar buceo. En la espera, o en el viaje, se propone un juego, que le sirve a Tsangari para poner en funcionamiento una exploración sistemática de la masculinidad.
En la genial Attenberg, Tsangari había trabajado sobre dos líneas argumentativas orientadas por una difusa filosofía materialista. Todo era inmanencia en aquella película. La vida y la muerte residían en un mismo plano. Por un lado, los animales servían de inspiración y modelos de conducta. La mímesis lúdica que practicaban las protagonistas conformaba una forma oblicua de hablar sobre la propia conducta de las dos jóvenes y de la iniciación sexual por parte de una de ellas. ¿Cómo nace el deseo femenino? Attenberg era una película misteriosamente fría que recién en el final, a propósito del verdadero dolor que suscitaba la muerte del padre de una de las jóvenes, encontraba un tono emocional inesperado. He aquí el otro tema de aquel film, la muerte del padre, y también la muerte en general como una disolución absoluta en lo inmanente inmaterial. Muerte y sexo. Es que se trataba de una película femenina sobre el deseo femenino, sumado a una indagación sobre la conducta sexual que se libera al fin por la conjura obligada de la figura del padre.
En Chevalier, debido a que se trata de una indagación sobre lo masculino, los hombres que viajan en el yate son prototipos bien definidos: están los machos, los afeminados, los poderosos, los sensibles, los tontos. El barco es un laboratorio flotante de conductas incitadas por un juego que se propone en un determinado momento. Este consiste en saber cuál, entre todos ellos, es el mejor de todos los hombres. No el mejor en algo en particular, sino en todo. Las pruebas del juego son por lo general ridículas y poco exigentes: limpiar vidrios, armar muebles, tener una erección, demostrar el comando en una conversación frente a una mujer (esposas o madre, en un caso) durante una llamada telefónica y algunas otras proezas de poca utilidad. No importa cuáles son las actividades para medir y comparar la efectividad, sino entender que todo el universo masculino se articula en torno a la competencia. Competir define el ser masculino en el mundo, y es este principio, oblicuamente, lo que puede remitir de manera directa a la crisis griega. La competencia permanente, el entrenamiento sin tregua, constituyen sin duda la matriz de la subjetividad capitalista propia de un imaginario de machos. Si hay un nexo entre el mundo griego de hoy y este film sucede en ese eje temático circunscripto a la competencia como forma de estar en el mundo.
En un primer momento, Chevalier puede parecer una película liviana, ocasionalmente humorística, un poco grosera, protegida por su propia abstracción (el laboratorio) y su superficie (una pequeña embarcación en altamar), pero como sucede con algunas películas, este film crece a medida que pasan los días. Es que Tsangari da indicios suficientes de que aquí ha crecido como cineasta. Sin duda es menos vistosa que Attenberg y menos ingeniosa en sus resoluciones formales. Esto no significa que el film carezca de una voluntad formal precisa: hay algunos encuadres muy trabajados, como aquel en el que se ven unos muebles en torre que acaban de finalizar de armar los combatientes del juego, un plano general que intensifica la ridiculez de la contienda. Es uno entre tantos ejemplos posibles.
Chevalier pasó desapercibida en Locarno. Injusticia involuntaria del momento, precio de la madurez de una cineasta que ha dejado la pirotecnia simbólica al servicio del cine y prefiere la contención y el recato para sintonizar con su época. Tsangari, por cierto, ni es geómetra, ni vegetariana.
Tikkun, de Avishai Sivan, no pasó desapercibida. Se llevó dos premios, generosidad desmedida del jurado, quizás como efecto de una apabullante insistencia. La hiperinflación simbólica y una estética hiperbólica acorde a las circunstancias estimulan.
La película de Sivan, nobleza obliga, empieza bien: un alumno de una yeshivá obsesivo lleva adelante sus estudios con dedicación absoluta. Su padre trabaja en un frigorífico kosher, y es evidente el orgullo que le despierta la entrega de su hijo mayor al estudio. Todo funciona más o menos bien hasta que el joven tiene un accidente absurdo y (casi) pierde la vida. Los paramédicos intentan revivirlo, pero es el padre que implementa entonces una técnica propia y lo trae de regreso a nuestro mundo.
De allí en adelante, el film progresa tanto en su comicidad como en su tragedia. El regreso de Haim-Aaron no será feliz, porque el joven constatará de inmediato que ha perdido todo su interés en la vida religiosa. Tikkun llevará entonces el desacople entre creencia y conducta hasta sus últimas consecuencias, de lo que se predican tanto sus grandes momentos cómicos y filosóficos como también sus falencias.
Ilustración teológica al paso: la palabra “tikkun” significa crecimiento o rectificación, pero también indica la posibilidad, tras la muerte biológica, de reencarnar; se trata, en efecto, de una vía teológica menos conocida del judaísmo.
Tikkun transcurre en el limbo, en la medida en que los judíos ortodoxos de Jerusalén viven en un limbo de creencias y costumbres antiquísimos. El ordenamiento religioso de la existencia y el aislamiento frente al mundo tienen aquí un costo. Sivan lo sugiere todo el tiempo y como puede, aunque la sutileza no es justamente una virtud de su poética. Como es de esperar de muchas películas israelíes, la violencia es una pedagogía infaltable: al personaje se lo irá sometiendo a un conjunto de situaciones cada vez más punitivas, a veces humorísticas, y ya en los últimos minutos Tikkun alcanzará el paroxismo de esa didáctica. Los simbolismos se imponen y la ilustración resulta obligatoria. El guión tiene que demostrar el problema. Llegan entonces varios accidentes y algunas incursiones nocturnas bastante penosas, que sirven para el lucimiento fotográfico de Shai Goldma y para poblar de símbolos el relato: a una vagina en primerísimo plano, tal vez ya sin vida, se la inspecciona como si ahí se resguardara una cifra metafísica. La niebla embellece eficazmente la escena y prepara una de esas tantas arbitrariedades crueles que los cineastas conceden para ser fieles a la escritura previa.
Se dirá que la fotografía es asombrosa, y que Sivan es un cineasta con estilo. El blanco y negro convence y hay alguna que otra escena que parece confirmar su talento: de las profundidades del inodoro, de un mundo desprovisto de luz, surge un cocodrilo mientras el padre está por defecar. De los excrementos, sustancia impensable para cualquier teología, proviene el reptil que se concibe como una amenaza llegada de un inframundo. El pasaje onírico es muy bueno, porque sugiere perfectamente la desorientación del padre frente a lo que le sucede a su hijo y su culpa implícita por haber intervenido frente a la voluntad de Dios en el momento en el que aquel había traspasado la barrera hacia otro mundo. Pero no faltará oportunidad para repetir el recurso y así desbordarlo hasta agotar todas las escenas. Compulsión a imponer significados a todas las cosas, duplicación de la ansiedad religiosa en el orden poético: nada puede permanecer en lo indeterminado.
Roger Koza / Copyleft 2015
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