EL LADO OSCURO DE LA FUERZA

EL LADO OSCURO DE LA FUERZA

por - Críticas
24 Dic, 2015 11:03 | comentarios
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Star Wars: El despertar de la fuerza

Por Nicolás Prividera

“Swift se había propuesto enjuiciar al género humano y dejó un libro de lectura infantil”, ironizó Borges en su prólogo a los Viajes de Gulliver. 250 años después, George Lucas intentó hacer ambas cosas a la vez, mixturando sus películas previas: la gélida distopía de THX 1138 y la nostalgia adolescente de American Graffiti: el resultado no fue asombroso. Su space opera no hizo retroceder a la ciencia-ficción a los años 40 (gracias a las películas también iniciales de otro talento sobrestimado, Ridley Scott), pero terminó de sepultar al cine clásico que venía a homenajear. La paradoja fue que su inesperado éxito salvó al Imperio de Hollywood y acabó con la resistencia que él mismo había encarnado cuando parecía más cerca del apocalíptico Coppola que del tiburón Spielberg.

(Un apunte generacional: vi todas las películas de la saga desde su estreno, pero nunca caí en ese encantamiento acrítico con la propia niñez. Tal vez porque la primera película llegó en 1977, y yo parecía el menos eufórico de la familia, que había ido –casi– completa al cine, como si fuera un acto de resistencia a la dictadura… Cuando volví a verla, varias décadas después, lo entendí todo -como si tuviera 7 años-: era una película para niños que no querían lidiar con el lado oscuro de la realidad, como el mismo Lucas no quería ver la derrota de la contracultura antiVietnam.)

El creador del blockbuster nunca se recuperó de esa victoria pírrica y, mientras el imperio contraatacaba y hasta Reagan se apropiaba de Star Wars, se dedicó a dirigir fracasos y a dejar su franquicia en mejores manos. Las precuelas fueron su último intento de pilotear su creación y devolverle su subtexto político, como para que Bush Jr. no pudiera reclamar su título. El fracaso artístico (o la venganza de los Sith en el pos 2001) hizo que finalmente diera un paso al costado, cual Luke ante el resurgir del lado oscuro. Y como ya le había vendido el alma al diablo, no le costó mucho venderle su estudio a Disney. Aquí es donde entra ese hijo pródigo llamado Jeffrey Jacob Abrams, que tenía diez años cuando esta historia comenzó, y que luego de remozar Star Trek por fin estaba maduro para el reto mayor: porque como buen Skywalker, no viene a matar al padre sino a salvarlo de sí mismo.

Estamos, como siempre, en tierra de los padres: Lucas hizo lo suyo con la herencia del cine clásico, y cuando se dio cuenta de que solo había compilado el primer ensamble posmoderno ya era demasiado tarde. Abrams no tiene ese problema: la posmodernidad es su territorio, como la isla de Lost. Todos sus films (incluido Super 8, evidente homenaje a Spielberg) han sido reversiones. Digo reversiones y no remakes, porque esa es su gracia, y lo que lo emparenta con el fundador de Industrial Light & Magic: Abrams recrea lo muerto con eficacia, como buen reanimator, pero no sabe ir más allá. O asume que toda rebelión es inútil (y tal vez por eso se le nota su cariño por el parricida Kylo Ren, el único personaje que parece querer hacer algo más que repetir una trama).

Pues la diferencia con Lucas es que este aun poseía su propia fórmula, y bajo el notorio influjo de Joseph Campbell y Akira Kurosawa, jugaba a recrear el western filtrado por las películas de samuráis: creía en las virtudes de la mezcla, así en el arte como en la política. Abrams, en cambio (como Tarantino) solo cree en la violencia del género, pero (a diferencia de Tarantino) solo para domarlo según el estilo que le toque en suerte vampirizar. Una suerte de body snatcher que hasta “mejora” al original quitándole hasta sus impurezas. Por eso el resultado no está muy lejos del fan fiction, y las únicas preguntas que nos deja (como ¿de quién es hija Rey?) dejan a cualquier no iniciado más frío que Disney. Mientras tanto, la única saga que no se detiene es la del dominio global de las pantallas por tanques autocelebratorios (The Force Awakens se estrenó en Argentina en la mitad de todas las salas disponibles).

La filosofía New Age ya no encuentra ningún contrapeso contracultural, y así la corrección política se transforma en pura corrección, sin política: héroes “de color” y femenino que llegan con décadas de atraso, tanto como una ilustración del Imperio con una estética nazi que ya era vintage hace 40 años, como si el Imperio no contraatacara siempre con nuevas formas (y los stormtroopers no reprimieran en nombre de la “República”…). Ya no podemos ser inocentes, y actuar con el mismo desgano que Harrison Ford (que solo vuelve para morir 23 millones de dólares más rico). Frente a esa evidente inautenticidad que no teme mostrar sus hilos, hay algo que el universo digital no puede ocultar y está en las grietas, empezando por las de los rostros de Carrie Fisher y Mark Hamill, en cuyos primeros planos se adivina la agonía y el éxtasis de volver al único papel de sus vidas. Es en ellos donde el fan encuentra el espejo resquebrajado de su propio rostro, momificado en el rictus de su propia juventud perdida. Bazin lo habría celebrado.

Nicolás Prividera / Copyleft 2015