CRÓNICAS MEJICANAS 3
FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE EN GUADALAJARA 09/03/08
Por Roger Alan Koza
Los festivales de cine educan, y quienes programan en un festival lo deberían saber. Algo extraño sucede en Guadalajara. Por un lado, la mayoría de las funciones destinadas al público no alcanzan el 30% de la capacidad de las salas, excepto si el film es mejicano y está en la competencia de ficción iberoamericana o mejicana. Por el otro, las funciones de prensa o industria están casi llenas. Pero lo inaudito es el comportamiento, la recepción positiva y hasta casi jocosa con la que se festejan películas que ni siquiera podrían estar en la sección más chapucera de este o de cualquier festival.
Este consentimiento por parte de una gran parte de la prensa (que no necesariamente son críticos, aunque escriban críticas de películas) es alarmante y temible. Que nadie diga nada, que no haya ni un solo pronunciamiento ante la mediocridad exasperante de películas que están en las dos competencias más relevantes del festiva, constituye un sabotaje al por qué se hacen festivales de cine.
En Guadalajara no se discute qué es el cine, sino cómo producir películas. Si hubiera un discurso sobre cine, la programación en primer lugar, seguido por la recepción crítica debería ser otra. Es así que hay aquí un círculo vicioso entre una curación demagógica y una crítica dócil. Y junto a él, hay un público que poco le importa pensar y ver otro cine, y que cuando lo hace se encuentra ante películas no muy diferentes de las que también se pueden ver en el mismo multiplex en el que se lleva a cabo el festival.
Poca cinefilia, mucho pero mucho pochoclo y una arrogancia dispersa pero eficiente que tiñe cada evento, proyección y discusión. En efecto, el festival es un verdadero acontecimiento mediático, quizás un éxito empresarial, pero las películas que lo conforman están lejos de educar, menos de exigir y cuestionar la hegemonía de un gusto hollywoodizado.
Así, el primer film día resultó ser un objeto inclasificable. Dan Fainaru me decía: «Ni siquiera hay contrastes: todo se ve igualmente horrible». Arresto domiciliario intenta ser una comedia costumbrista: un hombre adinerado es procesado por fraude y va a parar a la lujosa casa de su padre, muerto hace tres años, en el medio de una montaña no muy lejos del mar. Allí vive su madre con Alzheimer, la amante de su padre, una enfermera y su niña, un jardinero de múltiples tareas. Más tarde, se sumará una hermana menor del acusado, quien ejerce la prostitución porque le gusta coger. Quien lo defiende parece haberlo fregado, así que habrá de buscar otro abogado.
Ni televisiva, ni cinematográfica, lo que sea de Gabriel Retes, figura popular, que además produce, escribe e interpreta dos papeles (y que además estuvo durante la proyección en la sala), intenta ser una meditación irónica sobre el poder y la soledad, aunque también hay una solapada defensa a la familia y los libres placeres. Este disparate, ocasionalmente, puede tener algún gag efectivo, pero el desprecio por el registro, su incompetencia para mínimamente respetar una noción de encuadre, sumado a un conjunto de situaciones tragicómicas que bien podrían ser una obra teatral de un colegio adolescente, demuele la sección, la desprestigia y la socava. Al terminar fue aplaudida.
Ambiciosa y elegante, radical y conscientemente provocativa, La rabia, de Albertina Carri, probablemente su mejor película hasta la fecha, es una indagación sobre la violencia, allí en donde el orden simbólico se deteriora y da lugar a lo arcaico sin mediaciones. Es un film de una precisión narrativa admirable y de un cuidado excesivo por todos sus encuadres; su elaboración puntillosa de la banda de sonido redimensiona la superficie del plano.
Aunque el título pase por una taberna de campo que lleva el mismo nombre, La rabia postula un universo desprovisto de transcendencia alguna en donde la rabia ya no pasa por un acto injusto y feroz, que los hay, sino por una rabia ante una insatisfacción infinita por continuar la vida y sus ciclos, acaso un incompatibilidad entre consciencia y oxígeno. Vivir es pura pestilencia.
Ni siquiera el sexo consuela, en todo caso extrema el placer en el dolor, como lo sugiere la primera escena de sexo, en donde Pichón fornica con la mujer de su vecino, interpretada por Couceyro. Es una de las mejores escenas de sexo de los últimos años (junto con la de Nacido y criado, de Pablo Trapero, que produce el film de Carri), construida en cuatro planos, uno de ellos en picado, cuya eficacia pasa por su densidad filosófica más que por su sádico erotismo, de lo que se predica un lazo ontológico entre deseo y violencia.
En algún lugar de La Pampa, y aunque algunos objetos indiquen que estamos en nuestro tiempo podría ser otro siglo, un conjunto de familias rurales comparten territorio, tedio y tertulias telúricas. Al inicio se aclara que todos los animales vivieron y murieron de acuerdo a su propia naturaleza. En el film mueren comadrejas, liebres, perros, chanchos, hombres. Los animales mueren. La carneada de un chanco puede espantar a más de un vegetariano, pero hay una cierta belleza no desprovista de perversión, incluso honestidad, en ver la transformación de un animal en alimento.
El procedimiento puede remitir a la mulita de La libertad y a la cabra descuartizada de Los muertos, dos películas de Lisandro Alonso con las que Carri parece revisitar aquí desde otra perspectiva. El punto de contacto con Alonso pasa además por la irrupción de un tema musical cuya desavenencia entre imagen y sonido aporta un elemento de desestabilización y por ende de violencia, respecto del imaginario naturalista de La Pampa o la vida del campo. Como en los créditos de La libertad, Carri musicaliza una sola escena con unos acordes sucios ideales para ambientar un paisaje urbano. El resto es silencio o la música concreta del medio ambiente.
El otro rasgo en común con Alonso, y quizás una debilidad en esta película de Carri (y en las dos primeras de Alonso, un poco menos en Fantasma), es el grado de abstracción extremo en el que se sitúa, como si el relato estuviese más allá de la Historia y los personajes estuvieran en un presente continuo sin referencia (de allí que la ironía o giro canchero de que Couceyro lleve puesto una remera de la World Wildlife Fund con la inscripción «¿Salvemos a los panda!, mientras cuerean al chancho desentone por dos: una referencia histórica y política precisa, que el resto de la película se empecina en mitigar).
Primitiva y visceralmente freudiana, La rabia es también un estudio diferido sobre el fracaso de los padres como tal. Incapaces de separar la función paterna de sus placeres, infligen y psicotizan a sus hijos. En cierto punto, la niña del personaje de Couceyro espía cómo su madre copula con el vecino. La niña suele dibujar. Debido a que lo que ha visto es impensable, intraducible a su mundo simbólico, por definición traumático, la niña garabatea el episodio. En eso, Carri introduce una sofisticada animación que reproduce los dibujos de la niña y le da un cierre a las escenas en cuestión. Es un doble acierto, porque en las cuatro o cinco animaciones, que en un inicio posee cierta semejanza al segundo período de Renoir para concluir en motivos más cercanos a Klee, se puede constatar el esfuerzo de una psiquis por representar aquello que resiste a ser representado o que, si puede representarse, implica pena y angustia.
Uno de los personajes está interpretado por Dalma Maradona; sí, la hija del mismísimo Diego. Y la verdad es que promete. Sin decir una línea de diálogo, sus expresiones, sus movimientos corporales y la naturalidad con la que se mueve ante la cámara, dan la idea de que efectivamente hay allí una actriz. ¿Qué habrá dicho el Diez de la película? La rabia no es el segundo gol a los ingleses en términos cinematográficos, pero sí es una gran jugada que termina en golazo.
De la sordidez nihilista de La rabia a la serenidad naturalista de Cochochi, la distancia filosófica es inconmensurable pero no su rigor estético. Esta opera prima dirigida por Laura Amelia Guzman e Israel Cárdenas ha sido una sorpresa, al menos tras ver ya un par de películas mejicanas, todas ellas ensimismadas en problemáticas existenciales insignificantes, propia de una clase específica y pudiente. En efecto, Cochochi parece una película de Kiarostami, más precisamente el film ¿Dónde queda la casa de mi hijo? Aquí no hay que devolver un cuaderno sino encontrar un caballo. Se trata de una travesía, casi cósmica y por momentos cómica, de dos niños por el valle de Okochochi, quienes tienen que entregar unos medicamentos a unos abuelos. En el viaje, el caballo desaparece. Quizás se los robaron, quizás el nudo estaba mal hecho.
Es un periplo de conocimiento, y para quien mira el film es un viaje de descubrimiento. Así se revela, paulatinamente, una cultura indígena que convive con la tecnología básica de Occidente: medios de transporte y de comunicación. La radio es la web del pueblo. Hay música, instrumentos, hay otra idioma. Pero hay también una advertencia: «Quizás al caballo se lo robó un blanco»: «Los blancos quieren todo para ellos».
Formalmente consistente, Cochochi evita el turismo audiovisual y la curiosidad etnográfica. Es más bien el registro delicado de dos niños en un posible rito de pasaje. Singular, universal, diferente.
Si bien no era El sabor de la cereza, la película cioranesca de Kiarostami sobre la legitimidad del suicidio, Aurora boreal, otra película mejicana de competencia, también pretende problematizar el tema filosófico por antonomasia, el suicidio, al menos según Camus.
Al igual que Cloverfield, excepto por el último plano de la película, en el que se materializa literalmente el título, el resto del film está construido a través del registro de una cámara casera. Lo que se ve es el diario audiovisual de un adolescente de 14 años , también su testamento. Filma la realidad que lo circunda y la cuestiona: ¿Por qué no suicidarse?
Aurora boreal va elaborando una objeción ante el implacable silogismo de un púber lúcido e inconformista. Es el otro como otro, el que puede decir no lo hagas. Y es la única refutación ante la evidencia de la perceptible insensatez cósmica.
Quien sí tiene respuestas para todo es Eliseo Subiela, quien compite con No mires para abajo, en donde un joven traumatizado por la reciente muerte de su padre deviene en sonámbulo y en una de sus noches cae por una abertura de un techo en la cama de una sacerdotisa posmoderna del Tantra. A partir de allí, en este panfleto a un Eros del Este, Antonella Costa y Leandro Stivelman se la pasan hablando y cogiendo, pero todo en función de elevar el espíritu a través de la carne. Está bueno que en una película se proponga coger como un derecho legítimo de los sujetos. Pero aquí mientras se coge el susodicho viaja con su conciencia por todo el mundo, o recita el teorema de Pitágoras, o descubre en el culo de su personal training erótico la literatura de Dante.
Ridícula, por momentos graciosa y pésimamente interpretada, Subiela ya no es cineasta sino un predicador que puede filmar. Por eso cualquier metáfora tiene que materializarse, pues lo que importa es el mensaje. La más recurrente, en este caso, es la de un conjunto de finados sentados en la vereda del cementerio de la Chacarita mientras gesticulan con sus manos como diciendo «¿qué pasa? La gente aplaude. ¿Qué les pasa?
Sentado atrás mío estaba Brian De Palma, quien hoy presentaba Redacted. Es sabido que le gusta ver cine, y que cuando va a los festivales se dedica a ver películas. No aplaudió No mires abajo. Pero se quedó respetuosamente hasta el final de los créditos.
Después de tanto Kamasutra, el documental Los últimos héroes de la península, sobre cinco campeones mundiales de boxeo de Yucatán, fue como mínimo aire fresco. Me había invitado Ernesto Contreras, el director de la gran ganadora del año pasado, Párpados azules, quien produjo este simpático filme sobre grandes campeones del pugilismo. En esas vidas, en esos golpes, en ese combate infinito sobre la adversidad, hay mucho más sabiduría que en el Orientalismo difuso del predicador argentino.
*1)Fotograma de Cochochi; 2) Fotograma de La rabia; 3) fotograma de Aurora boreal.
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