BIELINSKY Y LA PÉRDIDA DEL AURA
Por Nicolás Prividera
(A diez años de la muerte de Fabián Bielinsky, publicamos este texto que forma parte del libro El país del cine. Para una historia política del Nuevo Cine Argentino, del que acaba de salir una segunda edición)
El arte de narrar está acabado. (…) Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias.
Walter Benjamin, El narrador
- Fabián Bielinsky era el hombre que “esperaba el momento”, como el taxidermista en El aura: Filmó su primera película a los 40 años, luego de dos décadas como ignoto asistente de dirección. Y recién después de ese inesperado éxito pudo realizar un guión que venía reescribiendo desde los ochenta. Entre esos dos largometrajes median cinco años. Es decir que hace rato podríamos haber tenido un tercer largometraje de Bielinsky, que ahora ni siquiera podemos imaginar. ¿Clausuraría ese díptico claroscuro con una síntesis que encerrara no meramente una trilogía, sino una apertura hacia otras zonas y posibilidades? Nunca lo sabremos, pero podemos asumir que su muerte temprana constituye una tragedia para el cine argentino: no sólo por esa cegada obra futura, que podía haber mediado entre clasicismo y modernidad (como él mismo mediaba entre generaciones) sino porque con su desaparición se volvió el fantasma que su existencia exorcizaba: el del padre ausente.
- Como siempre, la muerte cierra ineluctablemente la obra, y le da un contorno permanente a lo que era un work in progress. Nos quedan dos films aparentemente muy distintos, pero que pueden ser leídos como anverso y reverso de una misma moneda: la tradición contradictoria del cine argentino. Del vaciado costumbrismo y el reflejo oblicuo de la realidad en Nueve reinas, al juego de distanciamientos y la explicita reflexión sobre lo real en El aura. El cine de Bielinsky es una exploración de la autoconciencia (del cine en general, y del cine argentino en particular), que encuentra en la ignorancia de su propia finitud su destino trágico. Dos películas, o tres, contando su corto sobre un famoso corto de Borges, que se vuelve así una cifra de esa apertura truncada: si el protagonista de El aura despierta donde termina el de Nueve Reinas (en un banco lleno de papeles inservibles), La espera puede ser leído como apertura a esa circularidad que iguala a los vivos y los muertos en la misma historia (y a eso lo llamamos tradición, finalmente).
- Empecemos por el final: los ojos del perro en El aura, que son lo único que ha cambiado desde la primera escena. Los ojos aparecen al fin de las secuencias, pero si en la primera eran lo último que montaba el taxidermista, al final son los que nos devuelven la mirada. Ojos de distinto color: una vez más, el doble. Esa figura recorre todo el film como un repetido juego de espejos, y lo encontramos también en la dupla de Nueve Reinas y en los borgeanos enemigos de La espera (recordemos que en Borges el otro es siempre el mismo). Pero no se trata sólo de lo ambiguo de toda humanidad, sino de la dialéctica de toda identidad: para ser hay que oponerse. Es lo que le enseña Darín a Pauls (o viceversa, vuelta a ver desde el final) en Nueve reinas. Y es a lo que se resiste el taxidermista, salvo en sus fantasías: sólo quiere observar. Es, literalmente, un espectador.
- Como en el cine, el taxidermista es un espectador que juega a ser actor. Es también un representante del director y su “fantasía de control”[1]. Pero sólo puede ser un demiurgo ciego –su pecado es la hybris–, que llena mal los blancos del relato. Ese tránsito del clasicismo al modernismo, representado en la larga obra de Hitchcock (que abre el juego a la autonciencia modernista, como se puede ver en la tensión entre La ventana indiscreta y Blow-up, con sus cazadores cazados), Bielinsky lo resume en sus películas: Nueve reinas en un relato hitchcockiano, con sus corridas, engaños y finales engañosamente felices. El aura es puro enrarecimiento modernista: como en Blow up, el que el que sabe ver ya no puede ordenar las piezas, no sabe traducir la mirada en acción (ese quiebre es típico de la conciencia moderna, desde Hamlet). Y su maldición es saberlo, no poder olvidarlo.
- Como en el Funes de Borges, la memoria es una maldición. Es el peso del pasado, el “aura” de la tradición. El clasicismo impone su orden (como la música de Vivaldi en el encierro del taxidermista), aunque ya no pueda sostener ninguna certeza: se limita a actuar como padre terrible (el estafador estafado en Nueve reinas, el Maestro y Dietrich en El aura). Podría decirse que ambos films son relatos sobre como vengarse del padre, y (¡ay!) no morir en el intento. Pero la ironía del destino (desde Edipo) siempre es repetir la historia cuando se cree negarla. Y la(s) historia(s) de Bielinsky tiene(n) un origen preciso. “La violencia de El aura proviene, estilística y moralmente, de los setenta. Es decir, del cine de los setenta. Y más específicamente, del cine americano de los setenta” dice Porta Fouz[2], y esa significativa denegación puede leerse en sentido contrario: las raíces no están en el cine, ni siquiera en el cine argentino (en La parte del León de Aristarain, claro antecedente), sino antes que nada en la violencia de los setenta (de la que ese cine era sublimación). Cuando sobrevino la dictadura, Bielinsky entraba de lleno en la adolescencia: demasiado joven para morir, demasiado conciente para no poder olvidar, pertenece a la generación intermedia (a los “hermanos mayores” del NCA, que casi cumplieron un rol de padres[3]). La que aún no era adulta cuando sobrevino el horror, pero tampoco era tan menor como para que sólo apareciera en sus pesadillas (y es esa memoria oscura la que parece latir en los personajes de Darín, no en vano de la misma generación).
- ¿“El aura” es causa o efecto? (nos referimos al padecimiento del personaje, aunque podríamos hablar también de la película misma): no hay nada dejado al azar[5] (y en eso se parece al cine “cerebral” de Martel, esa otra rara avis del NCA), pero a la vez va –como La ciénaga– contra el mandato del personaje que debe actuar y cambiar. Los personajes de Bielinsky terminan atrapados donde empiezan, sin posibilidad de modificación: sólo los espectadores logran salir de esa circularidad. El perro reencontrado en el final de El Aura es entonces como la flor que el viajero del tiempo trajo del futuro: una prueba de su viaje. Pero no es para él, sino para nosotros: para cuando el viajero se haya perdido. Lo que (nos) queda es apenas la huella de una experiencia, cuyo sentido es difícil reponer (“we had the experience, but lost the meaning”, escribió Eliot y citó Piglia en Respiración artificial, a fines de los setenta). El cine de Bielinsky cuenta esa experiencia, y a la vez –más profunda y misteriosamente– la representa.
[1] En varias entrevistas Bielinsky menciona la “fantasía de control” del protagonista. Ver por ejemplo “Este viaje es a una zona de la mente”, entrevista de Julián Gorodischer, Página12, 15 de septiembre de 2005.
[2] Javier Porta Fouz, Estudio crítico sobre ‘El aura’, colección NCA, editorial Picnic, 2010.
[3] Ver “Padres”, en “La novela familiar del cine argentino”, en la segunda sección de este libro.
[4] Bielinsky asume que en su película “no hay redención, no hay sacrificio, ni siquiera hay crecimiento” (entrevista en El Amante, Nro 160, septiembre de 2005).
[5] Además de los múltiples juegos de dobles (por sólo nombrar un par de dobles: Sontag y Dietrich, dos nombres alemanes para los personajes violentos con las mujeres), también es importante la clásica división tripartita: hay tres ataques, tres robos, etc.
Nicolás Prividera / Editorial Los Ríos / Copyright 2016
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