PINAMAR
Por Marcela Gamberini
Las playas en invierno, fuera de la temporada estival, son espacios vacíos, habitados por las figuras espectrales que han poblado masivamente cada uno de esos lugares en verano. El frío, la neblina, el mar grisáceso, la arena seca, los edificios de paredes blanquecinas con las ventanas cerradas suelen ser el marco que muchos realizados eligen para empezar a contar sus historias o terminarlas – como la inolvidable y mágica secuencia de Los cuatrocientos golpes de Truffaut-. La playa vacía es pura carencia, espacio despoblado, como las almas un poco agujereadas que a medida que trascurre el relato se van llenado de afectos, experiencias y comprensiones mutuas.
El espacio es el punto de partida de Pinamar, la segunda película de Federico Godfrid, después de haber codirigido en 2008 la reveladora La tigra Chaco, donde un joven regresaba al lugar que da título a la película en búsqueda de su padre. En Pinamar el viaje está nuevamente presente, pero en este caso dos hermanos se trasladan a la ciudad costera para arrojar las cenizas de su madre en el mar y a la vez planear la venta del departamento que ella habitaba. El espacio interno, el de la casa, es un problema para los hermanos, no saben qué hacer con él; el espacio externo, el de la ciudad de Pinamar, les es ajeno en el presente y a la vez cercano en sus recuerdos. Los lugares importan y mucho para Godfrid: el suyo es un cine del espacio, del espacio que es a su vez memoria tanto individual como generacional; ese espacio que es cerrado como el departamento de la madre o abierto como la playa; ese espacio que guarda recuerdos y golpea al presente de forma violenta.
Y como el espacio también es tiempo, el tiempo es vital en Pinamar; se supone que los hermanos viajan por un día y se quedan un poco más, ya que no pueden decidir qué hacer con el recuerdo de la madre disperso en los pliegues del departamento.
Pinamar, Federico Godfrid, Argentina, 2016
El generoso tiempo, la lentitud con que filma Godfrid es también decisiva; su cámara, su mirada amorosa, se acerca a los personajes acompañándolos, creando un clima de deferencia y comprensión. También el tiempo es importante a la hora de dosificar la información con la que el director va sembrando el relato; nos enteramos de todo lo necesario y de nada más, lentamente; así como sucede con los hermanos se van reconociendo el uno al otro en esta experiencia dolorosa e inevitable, en ese vacío de playa y de afecto.
Ambas películas, viajeras y viajantes, suponen un camino hacia algún lugar simbólico y a la vez real: el padre una vez, las cenizas de la madre después; la selva de Chaco primero, la playa de Pinamar en esta oportunidad; y en el medio de esas pérdidas algún enamoramiento sucede. El amor es un puro presente, donde no cuenta ni el pasado ni el futuro. El cine de Godfrid es un cine de miradas y de gestos amables situado en espacios un poco hostiles. La experiencia del cuerpo también define una forma de estar. Se trata de cuerpos que transitan experiencias vitales y búsquedas esenciales; cuerpos que pasan de la melancolía y el dolor a la alegría y la sonrisa, de la pelea al abrazo.
Pinamar sobresale por su sensibilidad y su precisión, por su melancolía y su parecido con una buena comedia romántica. Todo es medido y laborioso: cada plano, encuadre, gesto responde a una dirección, pero al mismo tiempo el film goza de una libertad poco frecuente
Marcela Gamberini / Coypleft 2017
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