BAFICI 2018 (02): LA HISTORIA Y LA FLOR
Cumplo treinta años de rondar los rodajes, o escaparles. Voy a hablar del primero y del último, aunque en el medio no hay casi nada. Acaso porque es imposible asistir al rodaje de un documental, que es lo que terminé haciendo sin renegar de la ficción. Sea porque los documentales que rondé siempre asumieron su inevitable puesta en escena, o porque en el detrás de escena de la ficción encontré esas zonas de pasaje que aun me reconcilian con el cine.
La primera vez que pisé un set fue una transfiguración: el cine había venido a mi colegio buscando un escenario natural y sus figurantes. Y nosotros, que aceptamos el convite y rogamos a nuestros padres, tutores o encargados que nos autorizaran, creímos que íbamos a descubrir el otro lado del espejo, para encontrar apenas nuestro pálido reflejo: la repetición de ritual más odiado de la cotidianidad, la vencida entonación del himno al inicio de cada día de clases. Eso era precisamente lo que buscaba el director, y la escena iba a ser además inicial para la misma película, pero recién nos enteramos cuando finalmente la vimos en el cine, mucho después.
Más allá de buscarse inútilmente en la pantalla (acción en la que se fue la primera pasada), las siguientes me ayudaron a redescubrir lo que había llamado mi atención cesee aquel día: el modo en que la cámara había sido montada sobre un tablón en un espacio inexistente, entre la ventana superior que daba al patio y una columna paralela, para hacer un lento travelling con un paneo que recorría nuestros cuerpos, cada vez más desencantados. Eso (sin esos nombres técnicos que aprendí después, ni acaso el entendimiento de nuestro lugar en la historia) era lo que reencontraba ahora en el cine: la mirada que nos recorría, retratando esa abulia anónima desde un punto de vista omnisciente, había sido el repetido y misterioso contracampo de toda esa jornada.
Tardé en identificar ese punto de vista con el del director, porque hasta me había costado identificarlo a él. En mi imaginación popular, esa figura debía dar órdenes a todo el mundo a través de un megáfono, pero nada de eso sucedió aquel día. Apenas había un hombre manso y tranquilo que susurraba alguna que otra cosa al oído de los actores, y alguien más que llevaba su palabra a los rincones más alejados del set (del patio), incluida la cámara que giraba una y otra vez sobre nuestras cabezas.
En verdad, no fueron más de tres tomas, todas distintas. Lo que fue un escándalo para ese otro lugar común que había aprendido: las tomas debían repetirse con exactitud hasta que saliera la ideal, y la mejor era la que coincidía con lo previsto en el guión o detrás del megáfono. Pero lo que entonces me sorprendió fue lo único que salvó la jornada de la pura repetición (eso, y el misterio de ese contraplano secreto que solo iba a descubrir en el cine para no volver a verlo luego por décadas). Las tomas eran distintas porque llovía, o no llovía, o los actores sostenían sus paraguas aunque ya no llovía. En una pasó el tren a nuestras espaldas, y esa fue la que quedó: justamente la que pensé había salido mal, con el sonido tapando nuestras gastadas voces. El tren pasa preciso en el medio de la toma y al fondo del plano, como si el plano hubiera sido preparado para esa interrupción.
La experiencia fue decepcionante como extras, ya que no pudimos distinguir nuestros rostros en el cine. Pero ese día entendí que si los rodajes podían ser tremendamente aburridos era excitante ver una y otra vez la misma secuencia y descubrirle algo nuevo: aquello que la hacía única e irrepetible, más allá del esmerado movimiento de ese ojo divino. Encontrar aquí y allá el azar que domina temblorosamente en los límites de cada plano.
Una década más tarde salí de la Enerc casi con la certeza contraria: al pasar del otro lado del espejo (en una de las peores época de un cine argentino triste, envejecido y expulsivo) sentí que había desarmado el mejor juguete del mundo (Orson Welles dixit) solo para encontrar un tren de sombras. En todas partes reinaban los megáfonos, y hasta los rodajes de los cortos curriculares parecían atravesados por una palidez mortuoria: se ganaba por resistencia, para bien o mal, y yo no tenía ganas de dar esa batalla. Cuando me reencontré con el cine, diez años después, lo hice por otros motivos (una causa judicial que se evaporaba sin registro) y por otros medios (el documental, que aprendí de modo autodidacta). Fui realizador (sin megáfono) y protagonista (sin voz en off), y entendí por fin que no detestaba el mundillo del cine sino lo que el mundo había hecho con el cine, y que el documental parecía venir a redimir (una vez más).
Ahora incluso puedo volver a jugar a asistir a un rodaje, a intentar redescubrir el aroma de aquella iniciación bajo la lluvia intermitente. Pero, como aquel, necesito uno sin megáfonos, ni demasiadas luces, ni gente corriendo de un lado para otro sin ton ni son. Todo (hasta la lluvia) se repitió treinta años después, pero esta vez nada parecía presagiar ninguna vocación realista. Estábamos a un par de cuadras de la cancha de Boca, pero en las habitaciones de la casa iban desfilando los países del este de Europa.
En uno de los planos, una mujer toma un té en algún lugar de la URSS mientras lee un libro de John Le Carré. Tras ella hay unas frutas en una mesa, y alguien pregunta si hay mandarinas en Rusia. Me sorprende esa preocupación por el verosímil, en una película que desata los poderes de la imaginación (y recuerdo una reconversión parecida de Alberto Laiseca en su taller). La taza de té, que entra una y otra vez en cuadro al final del plano porque es necesario repetir la toma por un mal movimiento, deja de humear, y el director pide más agua caliente. Por un momento pienso que esta obsesión por los detalles es digna de Von Stroheim más que de un amante de Renoir, pero luego entiendo que no es la realidad la homenajeada sino la ficción, o la pura belleza de un plano logrado (el humo en esta toma, un fósforo iluminando una cara en otro, la perfecta sincronización entre movimiento de cámara y actores en otro).
La luz se va yendo, pero el director no está urgido y deja que las cosas vayan saliendo, intenta alguna que otra variación, se deja llevar por una inspiración o sugerencia, acaso para insuflar más vida a su guión de hierro. Todo lo ayuda: los no actores que no discuten motivaciones, la locación espaciosa pero cálida, los asistentes jóvenes y despreocupados. Ël mismo sabe perfectamente cuando abandonar la toma y pasar a otro plano. No se obsesiona con tener todo bajo control: sabe perfectamente qué puede dejar al azar y que no. Pero no deja de buscar la mejor forma de ilustrar una idea previa, casi platónica. Yo, por supuesto, desisto, como aquel día en el patio ante la sexta repetición del himno, y cuando la bandeja con la taza entra nuevamente mal y hay que cortar, casi sugiero que hagan el movimiento al revés para que sea más fácil filmarla al salir, y luego simplemente invertir la toma en la edición. Solución a la italiana que el director acaso habría aprobado, sino fuera por el bendito humo del té, que de ese modo volvería a la taza en vez de salir de ella.
Mientras me voy yendo me digo que acaso no soporto la hibridez, que quiero que la ficción lo sea completamente (incluido el humo) y el documental también. Que por eso (a pesar de asumir la necesidad de la puesta en escena) nunca espero acomodar la realidad a mis deseos ni mis deseos a la realidad: en el documental -en el mejor documental, al menos- nunca hay repetición, aun cuando uno busque una y otra vez un plano parecido, ni tampoco una entrega completa al azar. Pero si el té está caliente o frío, lo que hay que cambiar es la toma, no el té. Por eso el documental no puede tener testigos: todos (hasta los que no entran en el plano) son participantes. Como pensé en medio del mismo rodaje, ante el atisbo de una pelea menor: “mientras uno filma, todo es parte de la película”.
Nicolás Prividera / Copyright 2018
Es cierto que el papel es ínfimo, Roger, pero no por eso menos memorable. Asumo que todos los lectores de este blog acudirán al cine a ver al mas agudo de sus escribientes, que está espléndido en su papel de «Espía caído en desgracia»: desconfiado, arma en mano, asustado pero firme, melancólico como sólo puede serlo un espía ruso que, desde algún lejano rincón del mundo, añora el frío de Moscú.
Gracias por la semblanza, Profe.
Saludos.
Gracias a usted, sin seudonimos. Creo que la descripción es más larga que mi brevisima aparición. Imagino que el guión debe tener 2000 páginas y ser digno de las sagas novelescas del siglo XIX…