BAFICI 2018 (08): MEMORIAS DE OTOÑO

BAFICI 2018 (08): MEMORIAS DE OTOÑO

por - Festivales
24 Abr, 2018 05:58 | comentarios
Así elegí recordar los 20 años del BAFICI.

En la gentil invitación para participar de este libro aniversario me solicitan recuerdos personales. Tal requerimiento editorial requiere de la primera persona en la enunciación, lo que remite a toda una estética literaria que predomina entre nosotros desde la década de 1990 y que persiste como si ahí se cifrara la cuestión de una escritora personal. El yo no es necesariamente un signo de una expresión literaria singular, pero la confusión es inevitable. Aceptaré a regañadientes ese estilo que suele ser un refuerzo innecesario de la posición en, y posesión de, la palabra, estilo que está asociado a la cultura cinéfila. La subjetiva nunca es de nadie.

El resplandor del Bafici se sintió como nunca en su tercera edición; se confirmaba la intuición difusa de los fundadores y la sintonía directa del festival con el presente: todos nosotros éramos contemporáneos del último período glorioso de la cinefilia mundial; algo estaba pasando y el Bafici operaba como una institución-sismógrafo. En efecto, se daba inicio a la era de la digitalización del cine, y en ese instante de transición dos cineastas comandaban ese devenir. Fue el tiempo privilegiado de Pedro Costa y Jia Zhang-ke, cineastas que terciaban el pasaje del estadio analógico al estadio digital del cine sin desconocer la gran tradición cinematográfica que los ligaba a un pasado casi mítico pero aún no muy lejano. El Bafici los daba a conocer y a su vez reorganizaba la constelación de la cinefilia en el nuevo siglo.

En esos años fuimos testigos de las “mutaciones del cine”, porque el Bafici era en aquel entonces una capital central en la que se reunían los principales agentes de ese cambio esplendoroso. Nos visitaban Béla Tarr, Tsai Ming-liang, Raúl Ruiz, Jim Jarmusch; Jonathan Rosenbaum, Simon Field, Hans Hurch, Mark Peranson, Bob Koehler, Kent Jones, Adrian Martin, Nicole Brenez llegaban a Buenos Aires con la certeza de que pisaban un sitio privilegiado en el que se estaba escribiendo la historia del cine en tiempo presente. La publicación de la segunda vuelta de Movie Mutations, el esmerado e intempestivo intercambio en forma de correspondencia entre críticos de distintas nacionalidades que se publicó en Traffic en 1997, ahora ya no tenía a una revista parisina como organizador simbólico, sino un festival de cine periférico que transcurría en el extremo sur. Era indesmentible que el cine atravesaba a principios de siglo una transformación y una efervescencia que bien puede compararse a las mutaciones de la década de 1960, y en el Bafici todo esto se percibía de inmediato.

Yo soy hijo o aprendiz de ese tiempo; en ese festival me formé como crítico y también como programador. Podría decir que soy de la primera camada, la que pasó la academia libre del cine que funcionaba en aquel entonces en el Abasto, la que le tocó estudiar en la administración Quintín y finalizó su carrera en los primeros años de Peña, los dos hombres que forjaron los cimientos del festival. El primero selló la inquietud por lo actual y la desobediencia a cualquier fuente de autoridad que legislara acerca de los deberes del cine; el segundo completó ese giro libertario con la propia insumisión que la(s) historia(s) del cine tiene(n) para invocar.

Esos primeros siete años iniciales tuvieron una intensidad irrepetible. Todo contribuía a que el Bafici fuera un verdadero acontecimiento: el cine vivía un momento excepcional; la cinematografía vernácula se consolidaba en la diversidad y lograba un estándar de calidad que la caracterizó desde entonces hasta hoy; los críticos de cine percibían que se erigía una nueva forma de asociación cinéfila instada por la universalización de Internet; los links y los torrentz no intervenían aún como niveladores de la ansiedad y moduladores del tiempo de espera con el que un cinéfilo se encuentra con una obra. Todo conspiraba a favor del Bafici. El antiguo vocablo griego “kairós” condensaba la experiencia colectiva: vivíamos en un tiempo propicio.

En 1995, yo compraba esporádicamente El Amante Cine; en 1999, leía cada número de la revista en un solo día acompañado de una lapicera y una regla. Un poco antes, había empezado a leer sistemáticamente a Rosenbaum, Jim Hoberman, Martin, David Walsh y otros críticos extranjeros que estuvieron muy cerca del Bafici por varios años. Por aquel entonces, tenía un arreglo con un cyber de Villa Giardino, donde me dejaban prácticamente al costo las impresiones de todas las notas que leía semana a semana. A fin de año, encuadernaba los ensayos y las críticas de mis “profesores”. Fui algo así como un estudiante a distancia.

La llegada del Bafici y ese tercer año bendito al que hice referencia zanjaba todas las distancias. Todavía puedo sentir la emoción desbordante que me prodigó Rosenbaum cuando presentó The House is Black, de Forough Farrokhzad, en el Club de las películas perdidas. Puede parecer exagerado, pero ese día fue un antes y un después. Para alguien como yo, que había trabajado en un leprosario en Calcuta, el film de Farrokhzad me situó en una zona de existencia que pocas veces el cine consigue aprehender en imágenes y sonidos. Ese día, la cinefilia que vindicaba Serge Daney en Perseverancia, en la que tiene lugar una misteriosa transacción entre el cine y la vida, dejaba de ser una mera apreciación ajena. Yo intuía la intersección entre el plano y la respiración, pero nunca había podido asirla como aquel día. Alguna vez, llevado por mi desmedida devoción a la segunda versión de Al filo de la navaja, la que tiene a Bill Murray como Larry Darrell, viajé a la India y fui en búsqueda del monasterio en el que Larry comprende el límite del conocimiento y el principio de la experiencia. Pero aquel día en el Bafici había podido ir un poco más allá de esa quimérica disparidad entre conocimiento y experiencia; el cine era una cierta forma de conocimiento a través de una cierta forma de hacer experiencia. Lo que quiero decir es que el Bafici fue mi universidad y también mi agencia de viajes (no de turismo); en el festival conocí la historia universal del siglo XX y espié el inicio del nuevo milenio. ¿No era justamente eso lo que sucedía cuando veíamos Peppermint Candy de Lee Chang-dong, Platform de Jia Zhang-ke y A Place on Earth, de Artur Aristakisyan?

Podría enumerar numerosos momentos gloriosos de mi paso por el Bafici: alguna proyección de un film de Jonas Mekas, el día que se estrenó Historias extraordinarias, la primera pasada de Misterios de Lisboa, o las funciones de The Puppetmaster, 4, Monoblock (con la feliz presencia de Leonardo Favio en la sala), Las armonías Werckmeister, El cuarto de Vanda. Sin embargo, nada se comparará con el día en que vi ¡Viva el amor! de Tsai Ming-liang. La caminata del personaje femenino en el desenlace, el tiempo que le lleva encontrar el lugar para sentarse un rato y ponerse a llorar desconsoladamente, sin ningún signo exterior que conjure la clarividencia de que el mundo es un lugar despiadado, persiste en mi memoria como si fuera hoy. Hasta ese entonces, sabía que el cine podía hacerme feliz con Chaplin, Keaton y Tati, pero ignoraba que ese mismo medio podía hacerme sentir la física de la desolación.

La infinita tristeza del personaje no me es indiferente. En ese llanto, la expresión más nítida de la vileza de un sistema se transmite en una forma de telepatía existencial que desconocía. Es la impugnación más acabada de un estilo de vida que cuenta con la aprobación de la mayoría y que para mí es la traición a la propia materia.

Este texto pertenece al libro Otoños porteños; esta versión es distinta a la que se publicó. 

Roger Koza / Copyleft 2018