CANNES 2018 (12): EL AÑO DE LAS MUJERES

CANNES 2018 (12): EL AÑO DE LAS MUJERES

por - Festivales
22 Jun, 2018 02:03 | Sin comentarios
Tardío balance de Cannes 2018.

La insistencia en que el gusto es una mera cuestión subjetiva resulta enigmática y paradójica frente al juicio unánime de que la 71.a edición del Festival de Cine de Cannes ha sido la mejor en mucho tiempo. Debe existir una contrapartida a la idiosincrasia y la arbitrariedad que forjan el presunto gusto individual. ¿Cómo puede ser que miles de críticos y cinéfilos estén de acuerdo incluso antes de razonar sobre el misterioso entusiasmo que dejó esta edición? A veces, el despótico perspectivismo con el que se examinan todas las prácticas sociales se ve amenazado en el lugar menos esperado.

Quien haya estado este año en el festival tampoco podrá desmentir que esta edición estuvo signada por un personaje conceptual: la mujer. El devenir feminista de Cannes se notó menos en los responsables de las películas que en los tópicos de estas. Asimismo, el jurado presidido por la actriz australiana Cate Blanchett constituía por parte del festival un gesto simbólico, reforzado por una proclama a mitad del festival encabezada por la propia Blanchett y la casi nonagenaria realizadora belga Agnès Varda, rodeadas de actrices y directoras de todas las edades.

Pero nada alcanzó la conmoción de escuchar a Asia Argento en la ceremonia de clausura y con una sala Lumière totalmente colmada: ““En 1997, yo fui violada por Harvey Weinstein, aquí, en Cannes. Tenía 21 años”. La majestuosa sala adquiría el semblante de un escenario de film jurídico. El juicio estético quedó suspendido por unos segundos; la demanda de justicia se imponía por su propio peso.

En la selección oficial no faltaron los títulos que impugnaban el eterno orden patriarcal del mundo. El mejor film al respecto –una certera crítica política al vetusto estado teocrático de Irán– fue 3 rostros, de Jafar Panahi. Es difícil entender cómo se las ingenia el director que cumple arresto domiciliario para poder rodar sus películas, situación que había lesionado un poco la fuerza plástica de sus películas.

En esta ocasión, Panahi brilla como antaño: la puesta en escena es tan lúcida como lúdica, y expresa lo mejor de su cine. Este es el Panahi de El círculo, un cineasta capaz de albergar formas plásticas fascinantes en consonancia con situaciones políticas asfixiantes. La reminiscencia no se circunscribe solamente a su filmografía; en 3 rostros se rinde un abierto homenaje, acaso mimético, a Abbas Kiarostami. La panorámica final tomada desde un automóvil por la cual se puede observar el movimiento de dos personajes en un camino de montaña es un plano calcado de Y la vida continúa de Kiarostami. Sin embargo, la diferencia entre los dos directores persiste: Panahi prefiere la política; Kiarostami se sentía más cómodo en la especulación filosófica.

En el inicio, una joven aspirante a actriz decide enviar una carta filmada a una reconocida actriz televisiva. La misiva audiovisual acaba con el suicidio de la joven. ¿Se colgó realmente? La actriz viaja entonces con el propio Panahi a la aldea donde vivía la joven para saber un poco más de ella. Ese segmento que transcurre en un auto es glorioso, y un preámbulo en el que ya se avisa que no todo lo que vemos es confiable.

Había otras películas de y con mujeres. Las hijas del sol, de Eva Husson, resultó ser uno de los títulos prescindibles del certamen, demasiado ridículo para un tema que no lo es: la lucha revolucionaria de los kurdos y las milicias femeninas. En los papeles prometía, en la pantalla no fue otra cosa que un alegato sensiblero despolitizado en el que lo peor de Hollywood y de National Geographic se daban cita. Exactamente lo mismo podría adjudicársele a Capharnaüm, de Nadina Labaki, aunque aquí la estética remitía al peor cine arte global con fines de despertar la conciencia de la burguesía planetaria; la filosofía abstracta de Unicef se encargaba del resto. Estos títulos desentonaban en demasía. Cannes estaba en sol mayor y estos, si afinaban, lo hacían en si bemol.

El momento feminista inolvidable de Cannes pertenece a un film que fue ignorado olímpicamente en la premiación y apenas rescatado con un galardón no oficial otorgado por Fipresci: Burning, de Lee Chang-dong, una adaptación de un cuento de Haruki Murakami, fue una de las grandes películas de la competencia oficial.

El inverificable reencuentro de una mujer con un amigo de la infancia es el inicio de un inesperado triángulo amoroso potencial. El relato va sumando otros elementos que desbordan el melodrama: el protagonista, a quien le gustaría convertirse en escritor, descubre que la mujer por la que se siente atraído ha conocido a un hombre rico en un viaje a África. La diferencia de clase atraviesa así cada escena y explica el catártico final, en el que la confrontación de clases entre los dos hombres es inevitable. En cierto momento, un personaje dice: “En Corea tenemos cada vez más personajes como el de The Great Gatsby”. El film lo demuestra sin subrayarlo.

Burning tiene una escena de antología. El rico y la joven visitan al escritor que nunca escribe (en parte porque es un asalariado) en una humilde casa situada en una zona rural. En la tarde toman un poco de vino, fuman un porro y se entregan a disfrutar de un atardecer magnífico en el campo. La tarde se desvanece en la noche y en un momento la hermosa mujer comienza a bailar semidesnuda. El erotismo minimalista es enteramente inocente para cualquier espectador occidental, no así para los coreanos. El placer inmenso que transmite el personaje es una auténtica transgresión. La apreciación moral puede cambiar según la pertenencia cultural, lo que resultará absolutamente universal es la métrica de la escena. La relación dramática en sintonía con la pausada pero irreversible caída del sol constituye una victoria del cine sobre el espacio y el tiempo.

Este film de Lee, o Lazzaro Felice, la conmovedora fábula religiosa de Alice Rohrwacher, podrían haber sido perfectamente los ganadores principales de este año. Este último obtuvo un decoroso premio por mejor guion (compartido con el de Panahi), demasiado poco para una película que puede amalgamar orgánicamente cuestiones teológicas y sociales sin obedecer a ningún dogma y prescindiendo de ser un vehículo de mensajes trascendentales. La bondad puede filmarse, una virtud que fue de nuestro mundo y que hoy solamente puede asociarse a un ministerio de otro dominio de existencia.

La gran ganadora de la Palma de Oro fue Shoplifters, de Hirokazu Koreeda. La especialidad del cineasta japonés es el retrato de familias, pero en esta ocasión su elección problematiza la naturaleza de dicha institución. Sucede que el sexteto que conforma la familia en cuestión no tiene entre sí ningún lazo de parentesco biológico. La abuela, los padres, los dos niños y la “tía” han elegido ser una familia. La invención afectiva en conjunto quizás se explique en tanto que así pueden conjurar la marginalidad que los asedia. Todos viven en una pequeña casa tomada y la economía doméstica se sustenta en el robo menor en supermercados. Hasta los niños contribuyen.

La tendencia a la sensiblería en Koreeda parece aquí neutralizada por la anómala situación elegida para retratar. La contención rige la puesta en escena y el relato avanza hasta llegar a un pico dramático que denota las limitaciones del Estado nipón para casos como este y las deficiencias de un sistema económico que excluye. Es el mejor film del director, y acaso una Palma de Oro que restituye un premio demasiado comprometido con las buenas causas y los temas urgentes, y no necesariamente con el cine.

Este texto fue publicado por Revista Ñ en mayo 2018.

Fotogramas: 1) Burning (encabezado); 2) Shoplifters.

Roger Koza / Copyleft 2018