EL INCONFORMISTA (02): UN MUCHACHO COMO YO. A PROPÓSITO DE EL ÁNGEL

EL INCONFORMISTA (02): UN MUCHACHO COMO YO. A PROPÓSITO DE EL ÁNGEL

por - Columnas
21 Ago, 2018 07:34 | comentarios
Prividera analiza la última película de Luis Ortega e intenta poner en tensión la época del film y la nuestra.

En una de las tantas escenas laterales de El ángel, el protagonista toca en piano la introducción del Himno Nacional. La relación entre ambos se vuelve significante para cualquier espectador local (siendo la única canción nacional que no pertenece al repertorio de los 70 que inunda el film, y cuyo repetido uso –respetuoso o sardónico– podría ilustrar cualquier historia del cine argentino), pero toda interpretación es denegada por la pura gratuidad del gesto (ademán del personaje que la película replica una y otra vez). El ángel nos ofrece una razón y en el mismo acto la niega, del mismo modo en que propone una historia real y la elude bajo la pura inspiración. Todo su sentido se juega en esa petición de principios, que la canción que el asesino baila al inicio y al final (“El extraño del pelo largo”) enmarca: “inútil es que trates de entender o interpretar sus actos”.

La relación funcional con la música (y con el piano en el que oculta arma y dinero) es una de las claves evidentes de El ángel, pero también de su propia estrategia de dejar a la vista lo que quiere esconder. Como en “La carta robada” de Poe y un famoso chiste de Marx (Groucho), el verdadero ser se revela en la apariencia. Solo se trata de saber qué está re-presentando. Está claro que Luis Ortega no pretende hablar sobre la Argentina (ese mandato del viejo cine argentino que el NCA encontró impugnado en los 90), y mucho menos develar la irredenta fascinación por los años 70 (revisitados en clave pop como luminosa escena del crimen), pero todo suena demasiado familiar como para no ver en este (auto)retrato el rastro de sangre de una genealogía en cuestión.

Hace ya un cuarto de siglo, Sergio Wolf asumía que los jóvenes que poco después engrosarían las filas de eso que la crítica denomino “Nuevo Cine Argentino” se autopercibían como de “una generación de huérfanos”, sin recordar(les) que hubo otro NCA, muerto o desaparecido en esos años 70 que en los 90 casi nadie quería revisar, y ahora vuelven como precuela distante de las películas sobre la dictadura. El clan y El ángel son films hermanados bajo el afán de sellar la restauración del vínculo entre industria y autorismo que la dictadura vino a sepultar. Pero sus zonas grises (como las de todo el cine argentino actual, que el NCA de los 90 vino a modernizar) dejan ver los límites de esa operación (de esa modernidad erigida sobre una derrota cultural: el neoliberalismo que aún nos gobierna). Sobre todo en una película como El ángel, que exhibe en filigrana la imposibilidad de suturar esa herida sin enterrar el pasado (cuando finalmente caiga una lágrima al final de la película, será tan exterior a la tragedia como todo lo demás).

A diferencia de El clan, que a su modo ponía en escena esa violenta tensión entre padres e hijos, El ángel la sublima como desplazamiento: del intento de suicidio de Alejandro Puccio al deseo de cambiar (o matar) al padre de Carlitos Robledo Puch. Pero donde Trapero usaba los nombres propios para iluminar una genealogía metafórica (el clan como matriz cultural del terrorismo de Estado), Ortega despeja a la Historia de sus aristas más oscuras para bailar con el personaje (y no se trata solo de dejar de lado los aspectos más escabrosos del personaje para no mellar su seducción, sino de quitarle a esta cualquier clase de distancia y toda distancia de clase). Del discurso de Alfonsín en El clan a la voz sin referencias de Lanusse en El ángel,  de la dictadura al filo de los primeros 70, lo que podría haber sido una (auto)exploración genealógica del mal se convierte en reversión oscura del juvenilismo del club del clan. Una especie de Tango feroz remixada, en la que los personajes del cineasta acomodado y el artista incomprendido se funden.

El plano del huevo de Fanego es la lyncheana oreja cortada de Luis Ortega, y su contraplano es la pija enjoyada de Darín. Entre esa imagen anómala del deseo y ese señuelo para voyeurs se dibuja la imposibilidad de síntesis entre industria y autorismo, que el personaje (o el actor) protagonista parece realizar, en relación a películas previas donde fealdad y belleza se tocan pero no se confunden, como en Caja negra o Lulú. Carlitos es un marginal cool, alguien que se siente atraído por la mecánica de lo popular pero no puede sino mirarla desde afuera, como las casas que quiere penetrar. La escena en que le pone una joya a un pobre durmiente es una duplicación de la de Darín, pero aquí ese hombre del pueblo es uno de los varios figurantes a los que la película dedica aislados primeros planos, tan ajenos a su diseño como el testículo de Fanego. Lo documental como oasis de una realidad eludida, lo popular como mundo atisbado desde el otro lado del espejo.

Cuando la pareja de ladrones roba la joyería evocan a “Fidel y el Che” o “Evita y Perón”, aunque una referencia más bovarista –pero que los personajes no pueden reconocer– sería a Rimbaud y Verlaine. No se trata tanto de una culta romantización de las flores del mal, como de un malditismo tardío y fuera de lugar. Si el mundo se divide entre “artistas o criminales” y todos los demás, el problema de Carlitos parece haber sido haber querido entrar al mundo del arte a los tiros,  o en no haber sabido por dónde vendrían los tiros.  “Yo quiero ser policía” dice, y ese dialogo de comisaría es tan poco irónico como el del niño de Brigada en acción (Ramón “Palito” Ortega, 1977), una de las tantas películas que El ángel parece referenciar, más como broma interna que como (des)carga pública. De la unción como hijo putativo de Favio al soterrado encuentro con la sangre real, asumida de modo tan desplazado como la realidad del caso. Detrás del malditismo hay solo un autor malo, pero esa falta estética no excusa la ética.

También la crítica, como el cariñoso público, elige olvidar que aquel exitoso cantante popular fue director de cine, y hasta tuvo una productora propia cuya existencia coincidió –como su carrera misma como realizador– con los años de la última dictadura. Lo que Palito perfeccionó durante esa meteórica carrera fue la alianza que ya había iniciado como cantante y actor, entre la defensa de los valores familiares y su retrato pedestre de la represión, que lo convirtieron en el showman más representativo de la industria cultural. De su díptico inicial de propaganda para toda la familia (Dos locos en el aire y Brigada en acción) al cine de exaltación de la vida familiar que prohijaba la industria en la segunda mitad de los 70 (Vivir con alegría).  La banalidad del mal y el mal de la banalidad.

Su carrera como director terminó antes que la dictadura, con la otoñal ¡Qué linda es mi familia! (1980), que sería también la última película de Luis Sandrini, figura paterna elegida por la industria para el bastardeo de un cine que alguna vez fue popular. Con 40 años, Palito terminaba también toda una carrera actoral dedicada a hacer de hijo, en la que sus canciones le pusieron letra y música a la pedagogía paternalista devenida discurso oficial: “Quién te dijo / que no creas más en nada, que no queda gente honrada. / Quién te dijo, que a un amigo verdadero se lo compra con dinero, no es verdad. / Quién te dijo, que no sirve ser decente, que es igual toda la gente. / No te dejes arrastrar al carnaval donde juega el inmoral”. La respuesta a ese “Quién te dijo” estaba ya en la canción “Para siempre en soledad” de la previa Brigada en acción: “Pobre de esa gente que no sabe adónde va / los que se alejaron de la luz de la verdad / esos que dejaron de creer también en Dios,/ los que renunciaron a la palabra amor./ Pobre de esa gente que olvidó su religión/ esos que a la vida no le dan ningún valor / los que confundieron la palabra libertad”.

Todo esto resuena (in)equívocamente en El ángel: Carlitos representa ese “carnaval donde juega el inmoral” que es caldo de toda posible subversión, pero no es “terrorista”. Solo está entre “los que confundieron la palabra libertad”, que sin esa inconveniente politización va a ser modélica en el NCA… Porque ya sea adjetivando a un hachero o un asesino, no se trata de la  sartreana condena a ser libre (del mismo modo en que Carlitos no es San Genet, comediante y martir), sino del ideal de una libertad sin límites, es decir, sin genealogía más que sin moral. Lo que significaría no tener que asumir el problema de matar al padre, razonablemente más sencillo cuando no solo el Estado no lo hizo por uno, sino que además fue una de sus voces cantantes. Lo que muere, entonces, sublimado, es el deseo de triunfar como “artista”. No en vano en El ángel ese personaje sacrificial se llama Ramón, y le pone el cuerpo a una canción de Palito. Haciendo playback, claro.

Pero no es solo esa versión enrarecida de los personajes, la novela familiar o las canciones que jalonan la historia: cada escena de El ángel parece replicar algo de esa filmografía lamentablemente poco revisada. Desde la escena de la pelea en el bar, cuya furia gozosa replica el momento más genuinamente violento de ¡Qué linda es mi familia!, o las gemelas inútiles que solo parecen estar ahí para evocar la inanidad de las trillizas de oro, hasta el piano familiar en que se descubren el arma y el dinero cuando deja de sonar… Y es en esta última intersección donde toda la aparente gratuidad (cuya metáfora son esos fajos de billetes que  ya no remiten al deseo de salvarse –como en La parte del león– sino a la herencia simbólicamente rechazada, que el padre quiere hacer desaparecer enterrándola en el jardín) se vuelve destino. Pero en el mismo movimiento en que lo exhibe, la película deniega la tragedia o la suspende, como sucede al final cuando Carlitos vuelve a bailar solo aunque ya tenga la manzana rodeada.

Algunos críticos leyeron esa escena conclusiva como inverosímil (como si finalmente hubieran encontrado la inadecuación ante una realidad que la película nunca subjetiviza), cuando todo lo no dicho en El ángel conduce hacia esa imagen congelada, anticipada en el plano estático del living familiar repleto de fuerzas de seguridad. Ese copamiento silencioso va apareciendo lateralmente, como las imágenes de ese pueblo figurante que aporta su grano de real al desconcierto final: no se trata ya de los policías poco amistosos del género criminal, sino de militares al borde de la ruta que van a llenar el cuadro para tomar por asalto el cielo en que Carlitos baila ajeno a todo. Lo que viene queda fuera de campo y es el fin de esa carrera, que lleva a unos a la gloria y a otros a Devoto.

En 1965, mientras Palito ascendía a estrella del clan, Rodolfo Kuhn satirizaba su ascenso en una película que no era una parodia de ese género familiar degradado, sino uno de los primeros films verdaderamente modernos que dio el Nuevo Cine Argentino. Uno de los signos de su modernidad era la distanciada sutileza con que podía captar, haciendo un autorretrato impiadoso de la industria cultural, las condiciones de su época. Hoy nadie repite el gesto de Pajarito Gómez, y el NCA parece incapaz de filmar las contradicciones (el primerísimo plano de un huevo inquieta tan poco como el paisaje de la banalidad del Mal), y mucho menos la continuación que Kuhn no podía prever, en la que ese simpático personaje logra finalmente convertirse en “artista” –el sueño de Ramón en ¡Qué linda es mi familia! y El ángel– para pasar de cantante a actor y cineasta (haciendo la carrera inversa –en todo sentido– a la que Favio iniciaba ese mismo año), para triunfar también como criminal.

Nicolás Prividera / Copyleft 2018