LA QUIETUD (02)
LA MANO EN LA TRAMPA: A PROPÓSITO DE LA QUIETUD
Los films de Trapero pueden ser vistos como miradas impiadosas sobre un mundo familiar dejado atrás, sea porque las mismas familias siempre están al borde de la disgregación o porque alguien las pierde o las abandona para ingresar en un orden extraño. Esa dimensión social y política siempre aparece, más o menos en segundo plano, pero en La Quietud todo se explicita por primera vez abiertamente (incluso más que en El clan, su película más referencial). El resultado es desconcertante, y podría achacarse al industrioso esfuerzo por salir de esa zona de confort que el NCA transformó en mandato (no alegorizar, subrayar, ni apenas sugerir), pero acaso se deba más a esa indecisión en cuanto a temas y tonos, que el ostentoso diseño de producción demanda para agradar a todos los públicos (y que suele redundar en no gustarle demasiado a nadie).
Pero no se trata de hacerle a Trapero el mismo reproche que al Campusano de Placer y martirio (título que podría irle perfecto a La Quietud), por meterse con un mundo ajeno en su afán por extender su campo narrativo. Más bien habría que preguntarse por qué son cineastas surgidos de otra clase los más interesados en ese retrato de la burguesía (perfecta inversión de la infatigable obsesión de los cineastas acomodados por los márgenes), salvo notables excepciones (como La ciénaga de Martel, una de las varias deudas que La Quietud no alcanza a pagar). Ese retrato postergado es el (a esta altura estruendoso) gran fuera de campo del ya no tan nuevo cine argentino.
De Buñuel a Torre Nilsson (ambos mencionados por Trapero como referencias), si el mundo cerrado de la alta burguesía remite menos al español (salvo en una escena tan aislada como el humor absurdo en torno al bebé inexistente) que a cierto world cinema gestado alrededor del secreto revelado (de La celebración a Todos lo saben), tampoco La Quietud profundiza en la ancha tradición del cine argentino, que ha hecho de la escena familiar una de sus persistentes “manchas temáticas” (desde la comedia blanca a la oscuridad de la dictadura). Como si Trapero apenas alcanzara a querer vampirizar algo de esa historia a través del cuerpo transido de Graciela Borges (previa ligazón marteliana con la seca perversidad de Piel de verano).
Como en los films de Nilsson, una de las herederas se resiste al relato familiar, pero a diferencia de La casa del ángel o La caída, donde no había más que reproducción de la escena primaria del poder, aquí la hija se rebela con un mero golpe de dados (¡ay, ese libro de actas de la Esma que se guarda por cuarenta años para descubrirse sin pena ni gloria para restablecer el honor!), y el pasado parece superado con solo elegir a un padre por sobre otro. El mismo gesto desfigurado por El ángel de Ortega, pero que era felizmente imposible en El clan. En esa película taquillera un plano secuencia funcionaba como nexo entre el mundo familiar y el criminal, mientras que aquí se abandona al puro tecnicismo, como mera huella autoral, tan fuera de lugar como un escribano en la Esma. Como si Trapero quisiera completar esa mirada sobre el enriquecimiento criminal durante la dictadura, que El clan ponía en escena a través de una clase aspiracional para ir a ahora a buscar sus fundamentos últimos más arriba, pero no terminara de asumir esa premisa que termina pareciendo –y acaso siendo– un burocrático recurso de guionista.
Para entender esas distancias habría que ver La Quietud en programa doble con Piedra libre, la última película de Nilsson. Filmada en 1975 y estrenada un año después tras una larga batalla contra la censura, Piedra libre tuvo críticas enfrentadas: “Film malévolo donde sobran fantasmas” titulaba Rómulo Berruti en Clarín: “Acumula tantas cosas, quiere jugar con tantos elementos, se propone tantos retratos hirientes, que el resultado se torna confuso, y esa cosmogonía adquiere cierto caos de bazar persa donde se entrechocan –molestándose– unitarios y federales, sexo reprimido, aristócratas decadentes, estancieros explotadores (…) Un contenido temático artificioso en demasía, de riesgosa plasmación fílmica”. Ese riesgo es lo que pareció valorar en cambio Agustín Mahieu en La Opinión (“Un universo obsesivo expresado con notable calidad artística”): “Las varias historias convergentes que convocan los autores en este film rico y fascinante, tienen que ver con muchos fantasmas vivos o muertos, con el tiempo congelado de ciertos sobrevivientes”. Mahieu tenía la suficiente valentía como para leer el film desde la siniestra realidad de su estreno (que coincidió con “la noche de los lápices”).
Pues en la utilización de la leyenda urbana de la novia enterrada ya no afloraba solo la represión sobre un cuerpo deseante (como en las primeras adaptaciones de las novelas de Beatriz Guido, en las que Elsa Daniel encarnaba esa inocencia corrompida), sino sobre toda una generación: como si la Historia hubiera hecho pasar a Nilsson de la metáfora a la alegoría, o directamente al puro y duro realismo apenas maquillado. “La gente no desaparece así porque sí” dice el novio, pero la madre (Mecha Ortiz, representante del orden conservador) enuncia el viejo credo, que por entonces no podía sino resonar de modo siniestro: “Hay cosas que no se deben averiguar para que una sociedad siga existiendo: si se revuelve el estiércol, siempre aparece el olor a mierda”.
De un modo brutal y delirante, Nilsson volvía a sus orígenes para hacer una suerte de testamento bajo la forma de un museo desaforado de su propio clasicismo. Como ha sido dicho en referencia a su reverenciado Jorge Luis Borges, en Piedra libre también el tiempo es una sumatoria de pliegues históricos y anacronismos: no estamos en el presente, pero tampoco en el pasado. De hecho hay un puente hacia el futuro en esa lectura sintomática de la realidad del momento. Pero como en el mito de Casandra, nadie quiere oir ese grito y quien lo profiere es desterrado. El mismo Nilsson termina cayendo en ese encierro que denuncia: no solo por la previsible censura que alimentará su enfermedad y muerte un par de años más tarde, sino porque su misma película parece fuera de tiempo, un anacronismo destinado a desaparecer (algo parecido sucede con su ahijado Leonardo Favio, que ese mismo año estrena Soñar, soñar antes de partir al exilio).
Curiosamente La Quietud acaba como alguna de las películas de la dictadura, empujadas a un final feliz obligadamente absurdo (como sucedía en Los miedos de Doria, donde la alegoría tenebrosa también se aireaba con un parto), que redunda en una recomposición de la perversión más que una liberación, a través de esa apelación final a la mesura clásica. Podría decirse que también Trapero acumula cosas y quiere jugar con tantos elementos que el resultado se torna confuso, pero si La Quietud parece coquetear con el exceso lo evita a cada paso (un espectador enojado farfullaba a la salida que “lo único que falta es que la hija se acueste con el padre moribundo”: de hecho Trapero lo sugiere –con el mismo plano cenital que en la anterior escena de la paja compartida por las hermanas– pero no llega a esos abismos buñuelianos ni siquiera en broma). Para un drama pretendidamente desatado, hay una llamativa falta de intensidad en todas las resoluciones dramáticas, que el puro erotismo de tres equidistantes escenas de cama no puede reponer. La película evita prolijamente todo atisbo de tragedia (la escena de las hijas y la madre esperando mansamente a la policía parece retomar la senda distanciada del NCA).
Por el contrario, acaso Nilsson entrevió que solo el exceso podía redimir su cine, en una epoca horrorosa en la que cualquier realismo se quedaba corto. Ese pasado evocado en Piedra libre ya no era su continuada visión de la decadencia argentina, sino una transparente emanación del presente. Nilsson filmaba una película sobre los años 30 para hablar de los 70 (con tanta suerte que si bien fue filmada antes de la dictadura para cuando se estrenó no podía hablar de otra cosa…). Trapero, en cambio, filma una película cuyo nudo original se remonta a la dictadura pero no termina de trazar ninguna relación con su tiempo. Como si la negación del pasado (marca de origen del NCA y su asumido “puro presente”). El NCA ahora sí tiene una historia: no solo un pasado propio, sino una representación del pasado (basta ver las ficciones sobre la dictadura que ha producido en los últimos años, con desigual suerte), pero pareciera que aún no sabe qué hacer con él. La relación entre pasado y presente sigue estando tan fuera de campo como la clase dominante que los conecta.
Fotogramas: 1) La Quietud (portada); 2) La Quietud; 3) Piedra libre.
Nicolás Prividera / Copyright 2018
Otra publicación sobre La Quietud en CLOA:
*Marcela Gamberini (leer aquí)
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