LO QUE EL VIENTO NOS DEJÓ
(Léase como coda o continuación de la nota anterior titulada La última película)
Ahora bien, si ese ese fantasma del porvenir sigue inquietándonos es por esa paradójica condición: ser un pasado que señala al futuro, y hace consciente al presente de su (des)ilusión. Claro que no es tan fácil romper el hechizo de ese conformismo en que vivimos, ni siquiera llamándose Orson Welles. Acaso porque hacerlo sería tener que asumir que este presente nuestro es una suerte de bifurcación perdida de los sueños del pasado, en el que quedamos atrapados, y no solo en el cine. Por eso una película como The Other Side of the Wind es como una vieja bomba que estalla y hace pedazos lo que la paz de los vencedores construyó sobre ella. Esa es su revelación y su misterio (“un misterio se puede revelar, pero nunca se puede explicar”, dice el discípulo del maestro en el film, como si se adelantara a quienes iban a crucificarlo, en los 70 y en el 2000 también…).
“Vi los primeros 35 minutos de la de Welles. Perdón que los contradiga, pero es un embole importante. Tal vez por eso tardaron tanto en terminarla”. La frase tuitera no es de un espectador cualquiera soliviantado, sino de un realizador argentino (ya veterano del NCA), que además se precia de crítico y aun escribe en una revista que solo sale en papel y ama la vanguardia que ya no produce sobresaltos (otro de los críticos-cineastas tuitea contra el “obramaestrismo”…). Esperemos entonces una ampliación de dichos conceptos, empezando por el de “embole importante” (si se refiere a “cosa que resulta molesta o causa problemas”, hasta podría tener razón), dejemos de lado el brulote de “tal vez por eso tardaron tanto en terminarla” (si ni siquiera se tomó el trabajo de verla, suponemos que no tiene idea de las vicisitudes de su realización), y condenemos sin más que la paciencia le haya durado media hora (no es el primero ni el último, porque un crítico puede hoy por hoy expresar en voz alta su parecer sobre una película que no vio sin que sea bochornoso…).
Tampoco se menciona a quienes contradeciría ese juicio sumario, pero como escribí ya la nota de la que esta es continuación, me pongo el sayo y prosigo. Porque la veo día por medio desde que se estrenó y todavía no me “emboló”, aunque pese a la ansiedad por ver una película tan largamente esperada no dejé de tener mis previsiones, e incluso sentí cierto desconcierto en los minutos iniciales, pese a saber que Welles viene desconcertando críticos desde Citizen Kane… Luego me rendí, y ahora sigo tratando de entender que vi, que veo, que seguiré viendo.
Como sabemos hoy, Welles trabajó contra el clasicismo desde y en el corazón del clasicismo (el Hollywood de los años 40). Si Citizen Kane señala ese mojón es porque es a la vez la culminación del cine clásico y el inicio de su demolición. Hollywood le devolvió el golpe con afán suicida al arrebatarle The Magnificent Ambersons, que hubiera sido en verdad el gran film clásico a aclamar, con su mirada afectuosa a ese mundo decadente. Y Welles abandonó toda esperanza de concertación tras The Stranger, su película más impersonal (en el caso de Welles no puede decirse “su peor película” porque nunca hizo –o terminó– una que alguien se atreviera a tildar de mala), y ya The Lady from Shanghai es su portazo antes de un exilio de diez años, para volver a él tras el simétrico fracaso de Touch of Evil.
Ambas películas son mucho más que noirs extenuados y hoy nadie duda en llamarlas obras maestras, pero en su momento fueron percibidas como algo peor que “embolantes”: eran un ataque abierto al sistema (no solo hollywoodense). Welles no solo mataba a Rita Hayworth como un perro (o una perra, para decirlo mejor aunque no más politicorrectamente) o hacía de Charlton Heston un Judas más que un Moisés (un personaje que tenía menos de héroe que de mexicano), sino que dinamitaba la frontera clásica sobre la que se erguía Hollywood: si en Citizen Kane los planos secuencia y la profundidad de campo aun daban una ilusión de continuidad, aquí el raccord chirría y los lentes deforman hasta la belleza de sus estrellas.
De hecho hay toda una poética de los cuerpos en The Other Side of the Wind, que es apenas uno de sus rasgos ultramodernos, y que se unen a la dialéctica general que la película retuerce sobre sí misma: desde el cuerpo deificado de Oja Kodar frente a la vencida estampa de John Huston, pasando por todos los venerables rostros del clasicismo enfrentados a los jóvenes cineastas, cruzados por muñecos y enanos que deforman el cuerpo mismo de la película hasta hacerla estallar con una mueca feroz.
Pues si en F for Fake aun estaba el cuerpo y la voz del cineasta para dar unidad al caos, The Other Side of the Wind es un salto al vacío por partida doble: Welles elige desaparecer de la escena por primera vez en toda su carrera, y a la vez llevar ese camino previo a su culminación, a su punto de no retorno. Toda esa experimentación con el montaje y los planos cortos (en el doble sentido de la palabra), que se suele asociar con el rodaje entrecortado de Othello y Mr Arkadin, ya estaba en sus films iniciales aunque estalle en su período tardío.
La utilización de múltiples cámaras no era para “cubrirse”, como haría cualquier superproducción o director temeroso, sino para todo lo contrario: Welles rompe no solo con el punto de vista único, sino con cualquier sentido del verosímil (hay planos que ningún camarógrafo “oculto” podría tomar) y del raccord (no solo hay previsibles saltos de eje, sino que se montan como contemporáneos planos que claramente fueron filmados en espacios o tiempos diferentes).
Todo esto podría ser entendido como efecto de la pobreza de medios, pero esta es apenas su causa. Acaso Welles extremó sus métodos guerrilleros en el exilio, pero para cuando vuelve al Hollywood de los ’70 los levantaba como una insignia: una vez más, se trataba de ir más lejos de lo que nadie había llegado, y esta vez no por falta de ambición (siempre repetía que hizo Citizen Kane con esa libertad porque no le interesaba el cine ni hacer carrera en Hollywood), sino porque a esa altura la libertad era lo único que le quedaba. Expulsado del sistema por última vez, Welles derrumbaba el templo desde adentro una vez más, pero ya sin esperanza de escapar.
Entre las varias referencias directas que se hacen en The Other Side of the Wind, hacia el final se dice que “Godard estableció un gobierno en el exilio”, y como la película toda, es una burla y un homenaje: Welles se mira en el espejo de ese último vanguardista que había dicho sobre él que “todos, siempre, le deberemos todo” (de hecho todo el film puede verse en diálogo con Le Mepris, donde también hay una casa en las alturas, una proyección frustrante, una traición consentida, una muerte anunciada), y hasta parece presagiar el propio presente del patriarca de la Nouvelle Vague.
Pero Welles no quería ser un profeta clamando en el desierto sobre la muerte del cine, sino definir “un nuevo punto de partida”, como dice en una de sus últimas entrevistas. Welles se adelantó incluso al previsible retorno al plano secuencia (como puro movimiento interno) y la “imagen-tiempo” de buena parte del cine contemporáneo, que encontró en ella un modo de luchar contra el montaje clipero y la aceleración hollywoodense, y en The Other Side of the Wind redobla la apuesta: acelerar hasta el accidente (“divino”, como lo llama en su última poética) o la inmolación (la fragmentación como método y destino).
Y la potencia de su film inacabado es tal que se abre paso a través de esta versión que llega hasta nosotros (así como Borges decía que Shakespeare se abre paso pese a sus malas representaciones). Hay algo indomable en el material, pese a todos los esfuerzos del montajista por establecer falsos raccords y hacer de The Other Side of the Wind una película respetable, aunque inevitablemente “embolante” si uno la ve desde el cómodo sillón de la corrección estético-política.
Donde más se percibe ese intento de normalización es en la eliminación del efecto de reverberación de las imágenes, que puede apreciarse en las secuencias originalmente montadas por Welles (aunque hasta estas fueron retocadas): vemos planos repetidos desde distintos ángulos, como si la película estuviera habitada por su propio eco. No podía ser de otro modo en un cineasta barroco que elige terminar su obra con una película que también, como su protagonista, se autodestruye (y acaso por eso, y pese a todo, el final es completamente fiel a ese espíritu, cuando la imagen de la película dentro de la películas se desvanece en la pantalla del autocine, en el instante mismo en que la pantalla que vemos va a negro por corte directo).
Cualquiera que se deje atravesar por el film y su final puede sentir que no solo está ante “la mejor película del 2018”, sino que cualquier formulación de ese tipo le queda corta. Ni siquiera alcanza con enunciar que sería “la mejor del siglo XXI”. The Other Side of the Wind hace más que confrontarnos con nuestra idea de lo bueno y lo malo (como siempre en Welles), para hacernos preguntar no solo por el futuro del cine sino por la idea misma de futuro, a la que parecemos haber renunciado.
Como dice Vicente Monroy, The Other Side of the Wind “sigue siendo el boceto de algo por llegar, una promesa de un gran cine del futuro. Lo gracioso es que nosotros, espectadores de 40 años después, ya sabemos que ese cine nunca llegaría a existir. Es inevitable reconocer ese fracaso en cada imagen. (…) Vivimos en una época en que la mayor parte del cine es un cine reconstruido, anacrónico, sin poder sobre la actualidad de las imágenes, una alegoría del cine antes que un cine, un cine de gestos fingidos ya sea en Blade Runner o en la última de Philippe Garrel”.
Entonces, no es solo que ese cine del futuro que Welles viene a anunciar con su canto de cisne nunca sucedió (devorado por el Tiburón de Spielberg y el embalsamamiento de la vanguardia bajo el capitalismo tardío), sino que nos hace entrever, con la furia jovial del padre que no sabe que está muerto (para usar una figura de Freud glosada por Žižek), que vivimos en un presente eterno vivido como pasado que no pasa. “Yo estoy vivo y ustedes están muertos”, podría decir Welles parafraseando a Philip Dick o, como Bergman, “a veces los muertos no están muertos, y los vivos son fantasmas” (que se embolan y prefieren cualquier serie de Netflix que los saque de esa perplejidad y los devuelva a la mera repetición de lo ya visto, de lo ya vivido, de lo ya enterrado).
Nicolás Prividera / Copyleft 2018
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