BERLINALE 69 (01): EL AÑO DE LA TRANSICIÓN
Después del Festival de Cannes, la famosa Berlinale y el Festival de Cine de Venecia disputan el segundo puesto en importancia en el competitivo y demandante panorama del cine contemporáneo. Siempre celebrado en invierno, cuando Berlín (ciudad alguna vez destruida casi por completo) aún luce gris y divorciada de las bondades cromáticas del sol, es en este festival donde empiezan a delinearse cuáles son los títulos importantes del año. La Berlinale sigue, como sucede con los otros dos mencionados festivales, ordenando el canon cinematográfico oficial; aquí se propone una idea de lo que es el arte cinematográfico, y con esta idea se acuerda o se discute.
La sexagésima novena edición no es una entre otras. El ya mítico director artístico del festival, el crítico de cine Dieter Kosslick, dejará su puesto tras esta edición, que ocupa desde mayo de 2001. Han pasado casi dos décadas desde que Kosslick, un hombre de 70 años, tomó la dirección y cultivó una comprensión del cine de autor, siempre en relación dialéctica con los imperativos del mercado. En su administración, el festival subrayó sin ambages, a veces en demasía, un lazo entre el cine y las luchas y eventos sobresalientes del mundo. La Berlinale ha sido siempre fiel a los ostensibles temas candentes, en ocasiones ponderando algún título en competencia por su valor político y no artístico.
El film de apertura, The Kindness of Strangers, dirigido por Lone Scherfig, sobre una mujer y sus dos hijos que escapan de la violencia doméstica no desentona con el indiscutido Zeitgeist que se impone en la cultura global: la indetenible emancipación de las mujeres en el orden del mundo. Cumplir fielmente con lo que goza de consenso no es en sí mismo una virtud cinematográfica. The Kindness of Strangerses la quintaescencia de la corrección emocional en el cine o, si se quiere, de la más banal corrección política.
Una lectura rápida de la competencia oficial permite conjeturar lo que vendrá en los próximos años que dirigirá Carlo Chatrian (hasta el 2018, máximo responsable de Locarno, el festival más audaz entre los grandes); también, que la Berlinale se despide de lo que se vindicó desde el cambio de siglo hasta hoy.
En efecto, películas como Synonymes,de Nadav Lapid,y Répertoire des villes disparues, de Denis Côté, sin duda pertenecen a una línea de programación asociada con Chatrian; ellos son cineastas de una nueva camada de autores internacionales que pasaron por Locarno. En esta edición, François Ozon e Isabel Coixet estarán presentes con sus dos últimas películas (Grâce à Dieu, y Elisa y Marcela, respectivamente), dos autores que difícilmente encuentren un lugar en el porvenir del festival. Al analizar la presencia oriental en la programación, Kosslick y su equipo, por ejemplo, eligen dos cineastas chinos como el consagrado Zhang Yimou y el interesante Wang Xiaoshuai; en el futuro no será extraño que la Berlinale sustituya al primero por Wang Bing y cobije a cineastas talentosos como Bi Gan. La programación ya da signos de una transición.
“¡Vergüenza!”, gritó el iracundo y simpático colega español al culminar la primera función de prensa del film de Scherfig. Tenía toda la razón frente a un bodrio mayor, pero su indignación no contó con la aprobación de sus pares. ¿Debería haber dicho “was für eine Schande!”? Tal vez. No faltó en la función siguiente algún tibio aplauso, risas perceptibles frente a presuntos momentos divertidos de la trama y alguna que otra lágrima frente al sufrimiento de la heroína y sus hijos. El sentimentalismo tiene adeptos en todos lados, y en la capital de la razón siempre hay lugar para las lágrimas.
The Kindness of Strangers abre con un primerísimo plano del rostro de Zoe Kazan. Las singularísimas facciones de su cara, en cuya redondez se distribuyen los gestos indispensables para identificar emociones sin pensar, se emplean aquí cual emoticón cinematográfico. La felicidad, la tristeza, el desamparo tienen la expresión que se requiere, y la distancia y el ángulo elegido por Scherfig para registrar propagan el signo de cada uno de esos gestos. Ese plano es la condensación de una estética que desdeña la ambigüedad al servicio de una política de denuncia (del estado del mundo) y que a su vez esboza una esperanza discreta en la fuerza de los vínculos entre extraños.
El plano aludido coincide con el despertar de la protagonista al lado de un marido policía que golpea tanto a ella como a sus hijos. Esa mañana, la joven se levanta, despierta a sus hijos y parte rumbo a Manhattan. Los chicos desconocen la Gran Manzana, de tal forma que las fingidas vacaciones prometidas no son otra cosa que un improvisado plan de escape. Sin dinero y sin un paradero seguro, Manhattan puede ser un nuevo infierno, en el que se puede perder lo poco que se tiene y terminar durmiendo en las calles. O hasta cierto punto, porque el voluntarismo ingenuo en el que descansan las acciones de los personajes puede contrarrestar las fallas del sistema, del cual la cineasta desconfía poco.
Al personaje principal, Scherfig lo rodea paulatinamente de otros que vienen a vindicar el título. El mundo puede ser terrible, pero no todo está perdido, porque siempre están los extraños capaces de prodigar ternura, hombres y mujeres anónimas capaces de doblegar la miseria y la violencia con pequeños actos que corrigen la indiferencia del sistema. Así, una abnegada enfermera, un exconvicto con dones culinarios, un abogado solidario, un tonto amable y el “dueño” de un restaurante ruso van conformando una especie de comunidad mínima de afectos con la que se pueden enfrentar las inclemencias y superar las pruebas de supervivencia. Con esto basta para encarrilarse, recuperar viejos empleos o intentar hallar nuevos. La escena en la que uno de los personajes puede comprar un artículo oneroso en un negocio en el que antes robaba es la síntesis de todo; nada está librado al azar en este benévolo cuento capitalista.
Es que Scherfig no se priva de nada: los planos de los linyeras durmiendo en las noches congeladas de Manhattan, los comedores populares atestados o los asilos en las iglesias con miles de personas durmiendo están ahí para ilustrar el sufrimiento, acaso una paradójica abstracción, porque se trata de un destino y no de una consecuencia asociada a una forma de vida. Al respecto, Scherfig se cuida laboriosamente de señalar la eventual eficiencia de las instituciones: los policías pueden detener a uno de los suyos, los asistentes sociales cerciorarse de que en las calles los vagabundos no duerman congelados y la justicia fallar en contra de los golpeadores. Con voluntad, el sistema funciona; la ternura vence a la crueldad y así todo puede seguir su curso. En este sentido, The Kindness of Strangers es la contracara y el complemento necesario de la épica de los superhéroes: restaurar el orden es el fin último del relato.
Todo esto ya estaba en el corazón de Italiano para principiantes, una película de Scherfig más austera en sus condiciones de producción, pero no menos conservadora que esta. La estética del vetusto Dogma 95 está en las antípodas de la este film realizado 18 años después. Las formas pueden cambiar, pero el fondo sigue siendo el mismo.
Roger Koza / Copyleft 2019
Últimos Comentarios