BERLINALE 69 (02): LAS AUSENCIAS

BERLINALE 69 (02): LAS AUSENCIAS

por - Festivales
14 Feb, 2019 07:47 | Sin comentarios
Sobre la última película de Angela Schanelec y la segunda de Mateo Bendesky.

Por alguna razón, el interés de algunos cineastas por concentrarse en la experiencia del duelo es manifiesto. Un grupo de películas recientes así lo confirman, y en la Berlinale, como era de esperar, no faltan. ¿A qué se debe? Frente a este tipo de regularidades, cualquier presunción sociológica está sujeta a la refutación sin la dádiva de una hipótesis ad hoc. Sin embargo, la inducción alcanza para conjeturar y poder esbozar verdades endebles, suficientes para estimular hipótesis y entonces así animar discusiones. ¿Qué puede forjar a los cineastas a dedicar sus esfuerzos a películas sobre duelos? Una sola intuición: frente a un estado de dispersión permanente, el duelo es una experiencia de absoluta concentración.

Dos películas notables (Ich war zuhause, aber Répertoire des villes disparues) de la poco notable competencia oficial de Berlín se dedican a ese estado de inadecuación que predomina en la conciencia de los vivos cuando tienen que asimilar la ausencia inicial de los muertos. El destino de un muerto es el olvido; la intermitencia de los recuerdos o la atadura que se puede sentir por un ser amado que ha dejado el mundo de los vivos puede prolongar el sentimiento de unión con un fallecido, pero ni siquiera así se puede inmovilizar la imagen de quien ya no pertenece al orden de la materia concreta. Hasta las estrategias fetichistas más delirantes se desvanecen, porque el presente se impone y la ausencia es irreversible.

Entre los mejores cineastas del cine contemporáneo, el nombre de Angela Schanelec sobresale como pocos. Es probable que, junto con Lucrecia Martel, Schanelec sea la cineasta de sexo femenino más singular y extraordinaria de los últimos 20 años. El cine de Schanelec tiene una característica sobresaliente: la progresión narrativa de sus películas no está nunca resuelta por la acción que demandan las escenas, sino por la representación de sentimientos que van destilando su expresión más severa. A medida que avanza el relato, se delinea una expresión sin atributos. La tristeza a secas, la serenidad sin adjetivos, la desolación sin atenuantes. Hay una escena palmaria en Ich war zuhause, aber en la que se exhiben sin ambages las preferencias poéticas de la directora: los dos hijos de las protagonistas tratan de calmar a su madre en tres intentos consecutivos. Se acercan, dejan caer la cabeza como gesto absoluto de cariño y ella los rechaza enfáticamente. Incluso los echa por un rato de la casa. El dolor estremece, la cólera que lo acompaña se manifiesta sin atributos.

Ich war zuhause, aber puede ser vista como una sucesión de planos que insisten en seguir el movimiento del alma de sus personajes principales que están trabajando intensamente sobre una configuración afectiva desconocida. Están obligados a llevar a cabo un ajuste entre la falta y la necesidad. La muerte de un esposo, o la de un padre, es lo que envuelve a la madre y a sus dos hijos en un duelo que es tan íntimo como familiar. Schanelec se centra en esa imperceptible labor del espíritu, en los desafíos que se desprenden de tal experiencia y en los instantes en que la conciencia observa su propia impotencia y contingencia ante la capitulación. Además, las muertes tempranas tienen un plus trágico que impacta en la conciencia de los huérfanos. El apresuramiento de una desaparición viola un secreto contrato entre el cuerpo, el tiempo y el oxígeno. Cuando sucede algo así, la impaciencia e iracundia frente a la injusticia biológica es inevitable. La escena más hermosa de Ich war zuhause, aber, la que mejor encierra ese trabajo estético sobre los sentimientos, es aquella en la que la madre camina por las inmediaciones de una iglesia durante la noche y concluye durmiendo sobre la tumba de su marido, algo que apenas se llega a divisar porque la oscuridad es constitutiva de la puesta en escena. (Y después vendrá la felicidad total, porque un sueño hermoso musicalizado con un tema de Bowie compensará la infinita tristeza).

Desde su película precedente, Der traumhafte Weg, Schanelec ha radicalizado su conexión con la sensibilidad bressoniana, un misterioso acercamiento, pues no hay ningún trazo religioso en sus películas. Tampoco comulga con la apropiación hermenéutica y teológica de un Paul Schrader sobre los procedimientos narrativos en Bresson: no hay en su cine ningún instante decisivo que dé lugar a la manifestación de lo trascendente, tras una situación insostenible que empuja al protagonista a una iniciativa en la que se involucra todo el ser de este. De Bresson, Schanelec escoge retomar otra cosa, acaso la vía materialista de aquel maestro: su poética de lo táctil. En un segundo lugar, añade un naturalismo casi salvaje en el sistema general de representación. Nada imita la vida, o en todo caso, todo tiende a una sujeción a lo necesario, porque el cinematógrafo no existe para copiar, sino para crear sobre lo dado. Sobre esta fe en la sustracción expresiva, que es una política por mantenerse siempre en lo inexcusable o insustituible, se juega la verdad del cine. El propio film introduce magistral y lúdicamente el dilema. ¿Cómo filmar lo verdadero cuando toda interpretación es en última instancia una impostación o un dominio minucioso sobre toda expresión?

La razón y opción por esa modalidad de expresión sostenida en un gesto de circunspección se devela en un paradójico instante impregnado de una gracia cómica inigualable, una escena resuelta en dos planos, uno de estos, un travelling pausado que se extiende por varios minutos. ¡Qué hermosos suelen ser los travellings en el cine de Schanelec!

Pero volvamos a Bresson. En Ich war zuhause, aber hay varias escenas que repiten los motivos táctiles asociados a la mano y los pies de los personajes; tal vez la más hermosa se puede apreciar en el final, cuando el hijo mayor y sus compañeros de escuela están ensayando Hamlet y una espada penetra en el cuerpo del oponente. Es entonces cuando la mano queda suspendida al dejar la espada de juguete y a su vez ocupa irreverentemente el centro de gravedad del plano. Al unísono, los sonidos de la lucha evocan discretamente el final conmovedor de Lancelot du Lac, de Bresson. La condición de lo táctil está determinada por el reconocimiento de los otros y de cómo las presencias de estos afectan al espíritu propio. Todos los primeros planos de manos y pies expresan un nexo o los efectos que tienen otros sobre lo íntimo. Detectar cada vez que Schanelec recurre a este procedimiento puede ser uno de los placeres secretos del film.

El sentido del tono neutro de los parlamentos y la intensidad contenida en la expresión corporal de los actores en la mayoría de las escenas se devela en el travelling recién aludido. La escena es genial por muchos motivos. El dilema es la verdad y la falsedad en lo teatral (y en el cine), una inquietud que atañe al arte en general. El diálogo que mantienen la madre y un artista (interpretado por Dane Komljen, el director de All Cities of the North) es un momento de autoconciencia del propio film, el fragmento de tiempo que expone la conciencia de la puesta de escena en la escena, la duplicación respecto de lo que pasa fuera de la película y en la película. De ahí también se predica el antinaturalismo adoptado ya completamente por Schanelec: la búsqueda mimética de lo real o los sistemas de representación empleados para que una situación parezca real se dejan de lado porque no hay forma de adquirir y simular lo involuntario, allí donde se aloja la verdad particular de un hombre o una mujer (frente a una cámara). Esa conversación cuyo registro dramático es acaso amablemente paródico de lo que se está discutiendo no es otra cosa que una reivindicación de la idea bressoniana de modelo y automatismo.

En el fondo, el film de Schanelec es tan simple como su escena de apertura: un perro corriendo a un conejo en el campo. ¿Quién no puede asimilar esa salvaje persecución? Pero el punto no es el qué, sino el cómo, y luego del montaje cruzado con el que se muestra una situación propia del mundo animal, lo que sigue tampoco acata los manuales de guion. El sufrimiento de una madre y sus dos hijos para asimilar la muerte del marido y padre no le es ajeno a nadie, sí el modo en el que aquí se cuenta.

Ich war zuhause, aber es una de las películas más hermosas de los últimos años. Que esté en Berlín y en competencia es lo más parecido a un milagro. ¿Un error? ¿Una concesión? Todo lo que el cine puede o podría ser palpita en cada plano de este prodigio.

Como sucede en el filme de Schanelec, a Mateo Bendesky también le interesan los desajustes existenciales del duelo, y aprovecha en este caso la incómoda experiencia de inadecuación entre el mundo y el yo ya propia de una edad de la vida que se define en sí por esa molestia: la adolescencia tardía o la adultez inicial.

En Los miembros de la familia, película que pertenece a la sección Panorama, dos hermanos visitan la vieja casa de la madre en la costa atlántica argentina para despedirse de ella. El más chico practica jiu-jitsu brasileño y el fin del colegio lo tiene inquieto. Ella, un poco más grande, viene de una crisis. Estuvo internada, logró dejar las drogas y quizás planeó abandonar el mundo y fracasó en el intento. El amor que se tienen es tan evidente como el desamparo que los acecha, y la tristeza que adviene ante la muerte voluntaria de un ser querido se materializa sin apelar a la palabra. Un plano sobre la puerta cerrada del baño condensa la desgracia. Es que aquí los pormenores no se explicitan, más bien se indican, y al respecto Bendesky sorprende por la sagaz administración de la información que les suministra a sus espectadores.

El inicio puede remitir a muchas películas del tipo, pero la introducción de un sueño en el relato es el anuncio de la mayor virtud del film: los impredecibles giros del relato no exentos de comicidad. En efecto, la puesta en abismo no le es ajena y cada vez que el film yuxtapone lo onírico y lo diurno se agrega a la trama una deseable inestabilidad. El primer sueño podría no serlo, hasta que la anomalía de una situación introducida por el sonido se desenvuelve del todo. Bastan el mar, la noche, una caminata, un pozo en la arena y un sonido no identificable para incrementar el misterio. Saber asignar ambigüedad a las escenas no es frecuente ente los jóvenes cineastas, más preocupados por significar poco y de forma directa. No es este el caso.

El viaje de los hermanos se complica cuando un paro de transporte los detiene en el pueblo por un tiempo indeterminado, tiempo de espera teñido de tristeza pero que no excluye ni el amor ni el humor. Como dice la hermana, el paro es legítimo, más allá de los inconvenientes, una declaración política que no parece coincidir del todo con los intereses esotéricos que suelen atraerla. No se trata aquí de un comentario al paso, porque En Los miembros de la familia hay una simpática burla a las religiones televisivas y el esoterismo más banal propio de la Nueva Era. Incluso hay una interesante alusión a los desbordes metafísicos de la ciencia. Esos saberes imprecisos aparecen de tanto en tanto en la trama, y descubren una época cultural determinada por saberes débiles y una cualidad subjetiva inscripta en el desarraigo. Uno de los mejores gags, en verdad brillante, proviene de explotar lo absurdo de algunas creencias descabelladas que en distintos círculos sociales se repiten sin examen.

Bendesky filma con una seguridad manifiesta. Puede absorber un ecosistema para servir sensiblemente a sus propósitos estéticos; no le pesa tampoco sostener un film con solo dos personajes y la aparición de algunos secundarios. La ligereza, el ritmo y el humor apañan a los personajes. A estos nunca se les quita la tristeza ocasionada por una muerte, pero menos aún se le confiere a este sentimiento el patrimonio anímico de un duelo. La muerte es invencible, pero el deseo y lo cómico son buenos aliados para hacerle frente.

Foto y fotogramas: Angela Schanelec; 2) Ich war zuhause, aber; 3) Ich war zuhause, aber; 4) Los miembros de la familia.

Roger Koza / Copyleft 2019