TODOS LOS VAN GOGH
No hay pintor con más películas en su haber que Vicent Van Gogh. Mejor dicho: la obsesión por filmar su vida y su obra resulta sorprendente. Las películas sobre él son numerosas, y casi nunca parecen estar a la altura de su objeto. En efecto, en los últimos tiempos hay casi un Van Gogh por año, como si un magnetismo empujara a los cineastas hacia ese artista pelirrojo que inmortalizó girasoles y elevó a caso psiquiátrico el destino del lóbulo de su oreja. ¿La razón? Van Gogh es una Idea. ¿De qué? Del artista total, de aquel que redefine una posibilidad del arte, entrevé la falsedad de un límite para este e inventa por consiguiente una forma. El sol, los campos arados, los girasoles, los cuervos, los sombreros de paja y el color amarillo como tal ya no son simplemente lo que eran. Van Gogh se volvió un atributo de estos.
Esto fue presentido por Akira Kurosawa en Sueños. En ese film crepuscular, el cineasta situaba a su ubico personaje a caminar por los cuadros de Van Gogh y a mantener un breve intercambio con el pintor (Scorsese delante de cámara e irreconocible). Entre los sueños de aquel film, es el único que no remite a una pesadilla. La vida del pintor, sin duda, sí lo fue, pero sus cuadros pueden prodigar serenidad y consolación a sus observadores. Misteriosa paradoja.
Al gran Alain Resnais también le interesó Van Gogh. Su cortometraje didáctico sobre la figura del pintor (“Van Gogh”) recoge datos relevantes sobre la biografía que se transmiten oralmente mientras que los cuadros son filmados invariablemente en contrapunto, a veces en golpes de zoom que intentan detectar el detalle imperceptible de una totalidad.
Fue Vincente Minnelli, en Sed de vivir, con Kirk Douglas como el pintor sumido en la desolación y la locura, el que consiguió el primer retrato de peso sobre el artista. Los colores en el cine de Minnelli fueron siempre decisivos y el mayor encanto de la película consiste en la meticulosa inclusión de los propios cuadros de Van Gogh en la puesta en escena, duplicados cromáticamente en los modos de registro. La ingenuidad del relato es indesmentible, en tanto cualquier faceta ambigua de la vida de Van Gogh se niega y se la purifica en aras de cimentar una figura trágica y clásica, hundida en la incomprensión y la soledad.
La inversión directa y dialéctica de esta aproximación candorosa a Van Gogh es la que intentó Robert Altman en Vicent & Theo, al inicio de la década de 1990. Tim Roth no podía componer un Van Gogh sosegado y amable con el mundo, ni preocupado por retratar a los humildes. El Van Gogh de Roth y Altman es un desencantado, al borde del cinismo, más inspirado por el demonio que por un Dios benévolo, feliz de acostarse con prostitutas, aunque manifiestamente eficaz para pintar girasoles y paisajes. Lo mejor del film de Altman es el sonido constante del viento y todas las escenas de las jornadas en las que Van Gogh pinta girasoles.
Al día de la fecha, la mejor película sobre el pintor se estrenó un año después de la de Altman. Se llamó Vincenty el guion y la dirección estuvieron a cargo del gran Maurice Pialat. El cantante Jacques Dutront fue el encargado de darle vida al pintor; la austeridad de su interpretación contradice la típica aproximación a Van Gogh que no puede prescindir de la exaltación psíquica como una forma de expresión necesaria de la verdad del espíritu. Pialat elige los últimos 66 días de la vida del pintor, que no suelen estar definidos por los consabidos momentos álgidos de la biografía. En una decisión notable, Pialat deja prácticamente en fuera de campo la pintura de Van Gogh (apenas un par de escenas muy logradas) para concentrarse en los vínculos sociales y la cultura popular y burguesa de la época que fueron las condiciones materiales de la obra de Van Gogh. Una inspirada aproximación materialista que conjuró cualquier atisbo de lo sublime.
El último Van Gogh es un místico sin una institución que lo cobije ni un cineasta que pueda filmar sus éxtasis como corresponde. Julian Schnabel intenta de todo en En la puerta de la eternidady Willem Dafoe acata y dignifica, pero la película no deja de acopiar postales bellas de una vida desgraciada en sintonía con lo absoluto. La inclinación a enfatizar la virtud estética del pintor como extracción de lo sobrenatural del orden natural del mundo o como subjetivismo extremo signado por una sensibilidad religiosa son objetivos cinematográficos que no condicen con la poética del cineasta. El rigor brilla por su ausencia.
Este texto fue publicado con otro título por Revista Ñ en el mes de marzo.
Roger Koza / Copyleft 2019
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