EL IRLANDÉS / THE IRISHMAN
Jimmy Hoffa salió de su casa el 30 de julio de 1975 y jamás regresó. El líder sindicalista, uno de los hombres más poderosos de Estados Unidos durante los ’60, fue declarado legalmente muerto en 1982. Nadie sabe exactamente qué sucedió con él, pero en 2004 un tal Frank Sheeran confiesa su involucramiento en la historia secreta de Hoffa y sus conexiones con la mafia italiana. El relato es incomprobable, improbable, cuando no imposible, pero el ex abogado devenido cronista Charles Brandt lo publica bajo el nombre de I Heard You Paint Houses: Frank «The Irishman» Sheeran and Closing the Case on Jimmy Hoffa y se convierte en un best-seller. La veracidad del libro puede ser cuestionada, pero sin dudas es gran material para un guion cinematográfico. Eso intuyó Robert De Niro, que no tardó en convencer a Martin Scorsese de que el proyecto estaba hecho a la medida de ambos y de sus viejos amigos.
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De Niro es “el irlandés” Frank Sheeran, ex combatiente de la 2da Guerra, camionero, padre de cuatro nenas, miembro de la clase trabajadora de Filadelfia. Un tipo que no tiene problemas con usar la violencia ni hacer lo que sea para solucionar las carencias materiales de él y su familia (la película sugiere cierto nihilismo de pos guerra: “Después de eso decidí que, a partir de ahora, lo que pasa, pasa”). Frank logra congraciarse con Russel Bufallino (Joe Pesci) un importante mafioso local y comienza a subir en la jerarquía mafiosa. Su ascenso tiene un techo ya que no es “uno de los nuestros”, no tiene sangre italiana. Russel lo va a poner en contacto con Jimmy Hoffa (Al Pacino) y ahí comienza su turbia carrera en el sindicalismo, hasta convertirse en mano derecha de Hoffa, su amigo y confidente.
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En el Hollywood clásico era común que los directores hagan nuevas versiones de películas que habían dirigido diez, veinte o treinta años antes. Por un lado una práctica industrial, por otro un ejercicio de perfeccionamiento y búsqueda estética. Scorsese no ha hecho sus propias remakes, pero ha reversionado varias veces Buenos muchachos (1992), que además es una de las películas más imitadas de los últimos treinta años. Lo que tiene Scorsese, y de lo que carecen la mayoría de sus imitadores, es precisión. Las escenas siempre responden al punto de vista de un personaje concreto y no le sobran planos (en los casos en el que el punto de vista es externo, son excusas para algún elegante capricho, como el asesinato en una peluquería que se resuelve en plano secuencia y deja el homicidio fuera de campo, mientras la cámara se posa en la vidriera de una florería). No alcanza con copiar tópicos (el ascenso en una jerarquía delictiva, el contraste hipócrita entre la violencia criminal y la vida doméstica) ni rasgos formales (un montaje rítmico con viejos clásicos de rock and roll, el plano secuencia con steady-cam que nos interna en el mundo del protagonista). La precisión responde a una mirada y eso no se encuentra en cualquier película.
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El relato y el estilo que despliega el director remiten inmediatamente a Buenos muchachos, pero es su versión más sofisticada. Para empezar la narración redobla la apuesta, es una compleja trama de saltos temporales, de flashbacks dentro de flashbacks, idas y venidas que convierten el relato en una muñeca rusa, pero con sus piezas desparramadas, sólo ensamblada hacia el final. Durante las tres horas y media de duración, el relato atraviesa cinco décadas de historia estadounidense, que es otra manera en la que Scorsese refina la fórmula. Ya no se trata de las pasiones de criminales menores con un trasfondo de época casi cosmético, sino de una épica histórica, aunque narrada lateralmente y desde la pequeña escala. Vemos pasar la invasión a la bahía de Cochinos, el asesinato de Kennedy; hacen cameos Nixon y Fidel Castro, pero todo será contado desde el punto de vista y el papel secundario que juega Sheeran. No son operaciones para autoafirmar la importancia del relato, sino que ayudan a darle dimensión al destino de su protagonista y amplifican el contrapunto entre sus días de gloria y la última parada antes de la despedida final.
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Scorsese es uno de los musicalizadores más influyentes de la historia, de forma directa o indirecta (la vía indirecta viene por su ascendencia sobre Tarantino, a su vez imitado por innumerables seguidores). The Irishman tiene una gran selección de montajes musicales, con temas de swing, rythm and blues, jazz, mambo y protorock and roll. Dos temas funcionan como leitmotiv. Uno es compuesto para la película por Robbie Robertson, que recuerda al vals de aires italianos de Nino Rota para El padrino, pero donde la melodía la lleva una armónica blusera, una original forma de traducir en música la famosa identidad “italoamericana”. El otro es el doo-wop de los Five Satins, “In the Still of the Night”. Si el doo-wop fue alguna vez una forma novedosa en los albores de la cultura pop adolescente, una manifestación popular y juvenil, la grabación de los Five Satins hoy parece una reliquia, frágil, toscamente grabada, cargada de una melancolía que no estaba en su origen. Una canción que se remonta a la plenitud de Frank Sheeran y a la adolescencia de Scorsese, De Niro, Pacino, Pesci; en su ritmo cansino se puede imaginar una ardorosa canción pop ralentizada, apesumbrada, arrastrándose por la enorme carga de una nostalgia que no es la suya (la de una noche de verano con la muchacha amada), sino la de los personajes y sus realizadores (la de épocas pasadas y vidas que llegan a su fin).
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La nostalgia es una de las variantes de la tristeza que atraviesa a El irlandés, una película que reflexiona sobre el paso del tiempo y un testamento cinematográfico en vida no sólo de su director sino de sus protagonistas. Las máscaras de efectos digitales empleadas para rejuvenecer los rostros de los actores no sólo no logran corregir lo incorregible (ni nuestra memoria sobre los rostros juveniles de semejantes estrellas), no pueden tapar el hecho de que es una película que se hace sobre el esfuerzo de los cuerpos ancianos de sus actores. Es imposible no ver los movimientos de hombres de más de setenta años, que lo entregan todo al juego ficcional a pesar de sus limitaciones físicas. Ahí está el corazón de la película, una de sus enormes fortalezas. De Niro, Pesci, Pacino, son piezas de la historia del cine, revitalizados únicamente por la voluntad de escribir una página nueva en sus ilustres carreras. Pesci y De Niro son la revelación y, a contramano de sus personajes coléricos e histriónicos, entregan ambos actuaciones hechas desde la contención y la respuesta emocional sutil, de pequeños gestos incluso ante las situaciones más desesperantes. Lo de Pacino es otra cosa. Absolutamente fuera de registro respecto a sus compañeros y el tono de la película, a veces involuntariamente gracioso, Pacino le da una especie de arritmia a la película, que paradójicamente le da más vida. Funciona quizá porque su personaje, el testarudo Jimmy Hoffa, también va a su propio ritmo, marca sus propias pautas, no se puede ajustar al esquema que le impone, le implora el entorno.
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La película no revela su carácter elegíaco hasta su último tercio, de hecho es una película con bastante sentido del humor. Están las clásicas humoradas de Scorsese en torno a la hipocresía mafiosa (particularmente gags lingüísticos sobre la omertá, lo que no se puede decir o las formas intrincadas para no decir nada y al mismo tiempo dar un mensaje claro), pero sin su costado más cruel, como limando asperezas que el final de la película va a descubrir de forma contundente de cualquier manera. Es que el final de la vida de Sheeran no tiene nada romántico o excitante. Esto no es nuevo para los personajes que siguen la estela de Henry Hill (protagonista de Buenos muchachos), que luego de probar las mieles del éxito como criminales, por una razón u otra, pierden todo y se ven obligados a volver a la vida gris del trabajo ordinario y la rutina familiar. La novedad es el remordimiento, la amargura, la desazón. El irlandés implica claramente una expansión en la paleta emocional respecto a las anteriores películas de gangsters de Scorsese (incluyo acá a El lobo de Wall Street, otro tipo de gángster) y una rectificación, acaso difusa, frente a su cinismo.
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Una vez más hay que destacar el trabajo de Robert De Niro. Su personaje hace un quiebre definitivo luego del llamado telefónico a la viuda de un amigo. Su voz se escucha débil, balbucea, se repite, se ahoga, comienza frases que parece que no va a saber terminar. De ahí en más su papel es cada vez más pequeño, como su cuerpo, que se va marchitando, que ocupa cada vez más tímidamente el plano. La actuación se desintegra en la medida que lo hace su personaje, hasta que sólo alcanza con el silencio, con ser ese viejo solitario sentado en una habitación oscura. Antes de llegar a ese punto lo vimos elegir su tumba, rogar un poco de atención de sus vínculos perdidos, despedir a cada uno de sus compinches. Tal vez todas las películas de Scorsese comparten su pesimismo, pero nunca representó una tristeza tan profunda. Hay una decidida toma de distancia respecto a la ambigüedad con la que retrataba a sus protagonistas (que no premiaba a sus personajes, pero no dejaba de romantizar sus excesos). A lo largo de la película aparece el punto de vista de la hija de Sheeran, la pequeña Peggy, que observa o intuye el lado más oscuro de su padre. Una vez que se convierte en mujer, lo castiga con el silencio hasta el final de sus días. A las imágenes violentas que son parte del motor de estas historias, Scorsese las contrasta con la mirada fulminante de Peggy.
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Si aceptamos que la mirada de Peggy y el triste final de Frank Sheeran funcionan como operaciones auto-reflexivas sobre la propia obra, el final no deja de ser desconcertante. Scorsese no se ha convertido en un moralista y no hay respuesta aleccionadora, no hay refugio en la espiritualidad, ni crítica social u horizonte político. Queda la sensación de futilidad ante una nueva historia de códigos masculinos, violencia extrema, resignación de las obligaciones familiares; competencia feroz, sin una guía moral clara, recompensa o aprendizaje de algún tipo. Las alternativas dentro de ese sistema están obturadas. Aun en su maestría, en sus placeres, en sus lecciones formales, hay un vacío y una clausura. No se trata sólo de la finitud de una vida, sino de un género: después de El irlandés, no se puede seguir filmando Buenos muchachos. El de Scorsese es un gesto voluntaria o involuntariamente generoso. Se abre la posibilidad de reclamar para el cine nuevos mundos, nuevas historias y nuevas formas de contarlas.
El Irlandés /The Irishman, EE.UU., 2019.
Dirigida por Martin Scorsese. Escrita por Steven Zaillian.
Santiago González Cragnolino / Copyleft 2019
Muero de ganas de verla, pocas cosas de Scorsese me han parecido flojas, casi siempre vale la pena volver a este director.
Mi comentario cuando salí del cine fue ese, es una especie de final del genero. Brillante final.
¿Qué es un balance de género? ¿Con qué se come esa mezcla de léxico contable y textil? Los rodeos para decir que el modelo wise guys está extenuado…