FAMILIA
COSTUMBRES ARGENTINAS
La pleitesía que goza la institución protagónica en cuestión es asombrosa. Tras siglos de praxis y eficacia simbólica, la familia resulta una institución invencible. La evidencia es harto suficiente para sospechar acerca de su inmaculada reproducción. En el interior de la familia, no importa el tiempo elegido, tampoco el lugar, abundan las prácticas más crueles que puedan conocerse: la traición, el desdén, el resentimiento, la venganza constituyen en buena medida los vínculos, no exentos de sentimientos opuestos: la ternura, el sacrificio y la incondicionalidad pueden contrarrestar la habitual fuente de lastimaduras y decepciones que emanan de la historia de un grupo unido por un apellido. Las novelas familiares no suelen ser felices, más allá de que el sentido común decrete lo opuesto.
El elenco de Familia está formado por la familia completa de Edgardo Castro: padre, madre, hermanos, hermana y sobrinos. La época elegida en el relato-retrato es la víspera de la Navidad, fecha obligada de reunión y vindicación mítica anual de todo un orden del que la familia es una pieza esencial. El film se ciñe a la espera y a la llegada de la Navidad. No hay conflictos dramáticos intercalados en la espera, tampoco revelaciones vergonzosas que mancillen el encuentro anual de los portadores de un linaje genético común. Nada pasa, en verdad: ni antes, ni durante ni después de llegada la medianoche; el film acopia preparativos insignificantes, descansos intermitentes y la experiencia dilatada de la espera de un evento en el que se brinda sin ningún indicio trascendental. Esto es Familia, con un prólogo de casi 20 minutos que añade una cualidad perceptiva, la cual solamente puede apreciarse en el final.
Familia, Argentina, 2019.
Escrita y dirigida por Edgardo Castro.
De esa sistemática renuncia a trabajar sobre un relato dramáticamente ascendente el film obtiene su molesto vigor y asimismo propaga las razones de su rechazo. Familia es austeramente devastadora en tanto que funciona como una demostración del vacío absoluto en el que está imbuido un grupo humano y de los pequeños actos que apenas sirven para distraerse y evitar la confrontación con un nihilismo concreto que anida en el corazón del hogar. Por cierto: un film sobre el nihilismo no es necesariamente nihilista, y, como Castro ya lo había escenificado en La noche, un film sobre la pulsión de muerte no es de por sí un film destructivo. El desamparo une a los personajes de las dos películas, y Castro les dispensa a todos ellos el mismo respeto afectivo.
Todo lo que está en escena es lo que el costumbrismo suele ponderar como un valor sustantivo en la representación de la familia y los afectos. Costumbrismo: forma de representación de vínculos afectivos ligados a una cultura y una tradición, sustentados en prácticas reiteradas y valores enunciados por y encarnados en los personajes, donde se refrendan los artículos de fe irrenunciables de una sociedad necesitada de mitos operativos como garantía de su funcionamiento. Ese entramado simbólico finamente enhebrado por la repetición y la transmisión en el tiempo es el que se desquebraja frente a cámara, el que se desnuda enteramente. Castro no elige el estallido existencial de los films de Bergman o la descomposición perceptiva de lo real de los films de Martel. A Castro le basta intensificar los hábitos diarios y las costumbres domésticas, ubicarlos como el eje decisivo de la evolución narrativa para evidenciar la trastienda de esa vida humana absorta en incidentes insignificantes que se sustituyen sin pausa. En este sentido, el ensordecedor esquema sonoro del film puede irritar y cansar, pero hace palpitar toda la violencia muda que corre por el cuerpo de los personajes. Los sonidos que provienen de la televisión, las computadoras y los teléfonos, dispositivos de dispersión permanente que enajenan a la vez que protegen a los personajes, forman el gran argumento indirecto del film. He aquí la enajenación en todo su esplendor.
En efecto, lo que sucede en cada ocasión que el canal abierto emite El sultán y el ubicuo sonido de la novela se apodera de la casa es del orden de lo alucinante; es esto el reverso de lo ominoso de un Lynch presentado aquí como material cómico y patético, pero con alcances inmedibles para el alma de los protagonistas. Castro, por cierto, brilla como nunca en la escena en que la madre le explica las peripecias eróticas de los personajes de la serie: sin decir una palabra, con pocos gestos, precisos y no enfáticos, el rostro del actor-director enuncia el absoluto desconcierto y el sinsentido de todo lo que ahí ocurre. ¿De qué habla su madre? ¿Qué es todo esto? Esa escena, como también el plano de cierre en el que Castro sale de la casa después de los festejos navideños a tomar aire y fumar, son el aleph del film, el punto en el que se cifra su totalidad, la fuente de la perspectiva alucinada con la que se mira la propia decadencia ubicua que define el microcosmos de los Castro.
Puede que Castro esté consciente de todo lo que pone en juego al filmar a su familia, pero una vez que su personaje llega al hogar familiar ubicado en algún barrio de Comodoro Rivadavia, todo aquello que glosa el término costumbrismo se va desmoronando en cada plano que suma el film. La clave reside en la puesta en escena: el naturalismo de sus intérpretes toma prestado la propia forma de ser de estos, de tal forma que la representación de sus propias vidas acentúa una dimensión mecánica de estas. Es en este procedimiento donde el film inclina el ordenamiento de sus materiales según una voluntad de ficción que aprovecha situaciones cotidianas para producir un efecto ficcional deletéreo. Esto no es un documental de la familia del director, más allá de que los familiares simplemente repitan frente a cámara los actos cotidianos y domésticos que definen la vida que conocen. Castro, detrás de cámara, interviene sobre todo esto, del mismo modo que delante de cámara es uno entre otros.
La familia es la institución que resguarda una tradición, protege una forma de distribución del afecto, eterniza una relación con los bienes materiales, introduce la división del trabajo en el orden doméstico y erige sobre sí el armazón para que otras instituciones puedan establecerse. Sin embargo, no parece ser un destino deseable o un objetivo ideal vivir en una institución, y Castro, el personaje, presiente algo de esto cuando atraviesa las rutas argentinas y en la inmensidad del paisaje puede desentenderse de su pertenencia. No hay rastros de lo que vendrá, en el horizonte se anhela un escape. Será la única fuga visual y sonora que prodigará el film, porque después de esos escasos minutos iniciales, en los que aún existen el horizonte y el silencio, vendrá el hogar. Este no es ni dulce ni acogedor, es más bien un claustro de desencanto y decadencia, un espacio de desesperados cuya contaminación sonora inhabilita pensar y donde los ritos diarios están desprovistos de cualquier signo de vitalidad. Todo eso sucede, dolorosamente, sin por eso sucumbir al cinismo y mucho menos a la misantropía. La clarividencia no es incompatible con la estima. Misteriosa paradoja del retrato, la impiedad del cineasta puede cobijar el amor por sus padres y hermanos, acaso porque él no es ni más ni menos que estos y su autoconciencia no lo exime de ser una criatura vulnerable y a la deriva.
Roger Koza / Copyleft 2020
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