MÁS ALLÁ DEL PLACER DE DAÑAR
Un breve examen sobre la retórica dominante en la esfera pública dará como resultado dos sentimientos excluyentes; el odio sobresale, con seguridad, como una aleta de un tiburón; es un sentimiento de desdén que desborda a quien lo siente. Funciona así: la irritación que se alberga en el alma se dirige hacia alguien o algo, concebido en una misteriosa y veloz operación (aunque, en verdad, el odio es oriundo de un aprendizaje primitivo, una matriz instituida con el paso del tiempo), se identifica al presunto enemigo y se lo describe en el espacio lógico de la injuria. La selección del sujeto del odio puede apuntar a una persona, un grupo, un partido o un tipo social. Si, en cierto momento, existe una confrontación y de esta se sale (simbólicamente) herido, se pasa a la acción, porque el irritado desconoce la paciencia que solicita la justicia. Ya no se enseña el arte de oír la argumentación de los otros, ese pequeño ejercicio fascinante en el que se dispone alguien a comprender otras razones. Ese déficit del registro ajeno lleva a descargar sin más todo el arsenal de signos con el que se puede dañar al enemigo. Es cierto que, en ciertas circunstancias, la indignación resulta inabordable y, por lo tanto, el deseo de dañar, al que se adjudica un falible efecto de reparo, puede surgir sin esperarlo. Hay ejemplos cotidianos y extremos, más o menos comprensibles, pero en ningún caso esa respuesta constituye un a priori de la naturaleza humana, porque no existe una justificación taxativa de que así sea, aun cuando la evidencia en el tiempo sugiere que la sangre es la tinta universal con la que se escribe la historia.
En el cine, la venganza es un móvil ubicuo. El odio, un poco menos. Entre nosotros, el paradigmático exponente vernáculo de la aversión como matriz vincular y la represalia como acción de respuesta concomitante, fue un título exitoso titulado 4×4, de Mariano Cohn. Sin duda, el film sintonizó el hartazgo de una clase respecto de la constante vulneración de sus propiedades. En esta ocasión, la 4×4 de un médico, un sujeto que reúne todas las características patológicas que han dejado ser vistas de ese modo, es invadida por un ladrón que desconoce los mecanismos de seguridad del vehículo. Queda encerrado y aislado; el mundo exterior no lo ve por los vidrios blindads, por el mismo motivo tampoco lo escuchan. De todos modos, intenta salir porque, de lo contrario, el dueño lo encontrará en el interior de la camioneta. El conflicto es inminente, y la dosificación entre la tensión en el tiempo y la claustrofobia de observar al personaje encerrado en un espacio reducido es lo mejor que ofrece el film, y lo mejor que ha realizado su responsable; los primeros minutos son buenos. El problema reside en el punto de vista y, asimismo, en la resolución explosiva de los últimos treinta minutos. De a poco se impone una filosofía miserable.
4×4 pertenece a un conjunto de películas argentinas con vocación de público que, a diferencia del muy buen cine argentino independiente de ficción, no deja afuera ciertas angustias colectivas y ansiedades en el seno de la comunidad. Los independientes rara vez reparan en los temas candentes. Al respecto, la expresión más acaba es Relatos salvajes, y este film, como el de Cohn, se erige simbólicamente en un darwinismo social de mínimas, trasfondo filosófico que razona sin mucha sofisticación la violencia de la que son capaces sus personajes. La secuela de títulos iniciales de Relatos salvajes es un guiño: los animales se asocian a los nombres de los actores y las actrices; de lo que se trata es de enfatizar la animalidad a secas. Es así que, más allá de los avances técnicos y del ostensible conocimiento del mundo, los hombres, por naturaleza, siguen siendo bestias. El cavernícola puede emplear un iPhone y manejar un auto de miles de dólares, pero si tiene que batirse a muerte con un hombre a quien ha dejado de verlo como tal puede partirle un fierro por la cabeza. Es la naturaleza humana, se dirá, una petición de principio tan improcedente como aquella que postula una bondad intrínseca en el corazón de las personas. Por cierto, la glosa perfecta de esta filosofía social acontece en menos de 30 segundos en el mismísimo final de 4X4: el pequeño grillo que había quedado encerrado con el ladrón en el vehículo escapa de ahí, deja de cantar y levanta vuelo. No lo sabe, pero su destino en el aire es el esófago de un ave mayor. La ley del más fuerte lo explica todo: devorarse es la regla de la existencia.
En la historia del cine, hay ciertos géneros más apropiados para que el tema de la venganza adquiera preponderancia. En castellano, y también en inglés, sobran los títulos con ese vocablo explícito y añadido. Esto tiene una explicación que reside en la organización simbólica de los westerns: en el tiempo en que estos transcurren está en ciernes la nación norteamericana. En ese primer tiempo de la civilización, los hombres están acostumbrados a dirimir sus diferencias a los tiros, pero todos ellos pertenecen a un tiempo de transición, tiempo en el que las leyes se instituyen y con estas un conjunto de reglas que la población aprende, incorpora, respeta y a veces traiciona. Los westerns siempre miden el estatuto moral y cívico de sus personajes, tipos de personalidad que están ahora atravesados por invenciones endebles como las leyes, con las que se pretende equilibrar las diferencias, igualar la posición de inocencia frente a cualquier responsabilidad ante otros y proponer un sistema de cotejos y discusión cuando razones en tensión derivan en motivos de disputa. En el western, no pueden faltar la pistola y la velocidad invencible del protagonista con esta, pero tampoco se desdeña una ocasión para que el vaquero pase por una prueba y comprenda que, en el control de su iracundia y en la conjura de la resolución violenta, anida una conquista de su carácter del que le valdrá un respeto mayor que el que le dispensa el poder de la pólvora. El entendimiento constituye una proeza inigualable de la inteligencia de un hombre. Sustituir el revólver por el silogismo es, cada tanto, cosa de cowboys.
La propia evolución del cine de Quentin Tarantino propone secretamente el lento paso de un relevo. Hasta Kill Bill, y en esa trilogía más que nunca, el tema es la venganza. Siguiendo algunas tradiciones del cine moderno de oriente, en el que la acción de los personajes es movida por la venganza, las tramas organizadas en torno a una revancha eran una excusa para liberar el juego de las formas y los experimentos narrativos. En las coordenadas del género de yakuzas, por ejemplo, el tema es secundario, porque la narrativa existe para trabajar sobre el enlace de proezas coreográficas diseminadas en distintas secuencias de luchas. A veces, como sucedía en el cine de Suzuki, y aun en el de Kitano, la ostensible fuerza de la venganza, tarde o temprano, era dejada en un segundo plano, porque, en la hipérbole del sinsentido, el yakuza daba con un lirismo de último momento, en el que el asesino hallaba un motivo por el cual vivir y también dejar vivir. Esa contradicción, tardía en la conciencia del yakuza, resultaba inmanejable, de forma tal que el suicidio constituía una resolución radical ante una disconformidad entre los actos criminales y el encantamiento descubierto en un orden insospechado del mundo. Con el regreso a la infancia y el amor en Sonatine, y la amistad y el romance en Flores de fuego, ambas de Kitano, la conducta asesina perdía el sentido y el placer en el daño. Esas son películas hermosas, justamente porque ahí la estética austera de la violencia es contrarrestada por un lirismo lúdico que dimite de los placeres de la venganza. ¿No es lo que descubre lentamente Tarantino en Bastardos sin gloria? De ahí en más, la venganza empieza a ceder en sus relatos y la ficción se intuye como una operación de la imaginación en la que se pueden reescribir episodios microscópicos de la Historia, una forma de reparación y justicia. El placer por dañar se abandona por otra cosa.
Otro western, reciente y heterodoxo. En una de las películas más hermosas de este año titulada First Cow, dos hombres, un cocinero y un chino, empiezan a trabajar juntos en un emprendimiento insólito para la época en la que viven. A principios del siglo XIX, en Oregon, esos dos hombres enloquecerán a los habitantes de un pueblo en ciernes a través de una novedad gastronómica fuera del catálogo de los alimentos dulces conocidos por todos. Es así como unos buñuelos dulces se vuelven la sensación del momento y también la esperanza económica de esos dos hombres cuyas vidas materiales participan de la precariedad de la existencia general en la que está sumida la mayoría.
La gran directora Kelly Reichardt reconstruye en First Cow los primeros cimientos de una ciudad en Oregon, al lado del río, en el que todavía se perciben los primeros pasos de un experimento social al que se le llamó democracia. Aquí están los indios, los ingleses, los irlandeses, los chinos. En el lodo, aún piso endeble de la futura ciudad, todo está por hacerse. He aquí una versión microscópica de la invención democrática de Whitman.
El argumento es tan bueno como sencillo: en esa zona aún no existen las vacas. Un día, el capitán que ejerce las leyes y maneja el pueblo en su totalidad, pide que le envíen una vaca lechera para su propio uso. Necesitados, al chino y el cocinero se les ocurre ir en la noche y ordeñar un poco de leche. No es mucho, acaso un litro, lo suficiente como para poder hacer los pastelitos. El emprendimiento es un éxito, hasta que un buen día el capitán, uno de los más entusiastas consumidores del buñuelo, descubre el robo cotidiano. La reparación de ese agravio, tan simpático como absurdo, se paga con la vida. Así es que el film comienza en nuestro tiempo con la aparición de los esqueletos hundidos en la tierra, reconstruye luego el encuentro de esos dos hombres, sigue los primeros pasos en el éxito del negocio y culmina con la huida.
En el film se pueden advertir los primeros intentos de organización de una sociedad capitalista en su fase literalmente primitiva. Los dos amigos aprenden, en la práctica, la ley de la oferta y la demanda, el origen de la propiedad, el señorío sobre los medios de producción y los castigos que pueden propinar aquellos que tienen poder, territorio y dinero. Es un modelo de vida, aún salvaje, en el que la venganza constituye una retórica del reparo y una expresión visceral de justicia. Pero en First Cow, al mismo tiempo, se intuye una forma discreta de política, de otra índole, en la que los que son distintos no solamente pueden convivir entre ellos, sino que pueden desarrollar una empatía creativa y una lealtad no forzada entre desconocidos. En esa misteriosa cordialidad que se entabla con los extraños palpita un gesto desobediente frente a la retórica del odio. Esos ocasionales encuentros con desconocidos, esos encuentros en los que el azar propone el intercambio y este deviene en virtuoso reenvían a la conciencia a una memoria de otra forma de asociación afectiva con los otros. En este film inolvidable se intuye que la amistad es una forma de política, en las antípodas del goce por el daño ajeno, que puede ser ejercitada por los mismos hombres y mujeres imbuidos en las pasiones del resentimiento que ordenan la esfera pública.
*Este texto fue publicado por la revista Quid en el mes de marzo de 2020.
* Fotogramas: Flores de fuego; 2) First Cow.
Roger Koza / Copyleft 2020
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