MARCELO CÉSPEDES: UNA DESPEDIDA
Ayer al mediodía la noticia me llegó por Telegram, enviada por Carmen Guarini. A partir de allí, por la tarde fui leyendo lo publicado en la prensa (en especial una sentida nota de Luciano Monteagudo), las comunicaciones institucionales, más una larga lista, que sigue creciendo, de gente sorprendida y conmocionada en las redes sociales. Al momento de escribir estas líneas aún no pude hablar con Carmen. Escribo esto en primera persona, a lo que no estoy muy acostumbrado, pero el trance y una larga relación me obliga a hacerlo. Conocí a Marcelo Céspedes en dos etapas, a fines de los años noventa. Primero fue una relación telefónica. Con saludo pausado, una voz severa se presentó y me comentó algún proyecto de Cine Ojo. Según puedo reconstruir, se trataba de escribir algo ligado a la edición de documentales en video VHS que la productora había encarado en ese entonces. Aquella fue una tarea fundamental en la difusión de una cultura del cine documental a escala local, y fue algo así como el germen de lo que luego cobraría forma como DocBuenosAires.
A partir de allí, siempre que Marcelo llamaba por teléfono había algo en marcha. Alguna visita, actividad, publicación, edición, lo que fuera. El asunto tenía por lo común el interés cinéfilo y el desafío de lo inusual, a veces hasta el acontecimiento impensado. Un tiempo después coincidimos en una mesa redonda en Centro Cultural Rojas y conocí personalmente a Marcelo el del teléfono. Café mediante, el trato pasó a ser frecuente y se multiplicaron las actividades en común. La creación del DocBuenosAires, el Foro de Producción de documentales, en fin, la relación con Marcelo Céspedes y Carmen Guarini pasó a ser una constante en estas dos décadas. A veces pasaban unos cuantos meses sin vernos, y de pronto algo tomaba forma y el galope de la causa común nos juntaba de nuevo. En un recuento sobre la marcha se agolpan las imágenes de ese recorrido, en el que fueron interviniendo contertulios como Eyal Sivan, Viktor Kossakovsky, Hartmut Bitomsky, Jean-Louis Comolli, Peter Mettler, entre otros. Todos cineastas que dejaron marca en mi trabajo en los últimos veinte años. Y excepto el caso de Comolli, (con quien habíamos iniciado una relación gracias a un encuentro previo, posibilitado por Jorge La Ferla) todos fueron felices encuentros gestados por Cine Ojo y el DocBuenosAires, a lo largo de dos décadas atravesadas en circunstancias de lo más diversas: los primeros años, en la conmoción de la crisis del 2001, las últimas temporadas, atenazadas por una política audiovisual predatoria. Muchas cosas cambiaron en el camino: en un primer tramo el festival y el foro de producción fueron en conjunto, luego tomando entidad propia. El DocBuenosAires tomó tal entidad propia que llegó a erigirse como un evento decisivo en América Latina para apreciar para por dónde pasa el documental contemporáneo, siempre abierto a una mirada al (y del) mundo, en el mejor sentido del término. Era curioso cómo este personaje reacio a tomar la palabra en público y a aparecer en imágenes (salvo cuando encaró las felices aventuras del colectivo Estrella de Oriente y su proyecto La ballena va llena), operaba como propulsor, a medias o decididamente escondido, de todo ese movimiento a veces frenético.
Me he extendido en el DocBuenosAires por haber sido constante partícipe en ese evento crucial de mi agenda cinéfila desde su primera edición. Pero el método Céspedes, si cabe llamarlo así, también se demostró en las películas de las que era el propulsor, por lo común convenientemente disimulado en el momento de su presentación en sociedad. Luego de una etapa inicial en solitario, con Los Totos y Hospital Borda, un llamado a la razón, luego firmando sus documentales con Carmen Guarini, su carrera fue inclinándose nítidamente desde la dirección hacia la producción. La trayectoria de Carmen se perfiló hacia su trabajo de cineasta, docente e investigadora. Marcelo convirtió a su oficina de Cine Ojo en una peculiar cabina de control de proyectos que, a lo largo de los años, dieron lugar a una formidable serie de documentales. El cubil de Céspedes (el bunker, en términos de Monteagudo) sorprendía en su abarrotamiento al visitante, mostrando otro rostro del productor: su pasión coleccionista, que iba desde obras de arte a memorabilia de útiles escolares y recónditas lapiceras antiguas. Desde allí gruñía y movílizaba simultáneamente los proyectos más complicados, echaba a rodar al cine con una pasión y ambición infrecuentes.
Aunque las películas de Guarini y Céspedes, en los inicios de Cine Ojo, podían ser confundidas (a través de una lectura de época) con un cine fundamentalmente testimonial, ya demostraban signos del cultivo de un punto de vista autoral, que asume decisiones éticas y políticas en torno a la relación entre el cine y lo real. Se advertía desde ese entonces un sesgo interrogativo, nada afecto a las seguridades de lo ya sabido, dispuesto sobre todo a mirar y escuchar. Guarini lo desplegó luego en sus trabajos individuales, ingresando en formas crecientemente abiertas e innovadoras. Y Céspedes tradujo esa inquietud desde la producción. Fue seguramente el productor que más sistemáticamente expandió durante estos últimos veinte años lo que en nuestro ámbito entendemos como documental. La diversidad y la marca autoral son constantes en las películas que Fernando Birri, Andrés Di Tella, Alejandro Fernández Mouján, Edgardo Cozarinsky, Cristian Pauls, Sergio Wolf y Lorena Muñoz, Alejandra Almirón, Leandro Colás, por citar sólo algunos de la larga lista, filmaron lo inequívocamente suyo a partir de esa verdadera usina generadora (a pesar de lo exiguo de sus instalaciones) que es Cine Ojo. El Foro de Producción, por otra parte, fue una pieza clave en la generación de proyectos a escala continental y con proyección global. Había allí en juego una idea del cine que se iba demostrando no con palabras, sino película a película. Y no solamente eso: con piezas como Ronda Nocturna o Los viajes del viento, Céspedes dejó constancia de que su oficio de productor no era solo asunto de documentales, sino que ingresaba en la ficción para demostrar que simplemente lo suyo era cuestión de cine.
Marcelo Céspedes pertenecía a una estirpe hoy tan escasa como imprescindible: cineasta, docente, gestor cultural, pero sobre todo era un productor de cine. No alguien que se dedica a fabricar películas como mercancías, pensando ante todo en una lógica de negocios, sino un sujeto movilizado por una voluntad de producir los proyectos que lo interpelaban, en términos de un criterio que a la vez era estético, ético y político.Y su deseo de producir cine incluía una ineludible dosis de desafío, a veces en tensión con sus propias ideas preliminares, modelando sobre la marcha su aporte y modulando su relación con los directores. No pocas veces podía ser de trato difícil, no le escapaba a la frontalidad y la disputa áspera, cultivando su imagen de oso cascarrabias con nada secreto deleite. Ahora bien, el inventario de su trayectoria muestra una pasmosa y ejemplar consistencia. Cada uno de esos movimientos, en los que no predominaba el cálculo sino la pulsión irreductible, se plasmó en forma de films cuya cuota de interés y capacidad de sorprender estaba garantizada. Películas que interrogaban no sólo el asunto que cobraba forma a través de ellas, sino también las fronteras del documental y algunas de las formas posibles del cine. Su ausencia se sentirá muchísimo.
Fotos y fotograma: Marcelo Céspedes; 2) Programa y catálogo del Doc Buenos Aires 2018; 3) Hospital Borda, un llamado a la razón.
Eduardo. A. Russo / Copyleft 2020
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