LEJANO INTERIOR

LEJANO INTERIOR

por - Críticas
03 Ago, 2020 11:51 | comentarios
Vuelve Mariano Llinás con un inesperado mediometraje.

LA INVENCIÓN DE MARIANO

Su dominio estético consiste en la evasión. El mundo de lo cotidiano es la potestad del agobio, la condena a lo doméstico, a todo lo que prefiere el asentamiento y se desentiende del movimiento. Por eso había elegido la ficción como camino en el que la curiosidad es una modalidad de escape. La ficción no era sino una finta de la imaginación contra la repetición deletérea, asfixia lenta para los que sienten que recién puede decretarse la satisfacción de existir cuando se llega una tierra desconocida. Para los amantes de la retirada, vivir es desplazarse, mutar, entrar en movimiento, acompañar la metamorfosis de todo lo que es reconociendo la fugacidad de lo que pretende ser siempre idéntico a sí mismo. Eso ha sido siempre la ficción en tanto aventura: orientarse hacia lo desconocido como una forma de invención, porque en el viaje el aventurero es siempre otro. 

Así fue que el cineasta había ideado un sistema de relatos multiplicados, siempre trabajados bajo la figura de la ramificación, desprovistos de centros magnéticos, a la deriva, en un sinfín de historias microscópicas que empujan el fervor de seguir adelante porque así lo requiere la voluntad del narrador. Para eso necesitaba tiempo, mucho tiempo, porque el acopio de este precedía a una investigación y exploración del espacio. Las películas duraban de cuatro a catorces horas; en esa medida de tiempo elegida se podía recorrer una provincia o el mundo entero, impregnado del espíritu propio del viajero, para quien el compromiso consiste en establecer un movimiento perpetuo sin un destino final. Al cineasta no le importaba a qué lugar llegar o a dónde dirigirse; abandonar la patria era el impulso de origen; no pertenecer, devenir.

Pero un día se detuvo el tiempo y el espacio experimentó una contracción inusitada. Una palabra nueva en el vocabulario denotaba una situación calamitosa. Sucedió que una entidad minúscula y sin inteligencia alguna podía poner en riesgo la vida de las criaturas que habían conquistado un modo de desobedecer a las constricciones de lo dado y habían hecho del lenguaje su más eficaz herramienta para domar las contingencias. Ni siquiera hace falta nombrar la maldición, que ya constituye el acontecimiento mayor del siglo XXI, funesto destino sin fecha de vencimiento que ha obligado a permanecer en el hogar a millones mientras se espera sin caducidad la llegada de un fármaco capaz de prevenir esa calamidad física.

En esa espera desprovista de un fin, al aventurero no le quedó otro remedio que insistir en otro recorrido por lo desconocido, porque de lo contrario sucumbir a la ley de la repetición de lo mismo sería todo lo que le quedaría. Había que hallar una poética capaz de conjurar actos encadenados por la mera necesidad. ¿Qué hacer?, una pregunta leninista que jamás sintió suya, pero que sí tenía ahora un sentido nuevo, privado. ¿Qué podía filmar aquel que ha soñado con espías diseminados por la vieja Europa, mirado al cielo para dedicarle a ese infinito sin habitantes una oración secular muy cercana al amor y asimismo recorrido kilómetros en la nieve siberiana para corroborar que ese paisaje albergaba aún alguna historia o al menos la nostalgia de una? Sin lugar adonde ir y con todo el tiempo encima, pero ahora disociado del movimiento, había que doblegar las inclemencias que hieren al aventurero. ¿Qué filmar? ¿Qué contar? ¿Cómo viajar, o también: cómo volver a emprender un trayecto cuando el horizonte se ha contraído?

El cineasta eligió transformar el living de su casa y el balcón en el set de su nueva película. Prescindió, casi, de otros espacios de la casa: la cocina, los baños y los dormitorios no se incluyeron, porque estos son acaso el espacio de lo privado, dominios impropios del aventurero. Cuando el espacio escogido resultaba pequeño, bastaba añadir fragmentos musicales que evocaran la vieja tradición del cine clásico de Hollywood, pretéritos signos o moléculas volátiles de sonidos que alentaban en otros tiempos a que los hombres y mujeres comunes pudieran desconocer el agotamiento de horas de fábrica y atención en los negocios.

Los protagonistas de este film de aventuras no son justamente hombres y mujeres. En el living de la casa, en los estantes y bibliotecas reposan objetos diversos. Cables, caja de fósforos, libros, paquetes de cigarrillos, cajitas con diminutos objetos prescindibles, juguetes, fármacos, anteojos, cucharas, tazas, discos, polvo, pelusa. Los protagonistas no tienen alma, porque los objetos son reinvenciones de materia diversa con funciones precisas cuyo origen es la materia inorgánica. Dotarlos de vida y volición es propio de una mentalidad infantil (y también paranoica), aunque hay en ese gesto imaginario una desobediencia filosófica de primer orden: un objeto disociado de su función se transforma en otra cosa. En efecto, uno de los momentos más hermosos de Lejano interior es justamente aquel en el que un posavelas, al que se lo llama “El peregrino”, adquiere la nobleza de un guerrero fiel a una causa, solo porque este es un hombre que sostiene el diminuto espacio en el que se deposita la misma vela. Ese objeto de luz ilumina el film en sus intenciones. Es que el cineasta le regala el alma que este objeto no tiene, intuye una sonrisa en la comisura de los labios de arcilla, le prodiga un elogio por su obstinación en cumplir sus funciones, mientras el gato, al lado de este, al que se lo trata como es un animal inaccesible, participa de la escena sin arrogarse protagonismo alguno. A los animales no se los antropomorfiza, no corresponde, es cosa de Disney, sí a los objetos.

El procedimiento general de Lejano interior es simple: filmar los objetos desde posiciones insólitas. La posición del registro está concebida para desnaturalizar. Un mueble impersonal visto en un radical contrapicado o el encuadre al ras de suelo y debajo de una cama garantiza una perspectiva inquietante sobre el hogar. Sobre el plano, no siempre, se escribe en este, desatendiendo en ocasiones —misteriosamente— algunas reglas de la lengua. Lo que se dice en él funciona como un suplemento simbólico de la ya mencionada tarea de desnaturalización y a su vez introduce la conciencia del propio cineasta y el narrador. 

Hay dos pasajes inolvidables en Lejano interior. El primero antecede a y se consagra con la llegada de la lluvia. En el diminuto balcón de la casa, apenas una extensión del living, hay una puesta general que remite a una tarde de té en la que solamente el gato parece saber quiénes son los invitados y quién preparó todo ese ambientación. De ese modo, el cineasta llega a conjeturar una eventual insurgencia de los objetos, como si todos estos formaran parte de un ejército anárquico que piensa en la destitución del orden de sus dueños. Por ahí se entrometen signos políticos que en el cine de este cineasta solamente se inmiscuyen cuando pertenecen a un pasado lejano o, como en este caso, distorsionados por un desliz de la imaginación. En verdad, la sensación de peligro o la inminencia de un acto fundamental es la llegada de la lluvia, cuyo registro es tan elegante como placentero. En condición de encierro, la lluvia es un espectáculo sinfónico y minimalista del azar. Hay también aquí un potencial paranoico que se anuncia un poco, y que después se develará del todo, ya en el final. Objetos tramando una revuelta: algo propio de una veta paranoica que convoca potencias propias del terror. Esto se perfila mejor cuando el cineasta descubre que los discos que emplea en la noche para que su hijo pequeño y su madre bailen al llegar el fin del día no son los mismos que encuentra por la mañana, al otro día, desparramados en uno de los sillones del living. El terror anida justamente en la disyunción de la referencia de un objeto respecto de su sonido y función, y asimismo en los desplazamientos. A Lejano interior no le interesa abordar esta dimensión por completo, pero sí pueden rastrearse algunos indicios inquietantes. 

El otro momento extraordinario del film lo prodigó el azar y la libertad de un niño. El hijo del cineasta aparece unos segundos frente a cámara y el padre le pide amablemente pero con énfasis que no se quede frente a esta, porque se trata de “una película de objetos”, le dice. El niño obedece, pero empieza a conversar con su papá. Es entonces cuando este introduce una compleja teoría sobre la relación de los actores en el teatro y en el cine. El padre no deja entonces de ser cineasta, porque es muy consciente de que las especulaciones de su propio hijo reenvían todo lo que está haciendo a viejos desafíos teóricos relacionados con la ontología de la imagen. En ese mismo momento, el cineasta debe haber sentido que todo el film se inclinaba hacia ese instante en que el corazón del propio film latía más fuerte que nunca. Jamás imaginó algo así, menos todavía el espectador, pero tanto estos como él atesorarán aquella escena impredecible como un viajero que guarda la postal de un lugar que quiso conocer alguna vez y donde, al llegar, corroboró que lo que había imaginado era acertado pero también insuficiente. El cine puede cobijar milagros. En Lejano interior hay uno. 

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Lejano interior, Argentina, 2020.

Escrita y dirigida por Mariano Llinás.

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