NI HACIA ATRÁS, NI HACIA ADELANTE, SINO HACIA TODOS LADOS E INCLUSO HACIA ARRIBA
Estimado Mariano:
Me nombra en un texto (ver aquí) que publicó apenas unas horas atrás, nuestro amigo en común Nicolás Prividera ya le contestó y usted a él, y así sucesivamente. Iba a responder, pero no quise integrarme en ese espacio de discusión, que respeto, pero que a mí me condena al marasmo. Prefiero dejar aquí unas palabras que no serán otra cosa que una aclaración y una exposición metodológica de mi parte.
En primer lugar, permítame esclarecer mi afirmación (leer aquí), quizás algo enfática, la cual despertó en usted desconfianza y quizás una amable irritación. Al decir yo que el cine argentino independiente de ficción de las últimas dos décadas, a diferencia del brasileño, le da la espalda a la realidad más acuciante, no desarrollo al mencionarlo una acusación. Es, sí, una observación, y como tal basta repasar la numerosa cantidad de películas que se han filmado en estos años. Eso no exime de reconocer que hay excepciones, y ni siquiera son pocos los títulos que ahí podemos recoger.
Sin ir más lejos, entre las filas de El Pampero, mal que les pese a nuestro amigo y a otros críticos, tanto reaccionarios como progresistas, el cine de Alejo Moguillansky ha evolucionado hacia una forma de comicidad porosa a la materia espesa del malestar social y asimismo de la amalgama entre este y la política. Alguna vez escribí un breve texto al paso sobre La vendedora de fósforos mencionando cómo ese film decía algo sobre la cultura porteña y la enigmática ciudad macrista que lo ha vindicado por más de una década. Las reacciones no se hicieron esperar. Ese film molestó, no tengo duda alguna.
En segundo lugar, y aquí sí me desvío un poco de la posición necesaria de Prividera: yo no concluyo que todo aquello que le da las espaldas a la realidad a secas, es decir, a la injusticia microscópica, a los miserables que la perpetúan mientras refuerzan el sistema que asimila todo a un orden del mundo que pretende ser un destino evolutivo, es un cine que debe cuestionarse en sí mismo y, en ciertas ocasiones, tal vez, despreciarse. La urgencia que siente Prividera no me es ajena, porque yo no les doy la espalda al obrero al que maltratan y al hombre que arrastra su colchón en las esquinas para dormir una vez más en la intemperie. No me es indiferente, me es inaceptable, y no puedo prescindir de razonar acerca de esa ubicua evidencia minúscula respecto al obsceno viaje del ingeniero a la Costa Azul y la no menos obscena complicidad de sus votantes, que ni siquiera fingen incomodidad.
Déjemelo decirlo así: sospecho que el cine, y en cierto sentido la ficción más que el documental, puede trabajar lúdicamente sobre los secretos y adheridos condicionamientos reflejos del pensamiento, eso que todos dicen tener y no tener: la ideología. Cuando digo esto me gustaría que tuviéramos entre nosotros a un Pasolini, un Fassbinder, un Kluge, un Carpenter. De la marcha del pasado lunes 17 de agosto, con muy poco se podía obtener un They Live 2!
Por último, y quizás sea lo más decisivo que tengo para decirle: pienso que los cineastas pueden hacer las películas que se les dé la gana, como dice uno de los más grandes de la región, Ignacio Agüero. Pero déjeme agregar esto: en mi método de trabajo no voy hacia una película imponiéndole mis categorías de análisis, sí trabajo con estas y me dispongo siempre a que el film las estropee o al menos las arrincone hacia la duda. Antes de analizar un film, o al hacerlo, yo no dejo de analizarme como crítico, pues considero que, si no reviso y cuestiono mis propias convicciones y certezas, mi trabajo se resiente. Mi placer mayor reside en aprender; mirar lo que no veo, escuchar lo que no oigo, concebir lo que no pienso, y devolver en el texto ese proceso de intercambio que hice con la película. Tener la razón no es de mi incumbencia, sí emplear la razón para intentar dar con algo que no sea el resultado de mis caprichos; es que yo no desestimo la verdad y su búsqueda, y en esto soy moderadamente baziniano, y lejos estoy de postular un subjetivismo desligado de la resistencia de lo real. En nuestra crítica abunda un subjetivismo que empieza y culmina con la legitimación perpetua del propio gusto. Al decir esto no digo que no debiera ser así; es otra observación, y también mi corrimiento expreso de ese paradigma.
Pero esto no es todo. Pienso que el cine puede ser de muchas maneras: el suyo, por ejemplo, el cine que yo denomino de la evasión, me parece tan legítimo como la ciencia ficción aplicada a la enunciación de lo perverso y la comedia romántica como indagación de los movimientos insospechados del deseo. A mi juicio existen películas que estimulan la imaginación del yo y el placer de la aventura, otras que operan como un alivio tenue frente a la marcha del tiempo, otras que señalan lo inaceptable y asimismo recobran el sentido de decencia, y las hay también aquellas que convocan a la revuelta. Todas me parecen necesarias. No quisiera jamás prescindir de Sol en un patio vacío, Mauro, La flor, Alanis, Cuerpo de letra, Medium, Lluvia de jaulas, Zama, Adiós a la memoria, Las ranas. Pienso las películas como destornilladores, peines, palas, cuchillos, katanas y tableros de ajedrez, objetos con alma con los que se pueden hacer cosas con uno mismo y con el mundo.
Dicho de otro modo: pienso que el cine es una prodigiosa invención para llevar a cabo distintas tareas. En ese sentido, se puede mirar atrás, adelante, a los costados, hacia abajo y hacia arriba. El tema será siempre el mismo: ¿qué filmar y cómo hacerlo? El problema de Buenos Aires viceversa estaba en el cómo, a diferencia de la notable El amor es una mujer gorda, donde las decisiones formales eran precisas y contundentes. Y dicho esto: usted no ha hecho aún una película sobre Buenos Aires. El plano de la calle de San Telmo mientras llueve copiosamente en Lejano interior permite entrever algo e ilusionarse. Más todavía, cuando un poco antes usted enuncia y anuncia, sublimación mediante, y desplazando todo hacia los objetos de su casa, a un ejército de rebeldes dispuestos a la insurrección.
PS: Si se comunica con su hermana Verónica, exprésele mi admiración: las breves entregas humorísticas sobre nuestro presente no admiten duda: es una persona valiente e inteligente. Como verá, no dar la espalda a la realidad no es incompatible con la estética.
Roger Koza / Copyleft 2020
Lei su articulo Solo señalaba dos enfoques, el brasilero que incluia las conflictivas colectivas socio politicas y un rasgo del buen cine argentino que refleja sentimientos emociones de grupos de personas. Martel como directora es un ejemplo. Escribo porque lo lei y acorde con ud. aunque hay peliculas que no he visto aun. Los espectadores podemos sacar ideas colectivas ¿Por que encajonarse? aquello que me parece inmoral es una pelicula como Amores en dictadura donde bajo el nombre de documental le hacen publicidad a las telenovelas de Alberto Migre y se ridiculiza un periodo dolorosisimo de nuestra historia: la Dictadura Genocida que Prividera rescata tanto en Tierra de Padres como en M. No me siento a la altura de ninguno de los 3 y no lei el libro pero si acorde con su comentario
Querido Roger,
gracias por tu gentil aclaración. Jamás pensé que tu comentario implicara la censura o la admonición: te conozco. Sí me alarma la insistencia en lo de un cine que «le da la espalda a la realidad», más aún cuando esa descripción viene acompañada de la solidaridad con obreros maltratados y con ciudadanos a la intemperie castigados por la miseria. Una vez más: sé que no pensas que no hacer films sobre esas alarmantes iniquidades implica que a uno le sean indiferentes. Me pregunto, sin embargo, si tu hipérbole no sugiere que la decisión contraria (hacer films sobre la miseria, sobre los fondos buitre, sobre el imprudente turismo del ex presidente, sobre la reforma judicial, sobre los desaparecidos en democracia, sobre el coqueteo del partido gobernante con la ultraderecha bolsonarista de Berni, etc.) implica una instantánea apreciación de esos films. ¿Estamos discutiendo si los films deben ser evaluados por sus temáticas? ¿Estamos discutiendo si hay films más «reales» que otros? Lo digo por tercera vez: Sé que conoces las cartas entre Bazin (de quien te declarás seguidor) y Artistarco a propósito de Rossellini. Yo, que también admiro a Bazin, estoy con él: es la forma de mirar la realidad lo que cuenta, no el fragmento de realidad elegido.
Para decirlo de un modo provocador, no creo que el cine pueda «darle la espalda a la realidad». Lo que creo es que el cine no tiene espaldas, y que si uno simplemente mueve la cámara hacia el lado opuesto de aquel en el que está pasando algo, la cámara simplemente filmará otra cosa, y esa otra cosa no habrá de ser menos real, como en la famosa anécdota de Buñuel y el Popocatepetl.
Te mando un abrazo y me vuelvo al Blog de mi Revista, al cual estás siempre invitado.
LL.
Creo que la hipérbole de Roger habilita la salida esa sobre los temas y demás. Error con error se paga.
Porque el cine puede «darle la espalda a la realidad», aunque no hacerlo no signifique solo filmar ciertos temas.
El cine no tiene espaldas, como los ángeles, pero los cineastas si.
Quizá, estemos discutiendo sobre algo a primera vista un poco trivial; sobre, por ejemplo, si los temas son indiferentes, o más o menos indiferentes, qué decir de que casi siempre falten algunos -temas, o “motivos”.
Por ahí, mejor no decir nada. Por ahí, fue el azar. O por ahí, la pregunta no es muy relevante para los cineastas, o para EL CINE, y alcanza para comprender el recuerdo de un trauma juvenil. Quizá, es una pregunta para sociólogos, para críticos culturales, para historiadores… Y cada uno, a su parcela.
Pero me estoy metiendo en jardines, casi sin armas, sin guantes (ni mágicos, ni siquiera otros), sin ganas: el arma. Medio por trasnochar. La verdad es que no lo sé.
Faltan unas comas en mi comentario de arriba y se complica un poco la comprensión, me parece. Es así: «…y alcanza, para comprender, el recuerdo de un trauma juvenil».
Me estoy guardando la cita de Adorno porque destesto las citas de autoridad, pero a los que tengan la Teoría estética en la popular edición de Hyspamérica les recomiendo ir a la página 241. Igual tambien pueden pensar que no sabía nada Theodor.
No pretende el autor disimular los rasgos provocativos de su tentativa. Después de lo ocurrido y de lo que aún amenaza, dedicar tiempo y energía intelectual a descifrar cuestiones esotéricas de la técnica moderna de composición ha de parecer cínico por fuerza. Además, bastante a menudo las obstinadas discusiones artísticas del texto parecen hablar inmediatamente de esa realidad que se desinteresa de ellas. Pero quizás este comienzo excéntrico arroje alguna luz sobre una situación cuyas conocidas manifestaciones únicamente sirven para seguir enmascarándola y cuya protesta sólo adquiere voz cuando la connivencia pública denota mero desentendimiento. Esto es sólo música; ¿cómo ha de estar constituido un mundo en el que ya las cuestiones del contrapunto atestiguan conflictos irreconciliables? Por eso las reflexiones que se ocupan del despliegue de la verdad en la objetividad estética se refieren únicamente a la vanguardia, la cual está excluida de la cultura pública evidenciando que el retorno positivo de lo periclitado se desvela como más radicalmente cómplice con las tendencias destructivas de la época. De manera que, si precisamente el tratamiento de Schönberg, el inspirado por la expresión, el radical, mueve sus conceptos en el plano de la objetividad musical, pero el del antipsicológico Stravinski plantea la cuestión del sujeto mutilado por cuyo patrón está cortada toda su obra, también aquí opera un motivo dialéctico. Neoclasicismo vs Constructivismo dodecafónico. El qué y el cómo. El momento histórico y lo constitutivo. Restauración y vanguardia. Las espaldas y la realidad.
Contrapunto. Quizás el caso de Renoir confirmaría el estado de (in)consciencia galvanizada de la cinefilia para quien la armonía abnegadamente alcanzada en el clasicismo vienés se integra como objeto de decoración (musicalización) cinematográfica. Acaso el problema no sería entonces sus imágenes sino su forma de musicalizarlas.
Habría querido pensar más en este asunto, pero ayer estuve muy ocupada, entonando la bienaventuranza de los que estamos en el fondo del pozo. Sepan disculpar, no pude negarme, me lo pidió el presidente. Algo diré sobre la cuestión de marras, de cualquier modo, veremos qué. Recordaba que la película más linda del mundo empieza con la primera de las tres Danzas alemanas de Mozart (un evidente, o aparente, anacronismo), mientras vemos pasar, blanco sobre negro, primero los títulos y, de inmediato, la advertencia de que lo que sigue es un divertimento sin ninguna conexión con la realidad -¡no fuéramos a pensar!-, cuya acción – se juzga, sin embargo, conveniente indicar – se sitúa en las vísperas de la Guerra de 1939. Y ahí nomás:
Coeurs sensibles, coeurs fidèles,
Qui blâmez l’amour léger,
Cessez vos plaintes cruelles :
Est-ce un crime de changer ?
Si l’Amour porte des ailes,
N’est-ce pas pour voltiger ?
N’est-ce pas pour voltiger ?
N’est-ce pas pour voltiger ?
Pero no quería hablar exactamente de estas forzosas ironías – Renoir mismo dirá más tarde en qué relación creía él que la película estaba con la realidad. Lo que quería pensar empieza con esas imágenes que todos conocemos bien -y, si no, están disponibles por todas partes-: en cuanto terminan los créditos y las advertencias y Mozart, lo que vemos es un plano casi entero de un operador de radio con sus equipos modernísimos, diseñados para emitir desde exteriores, y la cronista que se desplaza tensa entre una multitud bulliciosa y expectante, mientras habla al micrófono y arrastra un cable grueso e interminable que le permite moverse por todos lados. De golpe, la multitud escucha o ve al avión que está a punto de aterrizar y se lleva puesta a la NOTERA, en su corrida hacia la pista para recibir al héroe de la aviación francesa André Jurieux, que acaba de batir no sé qué récord aéreo, mientras la policía intenta contenerla. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué ya en esos dos minutos La règle du jeu es TAN una película de su época y TAN de la realidad, con esto que acabo de, más o menos, contar, nada más? Y también es ya tan irrecusablemente bella y potente y atrapante, una película que quién no querría filmar.
Me parece que, entre otras cosas, por esto: porque los equipos radiofónicos, las multitudes enfervorizadas por el héroe nacional, o los aviones eran entonces, al mismo tiempo, algo inequívocamente moderno, de su época, reconocible, y, sin embargo, todavía, un poco misterioso – podemos matizar lo de las multitudes, si quieren, pero no hay duda acerca de los objetos de la tecnología. Todo el mundo sabía qué era eso que estaba viendo, la radio y los aviones eran prácticamente epítomes del presente arrollador (aun si no eran inventos tan recientes); pero no todo el mundo salía por la radio o veía un avión todos los días. Esos objetos se daban con mucha más facilidad al cine que los nuestros. Eran, sin duda, objetos fotogénicos, además. No es que el tiempo que nos separa de La règle du jeu nos haga verlos así, incluso entonces conservaban una lejanía que los volvía cinematográficos. Hoy no hay nada como eso. Todo se ha hecho inmediato, la técnica se ha hecho inmediata y omnipresente, las multitudes, de otros modos, también, y parecería que la única forma de preservar cierto misterio es volvernos, precisamente, hacia las cosas que no vemos todos los días. O estar con las de todos los días, pero elidir las que son más presentes, más mostradas. Cualquier otra decisión sería quizá vulgar. Pasa hasta con los cuerpos, si mostrados en su actividad diaria. Tanto abunda todo por todas partes.
Esto, no solo, pero también, a propósito de la página 241 de la Teoría Estética (y aunque no creo que Adorno hubiera, en cualquier caso, condescendido a los encantos de esos planos de Renoir). Porque lo que pide Adorno ahí es romper con el consumo historicista de las obras de arte de la tradición, con la falsa comprensión, con el falso acceso a las obras del pasado, para volverse hacia un arte del presente que lleve sobre sí la historia, la experimentada, pero -¡attenti!- de modo inconsciente. Y, enseguida, dirá de esa cercanía que se da a causa de lo que en la obra habla. Algo habla (no, yo). Entonces, estamos como cuando vinimos de España, porque parece que todos acordamos en que en la verdadera obra de arte el presente habla. Lo que que pasa es que cada vez más se hace un esfuerzo ingente para que ciertos fragmentos del presente no estén tan presentes, quizá, porque ya los hemos visto demasiado y no sabemos cómo mirarlos, y mostrarlos, de otro modo, de un modo distinto al que tenemos por vulgar – y que quizá sea vulgar, después de todo. Por lo menos en las ficciones, o sobre todo en las ficciones. Ya no sabemos cómo hacer para que, como en 1939 las multitudes, los aeroplanos, o las emisoras radiales, las cosas de hoy aparezcan de ese modo como inconsciente, no redundante, no retórico; para que algo hable (no, yo) – nada de esto, huelga decirlo, pretende desconocer lo genial que era Renoir; claro que no todas las muchedumbres, ni todos los micrófonos, ni todos los aviones eran así en 1939-. Y hay un temor loco a hablar uno y hablar de un modo torpe, pero no porque nos asustamos con justa razón cuando salimos de ver la de Agresti por segunda vez. Creo que hay algo más fuerte, algo que está en las cosas mismas.
Una respuesta es la de Vicente Monroy (Contra la cinefilia: Historia de un romance exagerado, Madrid, 2020). Se puede cuestionar sus conclusiones, dudar de la originalidad, de la rigurosidad, lo que sea (no es este el lugar para responder a nada de eso), pero en el librito hay un diagnóstico (patologizaciones aparte) que no se puede desechar livianamente. Porque la cuestión, al final, no era (solo) la cinefilia, era nada más y nada menos, que el cine. El cine, que no puede ya estar como estaba en relación con lo real. Y cuando precisamente ese modo de vincularse con lo real era lo que lo hacía cine y no más bien otra cosa. No, cualquier otra obra audiovisual, por ejemplo. Entonces seguir adheridos al cine es hacer más o menos lo que Adorno pide que no se haga: hacer como que entendemos un arte del pasado que en verdad no comprendemos ya en absoluto, para vivir en la certeza (fingida, trucha), o en la legitimidad, de la tradición. Esto último, así, lo digo yo, no Adorno, que nunca dijo que algo fuera “trucho” -aunque un poco sí.
Es peliaguda la cosa porque escribir me lleva a corolarios a los que habría preferido no llegar. Y como no puedo menos que ser consecuente con mis propias premisas, pero no me gustan las conclusiones, me pregunto, ¿qué hacer? Algo que nadie se preguntó nunca. Corazones sensibles, corazones fieles, que reprueban al amor ligero, detengan sus crueles lamentos. ¿Es un crimen cambiar. Si el amor tiene alas, ¿no es para revolotear? ¿No es para revolotear? ¿No es para revolotear? Después de todo, y ya que estábamos con Adorno, ¿no es que hay arte cuando no comprendemos bien el mundo, lo que estamos viendo, o lo que estamos escuchando? O, por lo menos, ¿no es que no comprender bien el mundo es un momento necesario del arte verdadero? ¿No será el momento ese en que dejamos que algo hable? No hablo de magia, ni de nada místico, ya saben. Hablo de estar menos pendientes de uno mismo y más de eso que no se comprende y que por ahí es feo. O vulgar. De abrazar la fealdad, o la vulgaridad, o el ridículo y mantenernos un rato en el temor y en la duda, hasta que pase algo y sacando del medio todo, todo, lo que sabemos que es gusto y herencia – que al final es lo mismo. O, por ahí, ya fue todo. Por ahí, el niño ya se hizo viejo y queda el agua sucia nomás y nos gusta chapotear ahí, igual, todos moriremos.
Carla: leí con atención; nada tengo que agregar, porque hacerlo en este momento es detener los efectos de tu texto en mí y prefiero que así sea, que perdure.
Carla:
La página 241 arranca diciendo que «el momento histórico es constitutivo de las obras de arte». Lo que no signifique que no abogue por la autonomia estética. Simplemente que toda su teoria se juega en esa dialéctica.
Pero no tengo intenciones de ponerme a hacer la exégesis de Adorno (entre otras cosas porque no apreciaba mucho ninguna película), pero leyendo su Teoría estética me queda claro que Renoir la cumple y dignifica.
Comentario al paso: Si uno lee una hora Teoría estética y en la otra siguiente Mínima moralia, quizás sí podría pensar con NP de que Renoir le hubiera gustado ese film. Quizás.
Es difícil citar a los dialécticos porque parecería que lo mismo te dicen una cosa que te dicen la otra. Y en la misma frase. Y lo bien que hacen. XD
Igual, nos gustan un montón de cosas de las que Adorno abominaba, ¿no? No sé qué habría dicho de Renoir, o qué decía, pero creo, como Nicolás, que Renoir cumple y dignifica. R
V
*Seguro que no se van a alinear los caracteres.
La misma teoría de Adorno nos permite apreciar lo que a él no necesariamente le gustaba… Esa es dialéctica de la buena.