NOTAS DEL SUBSUELO: A PROPÓSITO DE LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS
El concepto de elitismo aplicado al cine y la música, como también a las letras y otras expresiones del arte, es tan injusto como auténticamente elitista. Es lógico que Indian Song, Atmosphères y Finnegans Wake resulten imposibles sin un entrenamiento en el visionado, la escucha y la lectura; son obras arduas incluso para el iniciado o el especialista, pero nada impide que tales títulos como tantos otros no puedan ser asimilados por cualquier hombre o mujer que se interese por expandir su relación con los films, las piezas musicales y los libros. Adjudicar a las obras complejas una naturaleza elitista es justamente condenarlas en esa evaluación apresurada a un destino mezquino y clasista, un juicio de índole elitista tendiente como tal a la exclusión.
En Los trabajos y los días, título que remite sin ambages a los inicios de la tradición literaria de Occidente, Juan Villegas se propone filmar una zona escogida como segunda sala del Teatro Colón, ubicada en el subsuelo de esa institución. Allí funciona el Centro de Experimentación del Teatro Colón (CETC), fundado en 1989 y en el que Gerardo Gandini fue una pieza clave de su programa estético. Villegas no emprende aquí una genealogía de ese espacio simbólico, más bien prefiere leer en su actualidad la impregnación de sus memorias y las consecuencias de una prédica. Dar a conocer un tipo de música que está en tensión con el canon clásico que se vindica en la sala principal del Colón no es justamente una labor menor y sin contratiempos. Para Bach, Mozart y Beethoven existe una audiencia, para Varèse, Lutosławski o Reich hay que constituirla. Alguien dice, en un momento al paso, que e CETC más que trabajar con la habitual expectativa del público se orienta a modular los condicionamientos de esa expectativa, redefiniéndola y así ampliándola. Que esté en el subsuelo es mucho más que una azarosa destinación.
Algo similar puede decirse de Los trabajos y los días: la puesta en escena es accesible, pero no siempre tradicional ni didáctica. Funciona como una doble introducción estética: se prodiga la información que se necesita para saber algo de ese espacio, se devela la cotidianidad del funcionamiento de la institución y posteriormente los planos son absorbidos por la propia sustancia del film: la música contemporánea (que tiene casi 100 años). En efecto, los últimos 20 minutos, la propia obra musical que se representa en el subsuelo y la particular condición de ese espectáculo tiñe a Los trabajos y los días de un amable matiz de penumbras, en consonancia con lo abstruso de los sonidos combinados de los instrumentos que desafían a todos aquellos que conciben el ordenamiento musical bajo una lógica melódica y de estructuras codificadas.
Pero no todo es música e institución en el film de Villegas. Como el título lo indica, también es un film sobre el trabajo, que no es inmune a una vetusta pero vigente división: el productor da órdenes y organiza, las asistentes resuelven contingencias de todo tipo, los iluminadores intentan comprender la mejor disposición de los focos en el escenario y el personal de ordenanza barre y limpia, como siempre. Villegas les dispensa planos democráticos a todos. Todos son trabajadores esenciales.
A los impacientes, Los trabajos y los días les puede resultar exasperante debido a que el film prescinde de hilar secuencias siguiendo una retórica directa sobre la institución, la música y los protagonistas. Muchas cosas se dicen, pero nunca se enfatizan ni se sostienen en la duración total. No hay un argumento para filmar y exponer, sí una experiencia para transmitir y compartir. Son los ojos y los oídos los que son tentados a moverse sobre los planos, como si el propio film respetara la estética descentralizada de la música contemporánea.
***
Roger Koza: El film oscila entre filmar el espacio elegido y asimismo invocar al fantasma que le dio vida, Gerardo Gandini; sospecho que la ausencia del extraordinario compositor le suscitó elegir la modalidad observacional para filmar el CETC. La ausencia de un protagonista lo debe haber inclinado a tomar ese camino, en tanto que una institución como tal nunca se erige como personaje. En otras palabras, ¿qué cree que obtuvo por tomar esa poética?
Juan Villegas: Yo sigo creyendo en el registro de observación en el documental, aunque pareciera haber pasado de moda. No soy ingenuo y sé que la idea de objetividad en la mirada documental es una trampa o una mentira. Soy consciente que la presencia de una cámara y de un equipo de filmación (aunque sea mínimo como en este caso) ya está alterando de por sí la realidad registrada. Una opción, que es por la que muchos cineastas contemporáneos han optado, sería la de evidenciar esa presencia de una filmación. Pero entiendo que, precisamente porque ya es una obviedad que alguien está filmando, no hace falta hacerlo notar. Sí me pareció importante estar muy atento a la distancia con lo mostrado. Debía ser una cercanía suficiente para que esa observación pueda dar cuenta de los conflictos internos del CETC y que la presencia física de los personajes se nos ofrezca con vitalidad y fuerza suficientes. Pero al mismo tiempo no podía estar muy lejos, porque eso podía dar una idea de alguien espiando desde afuera. Y yo precisamente, como decía antes, quería evidenciar la presencia de la cámara y del equipo en forma implícita. Querría que el espectador, inconscientemente, presienta que hay alguien filmando y que los hombres y mujeres que aparecen en la pantalla saben que los están filmando. Y que aún así la realidad se revele al espectador.
Al mismo tiempo, me interesa utilizar un dispositivo de puesta en escena propio de la ficción en el documental. En este caso, construir escenas a través de raccords de miradas, evitando que esas miradas sean a cámara, simulando una planificación propia de una película de ficción. Cuando hago ficciones, cada vez me resulta más interesante, a la inversa, utilizar procedimientos del documental.
De todos modos, usted incluye algunos testimonios clave, y en ese sentido, no es del todo un documental observacional ortodoxo. Lo que dicen Beatriz Sarlo y compañía le permite contrarrestar la mudez de quienes están trabajando y asimismo de la compleja música del siglo XX, que aún se resiste a ser patrimonio de los amantes de la música. ¿Pensó en estos testimonios antes o después? Esas intervenciones ordenan simbólicamente la fluidez de los planos y el sentido, planos que son siempre muy hermosos y cuidados.
Están pensados desde el principio. De hecho, fueron grabados antes de filmar. Y siempre fue la idea de que aparezcan solo como sonido, sin la imagen de los entrevistados. De hecho, las entrevistas solo fueron grabadas con audio. Era como si utilizara esas entrevistas como una forma de investigar de qué se trata el CETC, pero al mismo tiempo sabiendo que las iba a utilizar en la película. Me interesaba poner en tensión el presente total que aparece en el registro visual y esas reflexiones que apuntan a veces a repasar la historia del CETC o a pensar su importancia como institución cultural. No pretendía que esas voces expliquen las imágenes, sino que las pongan en tensión o en todo caso le agreguen una capa más de sentido. Y al mismo tiempo pensé esas apariciones de esas voces en el sentido que Bresson le da a la idea de relevo: «Imagen y sonido no deben prestarse ayuda, sino trabajar cada uno a su turno en una especie de relevo».
En una de las intervenciones alguien dice que el CETC trabajó en una dirección en la que las expectativas del espectador se ponen en juego; en ciertas ocasiones se respeta lo que el oyente espera, en otras se trabaja para que el umbral de expectativas evolucione hacia zonas desconocidas. ¿Cómo ve usted esto respecto al film en sí? Mi impresión es que este oscila entre ambas posiciones.
Esa es una observación de Federico Monjeau, que me parece muy interesante para pensar toda política cultural, sobre todo las que dependen de lo público, pero también las iniciativas privadas en relación a la promoción de toda disciplina artística. Y creo que la figura de Gandini fue muy importante en ese sentido y no es casualidad que haya sido el creador y primer director del CETC y que siga siendo una figura emblemática, aun hoy cuando ya pasaron varios años de su muerte. Gandini era un músico complejo y exigente, pero al mismo tiempo, como señala Beatriz Sarlo en la película, era alguien al que le interesaba que el público entienda esa complejidad, la pueda poner en contexto en relación a toda la música. Era un divulgador, en el mejor sentido de esa palabra, porque no buscaba resignar sus propias exigencias como artista para que le público lo entienda, sino que confiaba en que el público, cualquier público, podía apreciar lo que él intentaba hacer. A mí me parece que un artista tiene que ser generoso con su público, pero esa generosidad implica también exigirlo y nunca menospreciarlo. Es cierto que por mi formación como espectador de cine, por mis gusto ecléctico (que abarca desde propuestas muy radicales hasta un cine popular y amable) y tal vez por mi propia sensibilidad, en todas mis películas hay una tensión entre la claridad narrativa y la opacidad, entre la amabilidad en las formas y un estilo más ríspido. Por más que quiera acercarme más hacia uno de los extremos, algo mío tensa siempre hacia el otro lado. Soy feliz cuando siento que esa tensión no se resuelve sino que se convierte en la propia lógica estilística de la película, cuando no funciona como una alternancia sino como una tensión interna entre dos tendencias.
Su película anterior era muy distinta, pero también tenía en el centro a una cantante. Acaba de escribir un libro en el que aborda el tango. En Victoria usted les prestaba muchísima atención a los ensayos y a los episodios domésticos del personaje. Aquí, la atención se divide entre la preparación y el trabajo puesto en esto, lo que le debe haber llevado a elegir un título que remite a los orígenes de la literatura occidental y al concierto en sí, al que le dedica un gran tiempo en el final. ¿Qué piensa del hecho de filmar la música? ¿Y por qué le interesan tanto los intersticios entre la ejecución o el ensayo, digamos, el contracampo no musical?
Yo tiendo a pensar que al cine le resulta muy difícil dar cuenta de la verdad que se establece entre un artista y el público en toda disciplina artística performática. Creo que me pasaría lo mismo si intentara filmar la representación de una obra de teatro. O en todo caso, se trata de una limitación mía. De hecho, siento que esto lo descubrí en el rodaje de Victoria. Yo filmé uno de los recitales de Victoria Morán, pero el resultado de lo filmado me resultó muy decepcionante. No había nada en ese material, aun cuando el sonido estaba perfectamente grabado y la imagen era correcta técnicamente, que me remitiera a lo que yo sentí cuando estaba presente en el recital. Sin embargo, cuando la filmaba en los ensayos o en las grabaciones, sentía que podía reconstruir escenas que sí daban cuenta de su energía y su personalidad artística. En el caso de Los trabajos y los días decidí filmar la representación de la obra de la que vimos su preparación, pero siento que más que filmar la obra lo que hago es filmar el encuentro del público con la obra. Y eso sí me parecía interesante y creo que el material sí puede dar cuenta de eso. En toda la primera parte, muestro el detrás de escena (la preparación, los ensayos, la burocracia, el dispositivo técnico). También filmo a los músicos, pero efectivamente me resultaba más estimulante y atractivo mostrar pequeños detalles que tienen que ver con el oficio de músico. Por eso me detengo en mostrar como uno abre el estuche de instrumento, como lo prepara, los momentos de afinación, los mecanismos de concentración. Y la idea de incluir al público, en el final, era una forma de dar cuenta de ese tercer vértice que es fundamental, porque la película habla también del lugar del público en el arte que apuesta por la experimentación. No por nada, incluyo un momento en el que uno de los asistentes deja la sala en medio de la representación.
Quería preguntarle sobre la relación que existe en un film como Los trabajos y los días entre el momento de registro y posteriormente el del montaje. ¿Qué busca en el primer momento y que añade en el segundo?
Frente a la instancia del registro, yo no tenía un guion, en términos tradicionales, sino solo un par de hipótesis, que tenían que ver, por un lado, con la idea de que filmar el trabajo (los trabajos, para ser más preciso) podía dar cuenta del funcionamiento de ese espacio, y también la idea de que los pequeños detalles burocráticos eran esenciales para narrar la lógica de una institución pública como el CETC, que busca la sofisticación en cuando a lo que exhibe hacia afuera pero lo hace desde cierta precariedad. A partir de eso, se trataba de estar atento a todos las situaciones que me sirvieran para confirmar o refutar esas hipótesis. Pero yendo más a lo estrictamente técnico, frente a cada situación que se presentaba y merecía ser filmada, yo me sentía como director de una forma muy parecida a la que lo hago cuando dirijo ficciones. Es decir, me proponía elegir las posiciones de cámara y encuadres que mejor dieran cuenta de lo que estaba sucediendo, estando atento ya en la instancia del registro en buscar angulaciones diversas que luego me iban a permitir montar los planos de una forma fluida y atractiva. La gran diferencia es que en el documental, esas decisiones sobre la posición de cámara y la planificación pensando hacia el montaje se llevan a cabo en medio del vértigo de lo real. Pero aun así, tratábamos todo el tiempo de ser muy rigurosos en cuanto a los encuadres y los movimientos de cámara, que no parezca que la cámara está donde puede sino que está dónde mejor se ve. Luego, en el montaje hay un trabajo de reconstrucción. Ahí me permito manipular los materiales, traicionando a veces la realidad literal del espacio y del tiempo, pero con la intención de que en esa reconstrucción aparezca la huella de lo real. En todos estos procesos, fueron claves las cuatro mujeres que me acompañaron. Inés Duacastella es una camarógrafa y directora de fotografía excepcional. Fue el primer trabajo que hicimos juntos y nos entendimos de entrada. Es rápida para encontrar los encuadres adecuados, sabe apreciar la belleza de las penumbras, no le tiene miedo al riesgo y a la prueba. Y la montajista, Guillermina Chiariglione, fue fundamental para lograr esa reconstrucción de la que hablaba. Yo estaba obsesionado con que la película construya escenas, para que de esa forma poder trascender la idea de mero registro de lo real que está implícito en el registro documental. Y en eso ella fue muy hábil. Y en el sonido hubo dos personas fundamentales, Mercedes Gaviria en el rodaje y Valeria Fernández en la postproducción, porque el sonido también es clave, no solo por tratarse de una película sobre la música, sino en sus posibilidades para reconstruir lo real. No me parece casual que todas ellas, que son muy jóvenes, sean también directoras y muy talentosas. Así como en las ficciones me gustan los actores que también son directores (de cine o teatro), como es el caso de Camila Toker, Moro Anghileri, Daniel Hendler, Santiago Gobernori, Camila Fabbri, Pila Gamboa, en los documentales me gusta trabajar con técnicos que también puedan pensar como directores.
¿Por qué elige planos generales en el seguimiento del concierto y cómo decidió el tiempo de duración del concierto?
En parte, esa decisión estuvo condicionada por nuestra posición durante el concierto. Debíamos estar al costado y no podíamos movernos mucho. Pero al mismo tiempo, los planos generales, tanto del público como de los músicos, me servían para mostrar a unos y a otros como sendas unidades. De alguna manera, pretendía pensar los planos del público y de los músicos con la lógica del plano y contraplano que se da en una conversación. Pero con una salvedad: era necesario que cada plano tenga una duración suficiente, porque me importaba que el espectador de la película pueda percibir ese momento de forma análoga a lo que se sentía frente al concierto. Es decir, que aun cuando la representación de la obra en la película tiene una duración menor a la que tuvo en la realidad, buscaba que la sensación sea la de estar percibiendo el tiempo real.
¿Por qué decidió cerrar con el fragmento del film de Filippelli?
Sentía que tenía que darle un lugar importante a Gandini, más allá de lo que se manifestaba en los testimonios. Y me acordé de esa película de Filippelli, Esas cuatro notas. Esa película, como la mía, también cuenta la preparación de una obra; en ese caso, una ópera de Ganidini para ser representada en la sala principal del Colón. Sentía, entonces, que funcionaba de alguna manera como un espejo de mi propia película. Además, me daba la posibilidad de mostrar imágenes de Gandini. Pero no cualquier imagen, sino unas registradas por un cineasta que admiro y quiero. Rafael es mi maestro y mi amigo. Incluir esos fragmentos era también una forma de homenajearlo y agradecerle.
Roger Koza / Copyleft 2020
Últimos Comentarios