UN BAILARÍN CON UNA CÁMARA
La amabilidad y la precisión constituyen los rasgos del cine de Damien Manivel, el cineasta francés de 39 años que en el 2014 tuvo su debut en el Festival de Locarno con Un joven poeta, una película adorable sobre un joven que quería escribir poesía y no comprendía muy bien la relación de la experiencia con el lenguaje. Después hizo El parque, estrenada en una sección paralela de Cannes, otro filme rodado en Japón (y codirigido con Kohei Igarashi) titulado La Nuit où j’ai nagé, estrenado en el Festival de Venecia, y finalmente Los hijos de Isadora, cuyo estreno mundial tuvo lugar en Locarno, en agosto del año pasado.
Es un lugar común asociar el cine con las emociones. Hasta los más curtidos lloran en el cine. La trama injusta enardece, una historia de amor malograda entristece, la pérdida de un amigo en una guerra angustia, la vindicación repentina de la vida de un buen hombre repara. Los sentimientos han sido codificados en el cine, y por esa razón es eficaz convocar al espectador a sentir lo que otro vive por ella o él. Pero ¿cómo se filma un sentimiento?
Cuatro personajes en tres historias unidas por una pieza de danza le bastan a Damien Manivel para delinear a través de estos y sus circunstancias qué significa sentir una pérdida irreparable en el propio cuerpo. La gran coreógrafa y bailarina Isadora Ducan, después de que sus dos hijos perdieran sus vidas en un accidente en Paris en 1913, sintió el deseo de traducir el dolor en una coreografía. De ahí surgió Mother, la solitaria pieza que, en Los hijos de Isadora, reúne sensiblemente a una bailarina joven, una profesora y una estudiante, y también a una mujer mayor que asiste a ver una representación de la obra.
A Manivel, quien además de cineasta es bailarín, no le interesa poner en escena la pieza en sí, más bien su preocupación pasa por cómo filmar un movimiento del cuerpo que está cifrado por un sentimiento. En un pasaje, la profesora de danza enseña a su alumna un álbum de fotos en el que los brazos de Duncan contienen amorosamente a sus dos hijos. Esa expresión forma parte de la coreografía, y al observarla permiten imaginar la necesidad de la bailarina de restituir la memoria del gesto en una acción física acompañada por música. (Duncan eligió para eso un hermoso estudio de piano de Alexander Scriabin, que el compositor escribió a los 15 años). Ese aprendizaje duplica el aprendizaje del cineasta y también el del público.
En la primera historia, la estudiante lee la autobiografía de Duncan y trabaja sobre los movimientos de su cuerpo en su interpretación de la pieza coreográfica. En la tercera historia, la mujer que asistió al teatro a ver Mother repite algunos movimientos en su casa. Algo la había conmovido, algo personal, y a través del empleo del zoom un detalle minúsculo el film sugiere la razón. El reparo emocional es evidente.
Los hijos de Isadora ostenta una delicadeza infrecuente. El plano sobre un gesto de una mano, el paseo y el descanso de un personaje por un parque o la larga caminata de otro para llegar a su casa constituyen acciones mínimas que transmiten emociones precisas. Curiosa proeza estética: Manivel ha sorteado la comodidad que prodiga una palabra para referirse a un sentimiento, y al hacerlo se remite al plano cinematográfico para hacer del desgarro una experiencia visible, aun táctil. La pérdida se toca con los ojos, el propio movimiento cuenta la historia.
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Roger Koza: Usted tiene una experiencia personal como bailarín. Es su cuarta película, pero es la primera vez que le prodiga espacio a la danza. ¿A qué se debe la decisión de filmar recién ahora una película sobre la danza?
Damien Manivel: Desde que empecé a hacer películas quería hacer una sobre la danza, pero por muchos años estuve escrudiñando cómo aproximarme a filmar la experiencia de bailar. He visto más espectáculos de danza que películas, lo que debería bastar como inspiración. No sé la razón por la cual me costó tanto. Había escrito algunos bosquejos de guion y no me satisfacían. Tenía la intuición de que si lograba hacer una película sobre danza habría de tener una relación con la historia de la danza. Quizás una pieza antigua, una coreografía olvidada. Conseguí un dinero gracias al festival coreano de Jeonju y pensé que era la oportunidad para hacer este film. En ese momento no sabía que iba a ser algo con Isadora Duncan.
¿Cómo eligió entonces la figura de Duncan, el espectro ubicuo que recorre las tres historias de su film?
Empecé a filmar sobre la marcha, improvisando secuencias con una actriz, Agatha Bonitzer, quien protagoniza la primera historia. También le solicité ayuda a una amiga que es coreógrafa. A Bonitzer le sugerí que sus movimientos fueran muy lentos. La filmaba, miraba el material y fue la coreógrafa la que advirtió que los movimientos de la actriz remitían a Mother de Duncan. Pero ella lo expresó en francés: “La mer”, y entendí que se refería al océano, porque así se expresa el mar en mi idioma. Como sea, cuando ella dijo eso entendí que ahí estaba la película. Le pregunté en qué consistía y me respondió que se trataba de un solo, de un movimiento diagonal, y que lo había escrito tras la muerte de sus hijos. De ahí en más me dediqué a investigar sobre la pieza y descubrí que no había muchos vestigios de Mother. No había nada filmado, tampoco fotografías, sí las anotaciones de Duncan, es decir, una pieza de danza en el papel. Esa condición menesterosa me entusiasmó: había entonces que restituir viejos documentos y adaptar, a partir de una pieza escrita, ese material a una película de ficción.
La pieza original está orientada a conjurar fallidamente una pérdida. Esto se siente en la tercera historia. Pero el film parece ser algo más, como si todo fuera un hermoso esfuerzo por distinguir cómo del movimiento del cuerpo en el espacio nacen los sentimientos. ¿Eso fue algo que usted tenía en mente?
No con precisión, en principio porque no suelo trabajar con un guion. Mi trabajo consiste en reaccionar ante el intérprete y eso es lo que filmo diariamente; entre lo que recojo filmando y la investigación previa que he hecho surge la película. La pieza de Duncan ya contaba con el tema musical de Alexander Scriabin, lo que me conmovió, sobre todo porque el músico escribió ese estudio cuando tenía 15 años. Duncan eligió ese tema musical para acompañar la expresión de un sentimiento tan trágico como íntimo. No es azaroso que haya elegido la composición de un adolescente. Todos esos elementos fueron considerados como sustancia de la película. Frente a todo esto yo reacciono, prescindiendo de imponer mi punto de vista. La conexión entre el movimiento, la música y el sentimiento ya estaba así impregnada de los materiales iniciales. De mi reacción sobre eso construyo el film. Yo no actúo, reacciono, filmo mis reacciones.
¿Qué le llevó a relacionar estos hallazgos sensibles a un conjunto de historias en la que expresamente participan cuatro mujeres que pertenecen a distintas generaciones?
No fue en sí una decisión; como dije antes, pensé que iba a trabajar solamente con una protagonista. Pero luego encontré a mucha gente asociada a la labor de Duncan. Conocí a una bailarina estadounidense, Amy Swanson, quien me invitó a su estudio y bailó la pieza especialmente para mí. Aquel día estaba dando clases y enseñando la técnica de Duncan. Y en la clase solamente había mujeres, pero de todas las edades. Todas bailaron la pieza, era la primera vez, porque Mother no es muy conocida. Volviendo del estudio me di cuenta de que en el film la misma pieza tenía que ser interpretada por mujeres distintas. También pensé en un hombre. Lo que detecté es que lo interesante residía en ver qué reacción habría de suscitar una pieza antigua en personas de distintas edades. Al filmar a distintas personas el placer fue inmenso, porque podía reparar sobre el nacimiento de los sentimientos en el movimiento de cada cuerpo. También tenía en mente a algunas personas que conocía, como a la protagonista de la última historia, con la que había trabajado en La Dame au chien. Diez años después quería volver a trabajar con ella. Por otro lado, en todas mis películas, la presencia de distintas generaciones es una constante.
En la segunda historia, en la que una adolescente ensaya Mother con la supervisión de su profesora, porque se prepara para una inminente presentación, el film se concentra esencialmente en observar la relación que existe entre ciertos sentimientos y gestos. ¿Por qué esa acentuación?
La segunda parte de la película está centrada en la transmisión. Cuando me desempeñaba como bailarín tenía que lidiar con ese aprendizaje, y es algo que rara vez se observa en un film. Me interesa mostrar el lenguaje empleado por una profesora al elegir los términos para que otro pueda entender qué sucede entre el movimiento y el sentido. Y a la vez no es solo eso: la atmósfera, lo que no se dice, también es decisivo. La paradoja es que para transmitir algo con el cuerpo no se debe hablar, aunque al mismo tiempo se habla mucho sobre eso. Yo prestaba atención a lo que se dice, pero también a eso que sucede entre la estudiante y la profesora, que está en relación con una energía compartida más que con la comunicación verbal.
En ese pasaje, el film se duplica a sí mismo: la experiencia del personaje se repite en la percepción del espectador; ambos aprenden a reconocer cómo un movimiento cifra un sentido. Y el propio film parece convertirse en una entidad que aprende.
Lo que pasa con ellas es también lo que sucede conmigo como cineasta. Siempre se está lejos de lo que se sueña. El lugar del fracaso en el aprendizaje es una constante; se duda y se falla. El tiempo que lleva hacer algo, la soledad que se siente en ocasiones, todo eso se puede apreciar en esa parte de la película. Pero esos momentos son importantes para el film porque son justamente aquellos en los que las protagonistas están esforzándose por conectarse con la memoria de Duncan. Quieren sentir lo que ella sintió, es la meta en común que albergan; asir con el cuerpo la tristeza, el placer, el alivio, implicados en esa pieza. Y no pueden fracasar, porque las intenciones son nobles, aun cuando la ambición de Duncan era monumental. Mi desafío consiste en ser capaz de filmar todo esto, es decir, tengo que aprehender qué es un sentimiento en el cine. Y al respecto, entendí algo de inmediato: la emoción no habría de transmitirse por la pieza en sí, sino por el lenguaje cinematográfico. La emoción residía y pertenecía al film, no a la pieza de danza. Y, en ese sentido, en cierto momento ya no necesitaba ni siquiera de la coreografía, sino de los gestos, porque entre estos y el movimiento el film componía los sentimientos. Mi objetivo no consiste en mostrar una danza hermosa, sino hacer presente un gesto y un sentimiento; así entendí la forma de filmar una emoción.
Esto explicaría por qué decide dejar en fuera de campo la presentación en vivo de la pieza que la alumna y la profesora están por estrenar. Vemos, sí, al público que atiende a la función, pero no la representación. ¿Puede referirse un poco más a esta decisión?
No hacía falta mostrar el espectáculo, e incluso podría ser visto como un error. La emoción es muy personal. Si lo hubiera mostrado, habría reacciones tendientes a la evaluación. No correspondía. Preferí apelar a la imaginación. Al ver las reacciones del público en los rostros de los presentes sí pueden intuirse ciertas emociones. De la misma forma que no muestro la pieza en sí en su totalidad, tampoco dejé el espectáculo completo. El solo de la bailarina hay que imaginarlo.
En términos específicos del lenguaje cinematográfico, prescinde de planos y contraplanos. ¿A qué se debe? En sus películas siempre existe una relación directa entre paisajes y personajes: la escena del bosque en el primer capítulo, en la que la joven bailarina va a leer la autobiografía de Duncan, la visita al mar de la estudiante y su maestra, el trayecto interminable en el regreso a casa de esa mujer mayor que fue a ver la presentación de Mother. ¿Qué busca con ese lazo entre espacio y persona? Y, por último, quisiera añadir una inquietud acerca de su predilección por el formato 4:3.
En el inicio tenía pensando trabajar en un formato más amplio, en principio porque quería distanciarme de mis películas precedentes. Antes de empezar a filmar, como de costumbre, hicimos algunas pruebas. Había muchísimos planos de manos, acaso una necesidad de concentrar la visión. Si bien el estilo no es muy diferente a lo que yo venía haciendo, dejé que todo fluyera más; no hay un estilo tan preciso. La segunda parte, por ejemplo, podría ser vista como si fuera un documental, la primera sección puede ser también vista así, pero los planos fijos son plenos, además empleo zoom. También permití que la cámara se moviera. Estaba fascinado por la pieza y los gestos. Y lo que necesitaba era que la cámara se moviera orientándola a seguir la movilidad de alguna parte específica del cuerpo; la percepción del fragmento incidía en todo esto.
Eso se percibe de inmediato. Hay una propensión a condensar el punto de vista sobre el cuerpo: el movimiento de la mano y no del torso. ¿Y la relación entre los paisajes y los personajes?
Yo diría más bien que se trata de una relación entre el arte y el mundo, o la danza y la atmósfera. Cuando se practica en un estudio concentrándose en un gesto, una y otra vez, y uno sale al mundo, los gestos reiterados se propagan al mundo. Y cuando se ve a alguien en la calle o se viaja en colectivo, algo sucede. Lo sé. Y, al mismo tiempo, cuando se toma el colectivo para ir al estudio de danza, el colectivo se inmiscuye en el estudio. Esto es muy importante. Puede parecer un sentimiento abstracto, pero es un sentimiento tangible. Cuando empecé a estudiar este proyecto quería tratar de enseñar ese sentimiento. Existe una conexión intrínseca entre la soledad, los movimientos corporales y el modo en el que se mira el mundo y se siente aún la temperatura ambiente de este. El bailarín tiene que salir al exterior.
¿Y sobre la composición del plano?
Sobre el tema del plano-contraplano no tengo una teoría. Sé que me gusta observar y eso comprende mantener algo de distancia. A veces concibo algo con un contraplano, pero acabo no haciéndolo porque cuando estoy rodando no lo siento necesario. De hecho, lo que sí me gusta son los contraplanos falsos. Me refiero a las instancias en las que se incluye un plano vacío y no se sabe si lo que se ve está en correspondencia con la perspectiva de un personaje. Esa ambivalencia me apetece.
En el último capítulo usted le dispensa una gran atención al regreso del personaje a casa. Podría haber empleado una elipsis. Sin embargo, es meticuloso el seguimiento de todo lo que implica para ese personaje movilizarse al teatro y volver al hogar. ¿Por qué lo filmó así?
A esa altura de la película, y tiene que ver con una idea que ya tenía cuando la concebí, pensé que, si todo salía bien, ya no necesitaba hacer mucho más. Es decir, podía desprenderme de los trucos que sostienen cualquier ficción y así observar el transcurrir del tiempo en el desplazamiento de esa mujer a su casa. A esa altura había ya un acopio de gestos y movimientos ligados a la danza, y el movimiento más básico que hacemos, el acto de caminar, podía transformarse en una suerte de danza. Todo lo que ya se había visto se proyectaba en ese andar.
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*Esta entrevista fue publicada en otra versión por Revista Ñ en el mes de agosto 2020; la introducción que antecede a la misma pertenece a la crítica publicada en La Voz del Interior en el mismo mes, excepto el primer párrafo que sí introducía la entrevista en su publicación original.
Roger Koza / Copyleft 2020
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