LA ERA DE EROS
La inocencia representacional frente a una cámara ya es una experiencia extinta. Ser es hoy ser una imagen y la disposición a ser filmado ni siquiera se pregunta, más allá de los pruritos de obtener el permiso cuando se filma a transeúntes o cuando en un evento filmado se pide el consentimiento del participante. Disponerse a ser filmado es un imperativo ni siquiera sentido como tal, porque duplicarse en imágenes es un destino veleidoso.
Quien haya visto las primeras películas eróticas de la era silente habrá de reconocer una paradoja: los intérpretes sienten la novedad del dispositivo y expresan el candor de sentirse a prueba ante una invención en ciernes que les devuelve la propia experiencia vista desde otra perspectiva, casi idéntica pero aún así enigmática. Desnudos frente a cámara con el arrojo ostensible de saberse registrados en un quehacer amoroso que no suponía la presencia de otros, los primeros actores y actrices del cine erótico dejaban sin proponérselo la evidencia de una nueva configuración del erotismo. Inocencia y perversión coexistían en ese instante inicial, conjunción inimaginable después de un siglo y dos décadas, porque la autoconsciencia del erotismo y la pornografía es en sí una condición potencial de la experiencia. ¿No es acaso la habitual mirada cómplice de uno de los amantes a cámara, algo muy característico del género, un gesto mecánico ya desprovisto de cualquier signo de modernidad? Ese gesto es un énfasis cansino, un lugar común de la representación del erotismo. La destitución del fuera de campo y la lógica de exhibirlo todo, hasta el interior de los órganos sexuales, ha fatigado hasta a los más curiosos en la materia. El porno ya no sorprende a nadie, excepto a rezagados moralistas o creyentes convencidos de la tutela divina sobre los usos y placeres del cuerpo.
En otro tiempo y ahora
En una escena inicial de Deadly Sweet (1967), del famoso director de cine erótico Tinto Brass, en un filme que nada tiene que ver con el sexo, los dos protagonistas caminan en un parque y un hombre joven arenga como dirigiéndose a ellos: “Ciudadanos de Londres, restituyamos hogueras, la pena de muerte, los azotes. Condenemos el sexo, el alcohol, el cigarrillo y el juego. Quememos las minifaldas y destruyamos el chocolate con licor. Persigamos a los homosexuales, socialistas, suicidas y fornicadores. Detengamos las modernas costumbres inmorales. Basta de Beatles y Rolling Stones”. La escena es de transición, pero representa el contrapunto correlativo de todo lo que le interesó a Brass poner en escena: por un lado, un nuevo sentido de los placeres y la libertad para representarlos; por el otro, la relación de ese deseo con los viejos regímenes morales, siempre investidos por una forma social y una política en consonancia.
La liviandad del género y el ánimo lúdico de las películas del cineasta italiano –esas mismas que la clase media porteña veía en Punta del Este o en los VHS grabados que se alquilaban en los primeros videoclubes de Buenos Aires– casi nunca desatendían la política detrás del erotismo. La controversia de Brass con los productores de Calígula (aquel filme con felatios en primerísimos planos, orgías coreográficas y una festiva vindicación del pluralismo sexual, con los protagónicos de Malcolm McDowell, Peter O’Toole, John Gielgud y Helen Mirren) fue justamente haber elidido la dimensión política del corte del director, que ya había dejado muy explícita en su filme precedente cierta clarividencia respecto de la secreta relación entre política y deseo.
En efecto, Salon Kitty (1976) es una película holográfica de su tiempo. En ella se irradiaba una intuición que Dušan Makavejev desplegó sin ninguna vergüenza en W.R.: Los misterios del organismo (1971), al trabajar dialécticamente en un relato paralelo sobre las tristes peripecias de Wilhelm Reich en Estados Unidos y la historia de amor entre una mujer y un patinador en Yugoslavia; el filme descubría una matriz puritana y represiva en los dos bloques que separaban el mundo: el puritanismo socialista y el estadounidense eran demasiado parecidos. En otro registro, menos lúdico y sin concesión alguna, en Saló, o los 120 días de Sodoma, Pier Paolo Pasolini llevó hasta el paroxismo lo entrevisto por su par serbio: la relación entre represión sexual y fascismo jamás fue filmada con semejante erudición y ejemplificación.
Al lado de los dos ejemplos citados, el camino de Brass, en Salon Kitty, es el de la moderación, pero no deja de ser distintivo de su tiempo, porque el centro de la historia en este filme de mediados de los setenta transcurre durante el inicio de la Segunda Guerra Mundial y tiene como epicentro un prostíbulo convertido en centro de espionaje. Un miembro de segunda línea de la SS, un tal Helmut Wallenberg, dirige las operaciones mientras que una de las nuevas mujeres seleccionadas para servir a la causa aria descubre la falsedad detrás de la ideología cuando se enamora de un capitán que también comprende la crueldad de la empresa hitleriana. El filme es una hermosa impugnación de esta crueldad.
La reconstrucción epocal de Brass es de una precisión notable, no menos que su entendimiento de cómo el deseo sexual funciona como un suplemento de la ideología, tanto como refuerzo de ciertas perversiones ligadas a los delirios étnicos y también como excepción, acaso como válvula de escape de un sistema de pensamiento que demanda una obediencia en todos los órdenes de la vida. Las excentricidades y las veleidades de los militares son tan variadas como las anatomías de los soldados y las mujeres que se pasean desnudos.
Que algunas de estas películas hayan sido recuperadas en algunas de las plataformas en las que hoy se puede ver cine sirve como signo de diferencia. El erotismo de antaño trabajaba sobre capas lúdicas en las que no se denostaba ni lo político ni los placeres. El poco cine erótico que persiste hoy puede aspirar como máximo a incorporar algunas inquietudes de nuestro tiempo sobre la inestabilidad de las identidades sexuales, algunos modos del derrotero de la interacción sexual actual y de vez en cuando algún que otro retrato de los placeres del sexo y su relación con la pertenencia de clase. La exploración de los distintos catálogos de los cines virtuales permite conjeturar que el género erótico está desdibujado porque ha sido desplazado por una pornografía que alberga un sinfín de subgéneros. En este sentido, el documental sobre la estrella porno Rocco Siffredi titulado Rocco (2016) glosa dos tiempos del cine, el del actor y su época y el de la nuestra, en la que la transgresión es ley y ya no existen sorpresas.
Es por eso que una de las películas más incomprendidas del reciente cine (argentino) es Desearás al hombre de tu hermana, de Diego Kaplan, una legítima rareza en la oferta del extinto género de cine erótico. Su indisimulada naturaleza paródica conjura el ridículo y propone en el seno de un inverosímil drama de ricos una libertad sobre el deseo femenino a contramano de la corrección política circundante y la declamación de un erotismo serio que no puede unir el orgasmo a la carcajada.
En efecto, la historia de dos hermanas que desde chicas sienten una misteriosa ligazón erótica es la excusa con la que Kaplan retoma la vida adulta de estas, justo cuando una de las hermanas, la menos dada al disfrute del sexo, está a punto de casarse. La situación es trastocada en el relato a través de las demandas del deseo, con cruces de parejas y memorias de iniciación sexual, a menudo orquestadas inescrupulosamente por su madre (Andrea Frigerio, en una interpretación antológica de uno de los mejores personajes secundarios femeninos del cine argentino reciente).
Misterioso encuentro, conexión inesperada, películas inclasificables: Desearás al hombre de tu hermana y la magnífica Las hijas del fuego de Albertina Carri, dos películas argentinas en las que el placer sexual de las mujeres permanece indemne y muy lejos de los códigos masculinos imperantes.
*Este texto fue publicado en Revista Ñ en el mes de octubre 2020
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