LOS PREMIOS: 1938

LOS PREMIOS: 1938

por - Columnas
31 Oct, 2020 07:23 | comentarios
En 1938 la biografía de un nombre ilustre encierra una paradoja insalvable. Sobre una obra que lleva la firma de ese prócer, un cineasta amable muestra su costado más amargo. Dos historias de locomotoras. Al costado de las vías, el cine argentino escribe las primeras páginas de su período clásico mientras intenta encontrar su identidad.

La ganadora del Oscar es: La vida de Émile Zola, dirigida por William Dieterle para Warner Brothers.

La vida de Émile Zola

La elegida por la Academia es una biografía del autoproclamado líder del naturalismo francés, comenzando por sus inicios como escritor pobre en un desván mugriento y helado que comparte con el maestro de la pintura Paul Cézanne. Se trata de dos hombres tan ilustres que solo pueden ser nombrados por sus eminentes apellidos (“¡Cerrá la ventana Cézanne! ¿Querés que me agarre un resfrío?”) y que solo pueden hablar vociferando proclamas sobre el valor del arte como denuncia de las hipocresías de sociedad. Zola no consigue generar interés en sus publicaciones y se debate entre el hambre y fugaces trabajos mal rentados, hasta que conoce de casualidad a una chica que llega a París huyendo de la miseria. La joven, de nombre Nana, terminará dedicándose al trabajo sexual y sus penurias serán la inspiración para la novela que catapulta al éxito a Zola. A partir de ese momento, la película narra el aburguesamiento del escritor, que se convierte en un ricachón experto en la cocción de las langostas y otras mieles de la vida del bon vivant. Varios años después, el reencuentro con Cézanne supone un baldazo de agua fría para el autor consagrado. Su amigo le advierte: “Un artista debe permanecer pobre. De lo contrario su talento, como su estómago, se pone gordo y se apelmaza”.

El film toma un importante giro al abocarse a los entretelones del caso Dreyfuss, en el que el ejército francés condena injustamente por espionaje a un oficial alsaciano de origen judío. Una vez que comienzan a filtrarse los manejos turbios de los altos mandos militares, Zola encuentra la chispa que enciende nuevamente la indignación, uno de los motores de su obra. El autor escribe el famoso artículo “Yo acuso” y es llevado a la corte por el Ministro de Guerra. De ahí en más la película se dedica extensamente al juicio contra Zola que obviamente culmina con un apasionado discurso en defensa de la justicia, que permite que el actor Paul Muni se pavonee por el juzgado/escenario en un monólogo donde la teatralidad deja en segundo plano a las verdades autoevidentes del razonamiento democrático. A Zola, que avizora una condena inminente, no le queda más remedio que exiliarse. Pierde la batalla, pero no la guerra. Dreyfuss es absuelto y la posterior muerte del escritor será solo un paso a la eternidad de los grandes nombres.

La vida de Émile Zola es un homenaje trunco. Mucho se esfuerza en asegurar que el protagonista fue un gran artista por develar verdades incómodas en el retrato de la sordidez oculta por las auto representaciones de la burguesía. Aun así, el film hace el procedimiento inverso cuando no muestra más que obsecuencia frente al código de producción, que no permitía más que aludir por indirectas a la profesión de Nana y todo lo que implicaba su explotación. No sería ni el primer ni el último film en ajustarse a lo impuesto por la censura, pero veremos en esta columna como distintos cineastas pelearon con determinación o puro ingenio para sortear la pacatería y esbozar en sus películas mundos complejos y emociones encontradas en los márgenes del mandato de felicidad artificial impuesta por el negocio, con sus estrechos vínculos con el puritanismo. 

La traición fue por partida doble. Ante el avance del nazismo, la idea de centrar el relato en el caso Dreyfuss era tomar postura contra el fascismo mediante el retrato de un episodio emblemático. Sin embargo, el film jamás hace alusión al antisemitismo que motivó la encarnizada persecución al oficial proscrito. La decisión de Warner Brothers de quitar este elemento clave no fue un caso aislado. Hollywood por mucho tiempo se abstuvo de condenar al Tercer Reich. Distintos historiadores aluden a presiones políticas y al pragmatismo feroz de las cabezas de los grandes estudios, casi todos ellos hombres judíos, preocupados por perder los mercados europeos. Otros investigadores aluden a la intranquilidad de los magnates por el dictamen de la opinión pública, entendiendo que su prosperidad económica no dejaba de ser un escudo precario ante el antisemitismo, ya no de los franceses del siglo XIX, sino de la sociedad de la que formaban parte. No fue menor la incidencia en esta historia de Joseph Breen, el reaccionario líder de la MPPDA.  De cualquier manera, por cobardía o por conveniencia, los empresarios se inclinaron por el silencio y por la autocensura que años atrás habían elegido como modelo de negocio. El gesto tibio y el academicismo formal absoluto de La vida de Émile Zola no producen más que una película sin corazón, que transforma la historia heroica de su protagonista en una impensada auto impugnación de quienes la llevaron a la pantalla.

Premio no oficial: La bestia humana, dirigida por Jean Renoir para Paris Film.

La bestia humana

En 1926 se produjo en Francia una adaptación de Nana. En esa versión, dirigida por Jean Renoir, Nana es una criatura odiosa. Sacando algunas secuencias notables como por ejemplo la escena final, un pasaje de pura poesía fantasmagórica; la película cae por el peso de la caricatura de su protagonista. El exceso está en del rostro de Catherine Hessling, que sobrepasa la convención que obligaba a los intérpretes del cine mudo a gesticular ampulosamente, al punto que la actriz contrasta deliberadamente con el resto del reparto. Ese exceso está en su maquillaje, extremadamente pálido, que pone a Hessling en el terreno de la mímica y de la encarnación de la muerte. Hessling no representa a una persona que experimenta la codicia; ella misma es la codicia hecha mujer, la pantomima de un arquetipo diabólico.

El enfoque maniqueo es raro en la obra de un cineasta que más adelante en su carrera demostraría una mirada generosa respecto a todo tipo de personajes, guiada por la tolerancia inteligente. Si incluso en medio de una película fervientemente celebratoria de la Revolución Francesa podía dedicarle al menos un momento de simpatía a la familia real. Cerca del final de La Marsellesa, Luis XVI y María Antonieta, apesumbrados, abandonan junto a sus hijos el palacio de las Tullerías. La grúa comparte el pesar y describe el desplome en un parsimonioso travelling de arriba hacia abajo. Se detiene cuando los príncipes paran la marcha para revolcarse en un montón de hojas secas. Luis los toma de la mano y dice: “¡Cuantas hojas! Han caído temprano este año”. María Antonieta lo escucha y se queda congelada por un instante de congoja. Finalmente salen de cuadro. Hermoso y desolador.

En el mismo año de La Marsellesa, Jean Renoir dirige su adaptación de una obra de Zola, La bestia humana. Jean Gabin hace de Lantier, un maquinista de tren que es hijo de alcohólicos, que siente que está “pagando el precio por las generaciones de sus antepasados, cuya bebida había envenenado su sangre”. Lantier padece de un mal al que no sabe darle un nombre, pero que lo hace perder control de sus actos y lo sume en raptos de furia. El otro protagónico fue para Simone Simon, que interpreta a Séverine, casada con Roubard, conductor del tren en el que trabaja Lantier. Cuando Roubard se entera que Séverine tuvo un affair con su padrino, la muele a golpes. Enfermo de celos, decide matar al viejo y hacerla cómplice del homicidio. Lantier es el único que los ve merodeando cerca del vagón del muerto. Ella decide seducir a Lantier para asegurarse su connivencia. Lo que sigue es el triángulo malsano que vincula fatalmente a los tres personajes. El intrincado revoltijo de sentimientos tóxicos se dibuja en hierro bajo la forma del tendido ferroviario que conecta a Paris con Le Havre. La locomotora será la metáfora atronadora de las pasiones enfermizas de sus personajes. La máquina -las máquinas, el tren y la cámara- desatan el tumulto interior que oculta el semblante pétreo de Jean Gabin.

Renoir continúa la tradición francesa de la década anterior de filmar en locaciones reales. Los impresionistas franceses no eran solamente enamorados de la fotogenia del paisaje. Aquellos cineastas de la posguerra se encontraron con una industria congelada en el tiempo, con sets anticuados (muchos de ellos todavía construidos con paredes de vidrio, para aprovechar la luz solar) que no estaban equipados con los sistemas de luces artificiales que permitían los sofisticados diseños fotográficos propios de un medio que hacía rato había dejado atrás su fase primigenia. Como observó el director Henri Diamant-Berger en 1918: «Los efectos de iluminación se logran en Estados Unidos mediante la adición de fuertes fuentes de luz; no como en Francia, que se consiguen mediante la supresión de otras fuentes. En Estados Unidos se crean efectos de iluminación, en Francia se crean efectos de sombra». * Renoir continúa además la tradición de los otros impresionistas, los originales; la de su papá, el pintor Pierre Auguste. En relación al aprendizaje que obtuvo luego de filmar sus primeros largometrajes el cineasta dijo: “Comencé a darme cuenta que el movimiento de una barrendera, o de un verdulero, o de una chica peinando su cabello frente a un espejo, frecuentemente tenía un valor plástico extraordinario. Decidí hacer un estudio del gesto francés, tal y como lo reflejaban las pinturas de mi padre”. **

Los planos de Renoir tienen ese valor plástico, pero son sutiles. No se trata de composiciones cargadas, sino de pequeños gestos evocativos puestos en relación con el gran paisaje que envuelve a sus personajes. Renoir hijo es uno de los cineastas que mejor representó la evolución del sueño impresionista de capturar el movimiento. Sus cuadros, claro, nunca son estáticos. Renoir es el rey del reencuadre. En La Marsellesa, una película casi coral y precisamente multitudinaria, la cámara pasa de un personaje a otro con ligeros paneos o travellings. Los movimientos de cámara mantienen la continuidad espacial y junto al sonido del fuera de campo producen un efecto completamente inmersivo. En La bestia humana los movimientos son mucho más acotados, acaso presos del determinismo claustrofóbico del relato.

El naturalismo como lo entendía Zola implicaba un fatalismo disfrazado de causalidad científica. Guiado por preceptos de la ciencia médica y la psicología de la época, encontró en la herencia genética la clave de sus tragedias modernas. La secuencia de créditos del inicio que nos presenta a Lantier, que lleva la estampa de Zola, es el spoiler de la propia trama. Esta historia va a terminar mal. La carrera del director francés tendrá como constante la búsqueda de gestos de fraternidad, incluso frente a los contextos más hostiles. Por esos años, un cineasta luminoso como Renoir solo veía sombras. Al año siguiente, Las reglas del juego confirmará el pronóstico oscuro. Cuánta razón tenía. Jean Renoir volverá a aparecer en esta columna luego de la tormenta.

Fuera de Competencia: Kilometro 111, dirigida por Mario Soffici para Argentina Sono Film.

Las historias del cine suelen ser irremediablemente eurocentristas. Son parte de una historia mayor de dominación, colonialismo y miopía. Por las mismas razones, no todas las cinematografías nacionales están en igualdad de condiciones. Estudiar las filmografías de los países occidentales ricos es mucho más accesible que las de otras regiones. En los años ’30, el cine de varios países todavía se encontraba en pañales. Pensemos en el caso argentino, que en 1932, mientras bregaba por implementar la tecnología del sonido óptico, solo produjo dos largometrajes en todo el año. Durante muchísimos años se produjo poco, se conservó una fracción de lo producido y lo que se conservó suele estar en un estado paupérrimo. Pero Argentina tiene sus tradiciones cinematográficas y los años ’30 pueden ser vistos como el momento de despegue.

Para fines de la década, tras una seguidilla de éxitos nacionales y con un incipiente sistema de estrellas locales, la producción local comenzó a despuntar un proyecto de industria de la mano de los nuevos estudios. Uno de ellos, Argentina Sono Film fue artífice de Kilómetro 111, dirigida por Mario Soffici. La película narra la historia de Ceferino (Pepe Arias), el jefe de la estación de trenes de una pequeña localidad agrícola, de casas de adobe y de trigo reluciente, que tiene más de “Argentina, granero del mundo” que de Dovzhenko. Ceferino es un tipo cómicamente cascarrabias, pero bonachón. Como los acopiadores, con complicidad de la empresa británica propietaria del ferrocarril, se quieren aprovechar de los colonos, Ceferino les fía el flete para llevar el trigo a Buenos Aires. Al enterarse, la gerencia lo convoca a la capital y lo despide sumariamente. Cuando llega la noticia al pueblo, los colonos se dirigen inmediatamente a la estación de trenes y la destrozan a piedrazos, un pasaje que prefigura una de las más gloriosas imágenes de rabia popular del cine argentino; la secuencia del látigo vengador de Ángel Magaña en Prisioneros de la tierra, dirigida por el propio Soffici un año después. Ceferino vuelve a Kilómetro 111 y recibe un regalo de los agricultores: una estación de servicio, para abastecer a los automóviles que transitan las flamantes rutas de pavimento y que compiten con el tren. El final feliz tiene un ligero aire chauvinista, aunque también sutiles notas melancólicas y ambivalentes frente a las fauces del progreso.

El afán nacionalista asoma también en la subtrama que involucra a Yolanda, la sobrina de Ceferino. Ella sigue la dieta de Greta Garbo, quiere tener la cintura de Carole Lombard, aspira a cobrar como Mae West y tiene colgada en su pieza una foto de Cary Grant. Yolanda se fuga de la casa de Ceferino sin decirle nada a su tío y se dirige hacia Buenos Aires. Se inscribe en una academia de estrellas, dirigida por un estafador que trata de abusarse de las jovencitas que se acercan a los cursos. Cuando Ceferino irrumpe en la academia se sigue una secuencia maravillosa de autoconciencia cinematográfica, sintetizada en el momento en el que Pepe Arias se convierte en el centro de un gran plano general, que gravita sobre su gesto anonadado frente al ejercicio ridículo que repiten los aspirantes a estrellas. Las instrucciones insólitas (“Ya les he dicho que el dolor hay que expresarlo levantando la ceja cinco grados y dilatando las fosas nasales”) y el paso desconcertado de Arias son una burla al estilo prefabricado que el cine argentino importaba sin repetir sus aristas más virtuosas.

Ante el acartonamiento del tono y la forma, las figuras locales funcionaban como contrapuntos. Pepe Arias destaca no sólo porque así lo exige la escala jerárquica del guion, sino por su personalidad, por su particular interpretación de la idiosincrasia, en contraste con el resto de las actuaciones, gestual y sonoramente lavadas, tiesas. Lo mismo sucede con Niní Marshall en una película del mismo año, dirigida por Manuel Romero y producida bajo el sello de Lumiton. Al igual que muchas producciones de la época, Mujeres que trabajan implementó un castellano forzosamente neutro, que reemplazaba el voseo y el habla porteña por un español imposiblemente descolorido. Ahí es donde Marshall rompe el esquema, puros modismos y afectación humorística, convertida en el único elemento de la pantalla que se desmarca del abúlico planteo de Romero y el resto del elenco. Las estrellas del período (los Arias, las Marshall, las Merellos) ponen su sello autoral al cine argentino de los ’30, una filmografía que por aquellos años todavía buscaba su voz. 

Notas

* Cita tomada de Film History: an Introduction, de David Bordwell y Kristin Thompson.

** Extraído de Jean Renoir, de André Bazin.

Santiago González Cragnolino / Copyleft 2020