SEAN CONNERY (1930-2020)
EL ESCOCÉS
La belleza es un atributo característico de las estrellas de cine. Y nadie podría desmentir que en la década de 1960 Sean Connery resplandecía. Diez años antes de que se lo confundiera con un playboy del espionaje, Connery había intentado obtener el arcano título de “Mr. Universo”. El agente 007 conoció el rigor del gimnasio antes que la exigencia mnemotécnica de los guiones. Tuvo la suerte de que en su tiempo el fisiculturismo todavía no estaba ligado a la dieta de anabólicos y otros excesos tardíos que desligaron a aquel deporte de su pretérita tradición clásica. Por eso su físico privilegiado mantuvo las proporciones y jamás se impuso a los gestos tan propios de la cara del actor. La sonrisa de Connery fue una insignia.
Aparte de la elegancia demandada por el papel del espía nacido de la pluma de Ian Fleming y de la simpatía seductora reclamada por películas como El satánico Dr. No, De Rusia con amor, Dedos de oro, Connery dejó en claro en Marnie, la ladrona de Hitchcock que además de su masculinidad distinguida había un espíritu. Ese Freud por otros medios que encarnó en ese film (más psicoanalítico que Cuéntame tu vida del maestro inglés) dejó un precedente. Connery estaba para mucho más que el papel que lo identificaba hasta el momento, jamás monocorde, pero siempre limitado por la lógica propia del universo de los espías.
No pasó mucho tiempo para que Connery demostrara entonces sus cualidades interpretativas y los múltiples registros de los que fue capaz. Trabajó con Sidney Lumet en La colina de la deshonra (y en varias otras ocasiones con el gran Lumet), en Zardoz con John Boorman, luego en El hombre que sería rey de John Huston. La década de 1970 lo despegó definitivamente del agente secreto y una década después cosechó el derecho de hacer lo que se le diera la gana. En efecto, fue en El nombre de la rosa, interpretando al culto Guillermo de Baskerville, y poco después en Los intocables con el incisivo Jim Malone que se emancipó para siempre del 007. A esa altura, ya nadie lo recordaba como un Bond. Fue entonces también cuando pudo ser el escocés del pueblo, cuando hizo de maestro inmortal en la divertidísima Highlander y asumió un poco después ser el padre de Indiana Jones. En este período y los siguientes, proyectar en él una figura asociada a la experiencia y comprensión piadosa que proviene del conocimiento era casi un lugar común. Un film como Descubriendo a Forrester es una prueba contundente.
Pero todo actor tiene un misterio, una carta propia, un truco. Y en Sean Connery esa diferencia recayó en su voz. La lengua inglesa y su aparato de fonación se llevaban de maravillas. Cualquier palabra en él adquiría una musicalidad admirable, sin ceder por eso a la afectación revestida de prestigio que tiene el idioma de Shakespeare en boca de los actores. Dicen que lo primero que olvidamos de los muertos es la voz. No pasará con Sean Connery.
*La foto del encabezado es del rodaje de The Bowler and the Bunnet, documental dirigido por Sean Connery en 1967.
*Este texto fue comisionado por el diario La Voz del Interior en el mes de noviembre 2020.
…Siempre está bueno volver a «The Offence» (acá ‘Hasta los Dioses se Equivocan’), de Lumet, cuya realización Connery puso como condición para volver a ser ‘Bond’ en ‘Los Diamantes…’