SEGUNDA UNIDAD: DESADAPTACIONES
Quería comprar (reponer) esa novela de Krasznahorkai perdida en el trolebús, Melancolía de la resistencia, antes de que Krasznahorkai ganara el Premio Nobel y yo perdiera una apuesta. ¡Mi prisa se notaba en la economía de mis distracciones! (Todas en el sentido de la inercia). Quiero decir: perder (yo había apostado por Anne Carson) contra la misma persona –lector cetrino, cejijunto– que me la había recomendado ahora, más de diez años después.[1] El estado actual de cosas –exhortaba este devoto muyahidín del “Juani” Saer, lleno, a propósito o no, de un malhumor dignificante–, había sido nombrado por Krasznahorkai a finales de los ochenta con una frase que ahora se tomaba la molestia de pegar (su foto, el subrayado marcial, con regla) en un mensaje incontestable: «Mencionaban un caos que proliferaba sin freno, la imprevisibilidad de la vida cotidiana, la inminente catástrofe, pero sin tomar conciencia, según él, del peso de sus terroríficas palabras, porque, a juicio de Valuska, esos temores epidémicos no provenían de la certeza referida a la llegada inevitable de una desgracia que día tras día parecía más real, sino de una enfermedad consuntiva de la imaginación que se asustaba a sí misma, enfermedad que al fin y al cabo sí podía provocar una desgracia». (Es cierto: leer es también a veces –y conviene que a veces también sea– como encontrarle formas a las nubes.)
Bajo influencia o instigación de Béla Tarr o sus propagandistas, que es lo más probable (Las armonías de Weirckmeister toma el título de su segundo capítulo), había leído esa novela en otra vida, esnob y un poco escénico, saltándome páginas, con entera distracción, al punto de haberla olvidado en el ámbito más adecuado –al menos en esta ciudad atroz pero soleada– para leer plomizas anti-Heimat-Roman de la Europa danubiana, exultantes de lenta, desesperada euforia. (Del blackout y de los años –evidentemente– conservaba el mal sabor de boca de algún juicio severo, soportado casi con toda seguridad en nuestros dos procónsules: Thomas Bernhard y Peter Handke). Por contrapartida, también sobrevivía la narración novelada, magnífica, de la desintegración natural de un cadáver. Un pasaje por todo inolvidable (además de una turba parsimoniosa con barretas en las manos y cadáveres de gato echados sobre los hombros) que recordaba como una especie de manifiesto anti-realista, de triunfo (un ace) sobre la clerecía del pleonasmo: «La oposición del otrora maravilloso reino del organismo, ahora incapaz de defenderse, se rebeló en el momento de la mors y, al venirse abajo barreras y obstáculos, se abalanzó a modo de una revuelta palaciega sobre el sistema de hidratos de carbono, grasas y proteínas que en su día funcionara con inimitable elegancia». Esta última peripecia de la señora Pflaum recuerda a Gadda narrando una cirugía de úlcera, también, con el organismo como metafísica, lo que de algún modo da, sino crédito, sí sustento a que los ingleses vean en Krasznahorkai un humorista trágico: «Sólo aquí y allá, y por azar, esos linos embermejecen, por una espesa gota o en un frotamiento purpúreo. Así, lastrado por este insistente peso, y sobre un nuevo apoyo de gasas, se bebe su luz falsa de media hora el blanco y viscoso secreto de la constitución».
Los ingleses, que nos legaron a Thomas Bernhard (ciertos buenos reflejos de lo que era, de lo que fue la edición y la crítica hispanoamericanas no pocas veces parecen haber descansado –con menos afrancesamiento del que suele darse por sentado– en una extraordinaria expertise para leer el Times Literary Supplement), y representando Londres asimismo, más allá de que Bernhard publicara en Nueva York, el placet global de Krasznahorkai (escritor ignorado a tal punto en Hungría que solo había cosechado dos premios nacionales, el Márai Sandor y el József Attila, antes de ser descubierto en Fleet Street) insisten –los ingleses, por cierto– menos en confundirlos que en modularlos con una pasión casi senil, sin que tercie (los prospectos de lectura son, por supuesto, un bien intrínseco del mercado de traducciones) el adversario natural, homeopático –¡a mediados de los ochenta despertaban el fervor de toda clase de peces abisales!– de Thomas Bernhard. Quiero decir: su aborrecido Peter Handke. (Que en buena medida sí, ¿porque entienden a Blanchot?, se lo debemos a los franceses). No obstante en el recorte rápido –no así en sus pósitos de profundidad sonámbula– Krasznahorkai para el oído argentino suene más al segundo: «Dejó que el viento le avivara la piel bajo el abrigo enguatado que se abría a cada movimiento, y aunque los pies desnudos enseguida le empezaron a arder en los zuecos, ni se le ocurrió acelerar el paso». Prescindiendo de toda transición o sutura (esta misma) el periodo podría continuarse, consolidarse en Handke: «El viento, tan fuerte que al andar le desabrochaba la chaqueta, era agradablemente cálido, interrumpido por rachas heladas que dejaban en la boca sabor a nieve». Habría que ver no obstante en qué medida todas estas traducciones (Sebald podría ser tomado aquí por un caso exitoso) no suenan a Handke con deliberación. A saber de qué modo se comporta el oído cuando reconoce un hábito acústico inculcado por una moda ya sustituida. (Esto por supuesto implicaría menos desconfiar que atestiguar la pregonada naturaleza angélica del traductor.)
Fue Constantino Bértolo quien contrató para Debate la primera traducción de Sebald al castellano (Vértigo, que aún no conocía versión inglesa) cuando Harvill Press ya había publicado en Londres Los emigrados y Los anillos de Saturno. Como Thomas Bernhard, Sebald, apenas dos años menor que Handke, nos llega vía Londres. De Los anillos de Saturno Bértolo dirá que es un libro «profundamente conservador» (el adverbio no impone un énfasis sino un contrasentido) y hará extensiva a Sebald la misma malice que aplica sobre ciertas profundidades de Handke –aunque no, no que nosotros sepamos, sobre las pataletas de Bernhard–: «alta cursilería». Especie de apropiación mitigada, divertida, de aquella otra «palabra despiadada» que Nabokov atribuirá a la lengua rusa en el Gogol que escribe por encargo de New Directions, a finales de los treinta, y a la que solo una falacia de énfasis –tan metódicas hoy por hoy en el discurso público de marras– podría reducir la obra de cualquiera de estos autores ejemplarmente humanistas. (En el caso de Handke, desde luego, hasta el affaire Milosevic: que casi parece representar una herejía sin onda, una catábasis autoinfringida). «El poshlust –dirá Nabokov– no es solo aquello obviamente de segunda [«no me refiero a la clase de cosa que se denomina “pulp”, o que en Inglaterra solía llamarse “horrores de a penique” y en Rusia “literatura amarilla”] sino también lo falsamente importante, lo falsamente inteligente, lo falsamente atractivo».
Cómo se asume la averiguación explícita del Mal sin ser un santo o sin ser Céline es algo tan difícil de matizar como fácil de pasar por alto. Como conducta artística, además de ontológicamente inocente, es algo riesgosa: puede convertir las buenas intenciones en buenas maneras. «No creo que mi antipatía por el vanguardismo exhibicionista del análisis hecho por Arno Schmidt del momento de la destrucción [de la devastación y del horror de las bombas aliadas cayendo sobre Alemania] proceda de una posición fundamentalmente conservadora en cuanto a forma y lenguaje –escribe Sebald, consintiendo el adjetivo, habría que ver si no el adverbio, para la futura valoración de Bértolo, al tiempo que parece enunciar un fantasma asomado a sus propios hombros–, porque en contraposición a esos ejercicios de dedos…», y ya: después de esta bajeza (¡su exquisito moderato cantabile no es menos técnico, sólo menos desnudo!) Sebald aprobará una novela de Hubert Fichte porque «no tienen [«sus investigaciones sobre el ataque aéreo sobre Hamburgo»] un carácter abstracto e imaginario, sino documental y concreto». (Condenar la imaginación es un hábito histórico que suele perfilar la noche.)
Sebald es un profesor de literatura europea, oscuro en la medida en que lo es de la Universidad de East Anglia. Su mythe personnel saluda a un somormujo, a un okapi –en ningún caso un ruiseñor– de los campus. Arno –en el desdén de Sebald– es un artesano. «Diligente y obstinado a la vez en su trabajo de marquetería linguística». (Habría que ver en qué medida el tono de perdonavidas no es por todo atribuible a la traducción de Miguel Sáenz, histórico traductor de Bernhard). Cosa curiosa: Coetzee, maniatado por la misma paradoja –quiero decir: cualquier procedimiento ingenioso cuando no genial (Verano) que destine a erosionar su mito de santidad lo consolida–, lee a Sebald con una desconfianza análoga (como si Sebald buscara sus límites en Arno): «La densidad de su textura amenaza abrumarme, tal como la textura del mundo, supongo, amenaza con abrumar al propio Austerlitz». El pasaje está en la correspondencia con Arabella Kurtz que publicó hace unos años El hilo de Ariadna, donde Coetzee, lejos de cancelar, abre la lectura a partir de la reserva. Cosa todavía más curiosa: Sebald respecto de Arno supone exactamente lo mismo. «Sin duda la intención del autor es poner de algún modo de manifiesto el remolino de la destrucción mediante un lenguaje desquiciado». Esta servidumbre –desde luego– es una vieja fantasía realista.
Arno Schmidt, es cierto, nos llega vía París (Juillard, 1962, 1965; Minotauro, 1967), pero se lo debemos menos a los franceses (o a Cortázar) que a Paco Porrúa. En Francia no volverá a prensas durante casi treinta años. En Buenos Aires, Porrúa, y después, una vez mudara Minotauro a España en los setenta, sobre todo Julián Ríos, desde Fundamentos, insistirán, a ciegas. Será este último quien ponga un acento sobre los peligros que acechan en las profundidades: «Sebald no vio o no quiso ver que Schmidt rescataba de las llamas de los autos de fe nazis y de las censuras de los realismos socialistas y capitalistas de las dos Alemanias el fuego de la escritura de los expresionistas». Autrement: la verdad imita al arte degenerado. Por cierto: pegado a Krasznahorkai estaba Alfred Kubin, «como una mariposa rara, frágil, concentrada en su vuelo, en un bosque en llamas». Cerré el ejemplar recobrado –no así el tiempo– sobre el silencio perturbador, vigilante, del posnet.
* Algunos libros aludidos (y eludidos). Melancolía de la resistencia está editada –¿y reeditada?– por Acantilado (traducción cosmogónica: se concibió casi con el sello). La cita de Julián Ríos pertenece al prólogo de Los hijos de Nobodady (Arno Schmidt, De Bolsillo, España, 2012), antología que incorpora Momentos de la vida de un fauno, en la traducción de los setenta, la de Fundamentos, del argentino Luis Alberto Bixio, a cuyo desenlace o éxodo alude Sebald en la conferencia compilada en Sobre la historia natural de la destrucción (en Argentina en los libritos ultra pocket de la colección Los cuarenta de Anagrama / Página 12, allá por el año 10). Para desafiar a Bértolo ver, acaso, Los emigrados (al igual que Austerlitz, y casi todo Sebald –Los anillos, pasada la ola, escasea–, también, en Anagrama). Para leer a Bértolo a secas, y en pesos: La cena de los notables (Mardulce). La cita de Handke está tomada de Lento regreso (hay reedición reciente de El Cuenco de Plata, 2014, también, con la traducción “original” –la de los ochenta– del patrono de los diptongos: Eustaquio Barjau Riu). Para descansar de tanta cancelación y leer –o volver a– Peter Handke, con entera parcialidad: La tarde de un escritor (Alfaguara, hace nada). El pasaje de Gadda pertenece a Le meraviglia d’Italia. El libro de Coetzee y Arabella Kurtz es El buen relato. Conversaciones sobre la verdad, la ficción y la terapia psicoanalítica (subtítulo profundísimo, destinado a nosotros, buenos salvajes –quiero decir: los lectores–, que echamos a perder la economía alusiva del título per se). El otro lado, de Kubin –ápice y pródromo (en ese orden) del expresionismo– está publicado por La Bestia Equilátera. Thomas Bernhard también tiene su “análisis” de los bombardeos (en este caso sobre Salzburgo –«pisé un objeto blando y, al mirar ese objeto…»–) en el primer volumen de su autobiografía sin mañana, El origen, que también –como si Bértolo apuntara ahí, a nuestro canon pálido, high– lo sabía tener Anagrama.
Otra versión de este texto, con otro título, fue publicada en Hoy Día Córdoba, en el mes de septiembre de 2020.
Sebastián Menegaz / Copyleft 2020
[1] Había apostado por Carson, acaso, cabe poner al día, por poeta, por mujer, por mujer académica, por extra comunitaria, por conformidad de traducción, por esquiva, por engañosamente –¿o quién puede serlo en serio en Yale o Princeton?– recóndita. Se lo han dado finalmente a Louise Glück: equivalente en este juego de supersticiones, pero de impluvio poético menos corrido (descentrado) que Carson. Se me ocurre ahora, con una inversión simétrica –Carson también es canadiense–: como si el año del feliz desliz hubiera recaído en Leonard Cohen, que tuvo la precaución o el buen comportamiento de escribir, a fortiori.
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