PELECHIAN: LA HABITACIÓN DEL ENIGMA
Unos cuellos blanquísimos de cisnes. Las patas tiesas de un conjunto de flamencos. Pájaros que vuelan a ras del suelo, tanto que parecieran caminar. Un par de monos graciosos. Un rinoceronte que avanza hacia la cámara, rodeado de bambis. Así empieza Los habitantes, el corto de 8:47´´que Artavazd Pelechian filmó en 1970, mucho antes de ser elogiado por Serge Daney y Jean-Luc Goddard. Hacía poco que había egresado del Instituto Pansoviético de Cinematografía de Moscú, donde fue compañero de Tarkovsky y obtuvo un título en Cine Documental.
Si no viéramos ningún otro film de este cineasta armenio, con este alcanzaría para reconocer su singularidad. Hay, para empezar, en su trabajo, una pasión por los tempos y escenarios grandiosos. También por cierto clima de catástrofe: por momentos la escena evoca una atmósfera de inframundo o un desastre de proporciones bíblicas. Así lo que empezó como simpático inventario del reino animal, adquiere pronto visos de hecatombe: las bestias corren despavoridas, se atropellan, como si huyeran de algún vértigo, torbellino o desmayo. Se oyen disparos. El peligro es inminente, el origen de los disparos, desconocido o invisible. Hay también, enseguida, una propensión a la abstracción, un súbito transfigurarse de los cuerpos (en este caso, de los animales) en formas, manchas, sombras proyectadas sobre otras sombras. En el mundo de Pelechian la materia ensaya un dolor invertido.
No es éste un cine de interpretación. Aquí no hay actores, ni diálogos, ni trama. Ninguna ficción o dramaturgia, ningún comentario verbal. Pelechian filma películas sin palabras, que se aferran a las imágenes, a fin de interrogarlas, de coserlas, sin intermediarios ni pérdidas de tiempo. ¿Qué cosas se pueden filmar? ¿Con qué finalidad? ¿Es posible desmontar lo anquilosado del lenguaje cinematográfico?
Pelechian no responde, filma. Capta, por ejemplo, desde abajo, ese momento imposible en que los ciervos, al huir, pegan saltos mortales en el aire. Y de ese modo, recorta la frondosa cornamenta como una danza y encuentra los “encuadres ausentes” –son sus palabras–donde es posible ver, en el vacío, el primer animal visible de la luz.
No hace falta mucho más. Reacio a cualquier reduccionismo (y el sujeto es uno de ellos), este cine privilegia la especie por sobre el individuo, los elementos (tierra, agua, fuego, aire) por sobre la historia y, en esas plétoras y catástrofes, en esos acertijos visuales difíciles de resolver, encuentra la música del mundo y también un grado cero cinematográfico. Algo así como un primitivismo visionario transformado en una estética que se define por aquello que no hace.
Las superficies, diría Pelechian, esconden profundidades. Por eso, apuesta a poner en órbita el cuerpo desorientado, insertándolo en la turbulencia de la materia, allí donde ya no hay nada de humano o, más bien, nada de sólo humano. La expresividad deviene entonces más intensa, los delirios cantan sus estribillos preferidos, y todo alumbramiento se vuelve requiem, y viceversa.
María Negroni / Copyright 2020
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