CUADERNOS

CUADERNOS

por - Libros
29 May, 2021 10:56 | Sin comentarios
A propósito de un libro de un director de cine; a propósito de alguien que reemplaza el plano por la palabra, el párrafo por la secuencia, pero nunca prescinde de editar.

FIGURAS PROVISORIAS

Andrés Di Tella escribe que dibuja un mapita para James Benning. Opening shot. Entre los ojos. Por cierto: en el límite técnico (cuaderno abierto en cafetín con mármoles) entre Belgrano R. y Villa Ortúzar. Psicogeografía, nunca psicomagia. Y Combray (pirouettes!) que asoma por la verja herrumbrada. Georgie, by the way. ¿En la Luna de enfrente? Aunque no consigo recordar ahora –tampoco el wi fi– si Borges la cuenta o no entre sus pecados de verdor.   

No obstante, para quiénes tampoco recordamos lo que Milwaukee representa para el cine de Benning –no así lo que el cine de Di Tella representa para nosotros: economía de la desmesura–, o mejor: para aquellos que sólo recordamos, esto sí, haber visto Landscape Suicide. O alguna de museos que nos condujo, alguna vez –¿ya era la pandemia?– al placer culpable de volver a ver Francofonia (culpable porque Sokurov es un boyarin, un príncipe blanco, y Benning el lone rider que todo jovenzuelo huraño con una Bolex alquilada alguna vez soñó ser). Para el lector que entiende o sobrelleva que el amor no puede ser sino una pasión excluyente –o de lo contrario qué sería la cultura sino una burocracia virtuosa–, el arpegio Benning completa, envuelve ese acorde suspendido recién allá por la página 161, irisando el arco o la bóveda de un libro que tiene como objeto y sujeto indiscernibles, y contra lo que nuestras malas posturas teóricas tienden a inflamar como somnolencia del fragmento, todo lo contrario: el continuo.   

Que un discípulo extrarradial, autoconfeso, de Ricardo Piglia, un cineasta, como lo puede ser Godard de Queneau, o Rodrigo Fresán de Kubrick, comparta esta obsesión aireana, no hace sino confirmarla. En el continuo Aira (qué duda cabe: la cuarta vanguardia) también Piglia sucede. Sin ir más lejos –y para no posar de consistentes bajo El tilo– en los circuitos paranoicos de aquel libro, sus clases, sobre Copi. (Ese contracampo –hoy tanto menos viable para el pinkwashing– de Manuel Puig). «Piglia mismo me ha enseñado que un escritor –enuncia Di Tella– no hace otra cosa. Se trata de poner a otro en el lugar de una enunciación personal». Dimanar la primera persona hacia su propio cáliz. ¿Benning? Andrés Di Tella dibuja un mapita para Andrés Di Tella. Y cuando abandone los Cuadernos sólo habrá completado la rosa de los vientos. Como en un ready made de Rodney Graham: el libro bien podría estar cocido sobre un cilindro.

Predomina, prima en estas notebooks (es decir: se agazapa) una expertise del montaje. O para emplear un significante común a las dos disciplinas que Di Tella concierta: de la edición. Una competencia de la transición a la retranca (esquinada) traducida en circunspecta maestría verbal. (Casi pongo silenciosa, si no fuera que se trata de lo opuesto: un tangram de reverberaciones). El propio Di Tella en un momento emplea a Kerouac como pantógrafo. «La experiencia de la vida es una serie regular de desviaciones». Decir la vida es decir la lectura. Aunque decir serie regular no implique necesariamente dormirse en los laureles del smash cut. (De la elipsis autócrata, autista). A esta desviación, por cierto, al rollo filacteria de On the road o al Goof Book de Philip Whalen o al verdadero nombre de Allen Ginsberg, Di Tella llegará (memoria de paso) desde Belgrano R. Donde la casa demolida (todas las casas demolidas son la casa de la infancia) se proyecta en la casa en pie –inmemorial y Tudor– de unos vecinos ignorados: los Lange (que hasta donde podemos saber desde este modesto espacio, a su hija Norah sólo Nicolás Peyceré parece haber recordado que llamaran la Vikinga). ¡Lo que por cierto no poco nos ilumina sobre la pasión de Georgie y el tamaño de su despecho! Un Aleph. O sobre la condena eterna de Carlos Argentino Daneri a vivir para siempre en el lado oscuro del corazón. Es Edwin Williamson –en Oxford, el mapa Di Tella de despliega– quien baldea esa vereda. (Wiki a la carrera: su almenado Borges fue publicado por Viking Press). Andrés Di Tella sin embargo pronuncia sólo hasta ahí esa curva. No, por lo pronto, hacia los anisetes biográficos de Estela Canto, casta catástasis. Para eso estamos los lectores. Para imaginar que a Georgie lo engolosina la idea de impacientar a las chicas mod. Racanear su iniciativa. O en todo caso: que un amor de Borges (áulico Leibniz) siempre serán dos.

El continuo, no obstante, se imantará por otra couple bizarre. Que por cierto: si Di Tella se dedicara a la ficción ingenua estresaría todos sus pactos. Torcuato y Kamala. En Londres. Donde otro barrio pituco –Hampstead– y otros vecinos –los Freud– se persiguen la sombra. Esos primeros años cincuenta (y la Psychologische Projektion) resonarán no sólo en la mención a «ese libro despiadado», The return of Eva Peron, en el que V.S. Naipaul, demasiado brahmán para ser gorila –«A mandarin is not a wog, sir»– se hace la del mono: felación y poder, sociología de la bataclana, etcétera. O donde por cierto, de sus visitas a Borges, sir Vedia regresa convencido de todo (tanto como de otras fatigadas casas de citas) salvo de que le hayan estado tomando el pelo. Sino que aquellos años también resonarán, o volverán a irisarse, cuando Di Tella, ya estudiante en Oxford, comparta una mesa snobby con el propio Naipaul (quien de compartir iniciales con Pritchett no se contagiará nunca el arte de la leve huella) y preferirá, sí, ante su magnetismo de geniecillo abyecto, preguntarle por su viaje a Inglaterra a los dieciocho años. «Naipaul llegó a Londres en 1950 –anota Di Tella–, apenas dos o tres años antes de que anduvieran por ahí mis padres. Fue a parar a una pensión un poco sórdida de Earl’s Court». Una pensión –son estas las palabras– frecuentada por viajeros o inmigrantes de las colonias recientemente independizadas. Esta frecuencia, como si se transmitiera por debajo de la evolución material del relato (donde el modelado plácido de Di Tella consigue que Naipaul trascienda los lugares más comunes de su egesta pública) será sintonizada como ruido de fondo en la siguiente entrada –de las pocas que en los Cuadernos tienen título, “El documental y yo”– por otro pensionista conspicuo y sátiro, el Conde de Gombrowicz. Quien no conforme con comenzar su Diario en 1953, y con el huracanado hebdomadaire: «Lunes, Yo. Martes, Yo. Miércoles, Yo.» –o sea: ¿Ja?, también lo hace respondiéndole a alguien (posiblemente imaginario) que lo acusa de ególatra. 

Estos juegos de cintura, de trasbordos de sentina, rara vez de cubierta, de ilaciones sin pamelas ni sombrillas, no descansa, es geológico. Y aventuramos: nunc pro tunc. Una lectura autorizada. Términos y conceptos que operan como ricorsi, como el found footage ensimismado de Narcisa Hirsch rebotando en las imágenes de un Nuevediario de los ochenta para rebotar, a su vez, en los noticieros –en el Scoucer’s Events– de Terence Davies. Ciertas reapariciones de José Luis Guerin o de David Perlov, a propósito de Ed Pincus; de un hydropathe periférico: Georges Rodenbach; de Piglia; del propio Gombrowicz. Quien asciende a su vez desde dónde, hacia una elegía (contracíclica) de Alberto Fischerman. Puestas en abismo –«mi mano apoyada en el mármol frío de la mesa sostiene la hoja del cuaderno…»–, donde resplandece esta anotación espejismo –y dado que en San Francisco habremos pasado por la City Lights Bookstore–, on the road: «Siempre nos distraemos en el instante en el que el agua está por desaparecer… ¡y ya desapareció!». Preparación y ejecución –esta última– de un eco que en el abismo imprime su racord de ocultamiento: «Una mañana de 1684, más precisamente, “durante la octava luna de otoño”, Matsuo Basho decidió lanzarse por los caminos de Japón». O asimismo esquirlas, moretones, epígrafes intersticiales que huyen hacia delante: «El proyecto es la prisión de la que quiero escaparme» (Bataille before Broodthaers). O la cadencia de ciertos inserts de amplitud –ciertas, dirá Di Tella, aventuras mínimas de la percepción–. Cuando no la reanudación –siempre inesperada, no pactada– de movimientos pormenorizadamente inconclusos. Con el pretérito imperfecto como doble fondo: «Por mi ascendencia hindú, yo era un fucking wog (lo que en Argentina se traduciría por negro de mierda)». Y claro, sí, siempre: la India. Motherland. La trama fantasma.

Dos citas largas acaso basten para hacerle decir lo mismo (y limpio) al propio Di Tella: «He vuelto a ver Duel y Vanishing Point. Ambas comparten con Two-Lane Blacktop la misma dimensión metafísica, el absurdo sin explicaciones, de una amenaza misteriosa que pesa sobre los protagonistas, que uno ahora puede identificar con un mismo clima de época. Pero la película de Monte Hellman [Two-Line] tiene algo mágico en su relato, una manera de resolver situaciones aparentemente anodinas con un dejo de suspense, que permite anudar una trama donde sólo parece haber una deriva». Por cierto: aquí hemos llegado, finalmente, a Kerouac. A Monte Hellman nos habrá conducido Alicia en las ciudades vía ídem: Oxford, Buenos Aires. Un cineclub universitario, el fabuloso art-house cinema Penultimate Picture Palace, el Auditorio Kraft de Florida Street. En la segunda cita –que al final no, no era tan larga– el lugar del otro lo ocupa Lucrecia Martel: «Ese hilo imperceptible de acontecimientos casi secretos […] constituye tal vez la corriente oculta que pulsa debajo de la superficie de las imágenes». Apuesta decidida, sí. Si la literalidad es nuestro mal de época, que la metáfora sea nuestra ruina.

O cómo reanudaría qué sino un hachazo. O cómo –¡french connection!– sin el mecenazgo elíptico (la solución de continuidad) del ideólogo de turno. «Si vos estás ahí, en ese lugar perdido, absolutamente solo, durante meses, sin nadie con quién hablar, vos también empezarías a hablar con los osos». Escribir «Grizzly Man» para leer «Claudio Caldini». Donde antes, por cierto, habremos leído «James Benning». Formas de alimentar un mismo instinto. O cómo expandir –de igual manera– la misma esfera sobre un núcleo de pérdida: la muerte del cine, la muerte de un padre. Es cierto, para dominar el art of losing, Elizabeth Bishop (ángel arcabucero de este salto de fe) cuenta con los libros de horas de Pisanello y la chispa que Marianne Moore no se atribuyó con Sylvia Plath: «la espectacularidad de lo no espectacular». Lo podría haber firmado Andrew Sarris para Film Culture. Sin ir más allá de la página 73: hablando de Chabrol. Como sea, hay algo de todo esto en la operación sensible –el plan infinito– de Andrés Di Tella. Nada más espectacular que una fantasía nacional inscripta en el propio nombre. Y sin embargo, tal principio de exceso, no es sino en el filo de su herramienta materia de intemperie. Como si de los imperios caídos –si se omite esta remilgada manera de faltar a la cita, y a saber si el cine, con sus Palacios Oscuros como la Esfinge de Nínive, ya no es parte interesada– sólo quedara eso: desplazamientos. Pulsos (apenas temblorosos) para una cartografía de meteoros.       

Andrés Di Tella, Cuadernos, Buenos Aires, Editorial Entropía, 2020. 266 páginas.

*Foto de encabezado: A spread from Two Cabins by JB, co-edited by James Benning and Julie Ault (A.R.T. Press, 2011)

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