EL CANON DE MANUEL FERRARI
El cineasta Manuel Ferrari podría haber sido un actor clásico de Hollywood. El azar de la genética lo benefició con los rasgos de las viejas estrellas de cine. Pero Ferrari eligió estar detrás de cámara y desde su debut en el 2006 con el film colectivo A propósito de Buenos Aires no dejó de filmar ni tampoco de sorprender: todas las películas son diferentes entre sí y tampoco se parecen a las que realizan sus contemporáneos. Sin embargo, a sus películas solamente las une un tenue hilo secreto: puede ser una comedia en Chile o un ensayo personal en Berlín, plasmar una visión sobre el Río de la Plata, propiciar una lectura filosa de los festivales de cine y transformar a Buenos Aires como escenario lúdico de un discreto relato existencial y de ciencia ficción; cualquiera de sus películas hará del espacio el organizador central de su poética.
Sé muy poco del cineasta. Sé que es padre y sé también que su esposa es cineasta (Clara Picasso). Mi trato con él ha sido ocasional. Ferrari ha tenido la gentileza de invitarme en tres oportunidades a participar en el marco del Talent Campus. Por mi parte, he programado algunos de sus cortometrajes en algunos de los festivales que dirijo. Es por eso que he escrito sobre Las expansiones, Crónicas de Solitude y Las credenciales. También reseñé De la noche a la mañana, porque me parece una gran comedia y una película muy poco vista. (No escribí sobre sus dos primeras películas por cuestiones involuntarias, pero de hacerlo hubieran sido reseñas elogiosas).
Tal vez la natural tendencia a la discreción por parte del cineasta ha tenido un efecto negativo sobre la exposición de sus películas: se han visto poco. Es una hipótesis. Pienso que las películas de Ferrari merecen más público y mayor circulación; es un cineasta delicado y sensible.
Si bien no conozco mucho a Ferrari, le tengo estima e intuyo que además de un buen cineasta es un buen hombre. Lo primero es un juicio estético, lo segundo, una impresión personal. Por estas razones, me pareció que era un buen invitado para esta sección. Me interesaba saber cuáles eran las películas que amaba, de acá y de otras latitudes. Un par de semanas atrás llegó la lista de sus elegidas y un texto. Solo puedo expresar agradecimiento. Espero que a los lectores los satisfaga al igual que a mí. (Roger Koza)
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De cánones y cañones.
Desde niño y luego en mi adolescencia mi relación con el cine fue una experiencia desordenada. No fue la clásica formación cinéfila de ir a un cineclub o un videoclub especializado (aunque tampoco es que en La Plata hubiese muchos de estos). Recuerdo, eso sí, grandes experiencias cinematográficas, una de ellas: ver la película Héroes en el Cine San Martín de La Plata con mi padre. Fue inolvidable y una revelación de todo lo que me parecía bien (con Maradona, Bilardo y Valeria Lynch). En definitiva, lo que me hacía acercar al cine eran ciertos intereses puntuales: la música (miraba Laberinto y miraba a David Bowie actuando en una película) o miraba películas sobre surf, básquet o skate y también alquilaba películas solamente para reírme. Entre ellas la casi didáctica Top Secret o La pistola desnuda por recordar algunas nomás.
En ese sentido, mi acercamiento era contenidista, o si se quiere para no quedar un poco antiguo separando la forma del contenido, más bien se trataba de una relación temático/afectiva: iba a ver lo que sospechaba que me iba a conectar con la película de alguna manera. Disfrutaba de todo el cine por igual, no existían cuestionamientos propios o ajenos por la contradicción entre oponer ver una cosa y luego otra. Un poco más grande recuerdo ver Cha Cha Cha o Tumberos con pasión mientras miraba videoclips en MTV y alquilaba Point Break insistentemente y a la par me iniciaba a leer a Herman Hesse o Salinger.
Mi primo mayor, el cinéfilo de la familia, me fue guiando en la erudición cinéfila cuando fundó un videoclub que se llamaba primero DW Griffith, si mal no recuerdo, y luego Aquiléa. De a poquito y mediante los VHS que alquilaba fui conociendo que además de Un condenado a muerte se ha escapado estaba El boquete de Jacques Becker. Y así, de alguna manera, fui dando mis primeros pasos como espectador de la Historia del cine (con mayúscula).
Un poco más grande ya y luego de algunos pasos por otras carreras fui becado para entrar a la Universidad del Cine y mientras disfrutaba del viejo tren diesel La Plata-Buenos Aires empecé a cultivarme en la materia. Amé ciertas películas y especialmente amé ciertos “autor*s”. Esa palabra (autor) entró en mí como una especie de mantra y me hizo amar y odiar películas, incluso algunas que nunca había visto del todo (como le pasaba a Serge Daney). O como también le pasaba a Noël Burch que armaba teorías en base a películas que recordaba vagamente y acomodaba a gusto de su teoría.
Es bastante evidente que estoy en parte hablando de la cuestión de la cultura alta y la cultura baja y de la “distinción” como lo entiende Pierre Bourdieu. Pero también estoy recordando mis propias (auto) imposiciones y mi necesidad de encontrar de dónde sujetarme para sentirme seguro para defender mi canon (que este artículo me convoca).
Me convertí así en un empedernido cinéfilo con todas las letras cuando avanzado en mis estudios en la universidad compartíamos películas de los archivos de las embajadas en el microcine. Mientras tanto leía páginas atestadas de películas que no podía ver por ser inaccesibles y luchaba con una traducción que colaboraba poco de La imagen movimiento y La imagen movimiento de Gilles Deleuze que servía de guía de muchas materias. Así fue transcurriendo el tiempo bajo este manto de “imsignos” y Julias Kristevas, imponiéndose una formación posmoderna a la cual me le plantaba de manos con el cine moderno, Susan Sontag y Marshall Berman como escudo teórico.
En paralelo, la modernidad cinéfila era el traje perfecto para dar la batalla en todos los campos. Me hacía sospechar de todo cine que no fuera protocolarmente “moderno” y corría por izquierda al cine clásico cuando era demasiado convencional y a cualquier vanguardia norteamericana o videasta por derecha por no tener las credenciales del cine moderno. Haciendo una síntesis violenta diría que estas credenciales tienen una base programática en un ejército moderno integrado por Godard, Antonioni, Ozu, Rossellini, Bresson cuyo sostén era la impureza bazineana que incluía a autores de la literatura o la música (Musil, Dos Passos, Cage, Messiaen, etc) y cuyo sostén ético-formal provenía de la fuerza acusatoria rivetiana/daneysiana. Así fue que casi siempre miraba de costado al cine latinoamericano y especialmente al cine contemporáneo que era escrutado bajo un filtro aún más minucioso. Era un cine aún sin tradición y eso era confuso y sospechoso para poder ponerlo en alguna sección de los anaqueles.
Hace poco leí el libro de Vicente Monroy llamado Contra la cinefilia que me hizo tomar conciencia de lo que fue para mí la cinefilia: un refugio donde fui radicalizando mis gustos cinéfilos y mis prejuicios sobre ese “otro cine” que no cuajaba necesariamente con mis convicciones. Si bien tengo diferencias con algunas de sus posiciones considero que especialmente en sus primeros capítulos Monroy logra desenmarañar estos dogmas y prácticas con las cuales me sentí muy identificado. Amar películas que no había visto del todo o incluso que no estaba seguro de cuánto me gustaban. Y el summum de todos los prejuicios: pensar que era mala una película que no había visto o que (en el mejor de los casos) había leído que lo era.
Ya en la vida adulta posmoderna (?) conecté también con el manifiesto de Luis Ospina y Carlos Mayolo acerca de la pornomiseria y ahí me volví a iluminar y a convencerme de que la rigurosidad es fundamental para pensar el cine y su relación con el mundo. Y no sólo sobre qué películas vemos sino también incluir bajo este rigor especialmente las que hacemos por estas zonas del mundo. Fue gracias a estas ideas que ya no provienen del protocolo moderno y algunas otras que surgen de textos producidos en la región[1] que me he permitido (re)pensar el cine que miro y que intento hacer en una forma tan rigurosa como desprejuiciada como me sea posible.
Creo que es así donde me he ido encontrando (curiosa contradicción) con esa desvergonzada y arbitraria aproximación infantil donde ahora me permito amar a todo el cine por igual. Pongo un ejemplo, quizás burdo: la pasión que siento por igual por una película de Chantal Akerman o Albert Serra es la misma que tengo por una comedia con Jonah Hill o Daniel Hendler.
En fin, he aquí un grupo desvergonzado de largos, cortos, programas de televisión y series, una o dos por director* que son las que tengo a mano en mi mente y las que he visto recientemente y que tampoco son tantas como quisiera. Algunas son películas que, como caballos de batalla, están hace tiempo en la delantera y otras que me están acompañando ahora mismo por diversas razones; y también otras, sencillamente, porque son las que me vienen a mi mente ahora mismo. Algunas de acá y algunas de allá. Estoy convencido de que me estaré olvidando de muchas que fueron y son centrales, pero esta lista es provisoria y un poco arbitraria. Pienso que las municiones de estos cañones que defienden estos cánones son intercambiables según el momento en que me encuentre creativa o afectivamente. Son ejemplos con los cuales sencillamente me siento a gusto y en alguna medida convocado a sumarme a un diálogo con aquello que las películas me propusieron como espectador y el vínculo que establecieron conmigo.
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Las películas
Point Break (Kathryn Bigelow)
Saute ma ville + Jeanne Dielman (Chantal Akerman)
Good Bye Dragon Inn (Tsai Ming-liang)
Sin título (Carta para Serra) (Lisandro Alonso)
El canto de los pájaros (Albert Serra)
Old Joy + First Cow (Kelly Reichardt)
El tesoro + The Second Game (Corneliu Porumboiu)
Lundi Matin (Otar Ioselliani)
Contactos y San Clemente (Raymond Depardon)
Gloria (John Cassavetes)
Belmonte (Federico Veiroj)
Verano (José Luis Torres Leiva)
Familia sumergida (María Alché)
El ejército de las sombras (Jean-Pierre Melville)
Las series: The Wire, Marvelous Mrs Maisel, Cha Cha Cha, Peter Capusotto y sus videos, Anuario de Néstor Montalbano
Panke (Alejo Franzetti)
Superbad (Greg Mottola)
El otro lado de la esperanza (Aki Kaurismäki)
Rojo (Benjamin Naisthat)
Santiago (João Moreira Salles)
Aquel querido mes de Agosto (Miguel Gomes)
Parasite (Bong Joon-ho)
El dependiente (Leonardo Favio)
Seguir órdenes + Las Pistas (Sebastián Lingiardi)
Escape de Los Angeles (de NY) (John Carpenter)
The Big Lebowski (Hermanos Coen)
[1] Se me ocurren los múltiples aportes de espacios sobre todo virtuales como La fuga, La vida útil, La otra, Caligari, A sala llena, Pulsión, Revista de cine y también por supuesto aquí en Con los ojos abiertos, y otros espacios que ahora no recuerdo pero que son vitales; considero que es clave leer todo en la medida de los posible y también cuestionando(me) los prejuicios.
*Montaje de fotos de encabezado: Santiago; Sin título; El dependiente; El ejército de las sombras; El canto de los pájaros.
Con los ojos abiertos / Manuel Ferrari / Copyleft 2021
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