LAZOS DE FAMILIA / SORRY WE MISSED YOU
LA DISTOPÍA DE CADA DÍA
A Paul Laverty le debe haber bastado observar a su alrededor las mutaciones odiosas del mundo laboral británico para entregarle el libreto de Lazos de familia al vigoroso octogenario Ken Loach, cineasta que ha dedicado décadas de su carrera a filmar la vida proletaria en el Reino Unido. El guion no sorprende porque transcribe fehacientemente el pragmatismo del mercado laboral, cuyos exegetas y vindicadores tienen siempre la palabra en todos los canales de comunicación para añadir que “así son las cosas, así es la realidad”. Que no sorprenda no significa que naturalice lo inaceptable y pacte con los apologetas del orden vigente. ¿Por qué un hombre y una mujer deben trabajar catorce horas todos los días para apenas poder subsistir?
La precarización laboral no es jamás un mero sintagma de la lucha discursiva entre teóricos, gobiernos y sindicalistas. Denomina una experiencia concreta que tiene consecuencias en la mismísima vida afectiva de una familia y en el cuerpo de un trabajador. Cuando a Ricky se le cierran los ojos manejando en la mañana su camioneta de reparto porque la rebeldía de su hijo mayor le resulta incontrolable a tal punto que no puede dormir, la falta de sueño y la rabia del adolescente no se precipitan por desórdenes afectivos y psicologías inestables: un sistema económico y una forma de trabajo modulan la experiencia en el mundo. Todo esto no es otra cosa que una actualización de la enajenación, que tampoco es un concepto teórico; el término describe un fenómeno, y el film de Loach lo representa bien.
La historia de Lazos de familia es reconocible: Ricky invierte todo lo que tiene en una camioneta para trabajar en una empresa de entregas a domicilio con el objetivo de ganar un poco más y tal vez comprar una vivienda para dejar de alquilar. La retórica de la empresa se adueña del concepto de pertenencia, y a juzgar por las exigencias que sienten los empleados, el esfuerzo del protagonista involucra hasta a sus seres queridos. Loach es acá puntilloso y retrata la lógica y la praxis del trabajo contemporáneo, y los efectos sobre los vínculos laborales y familiares. La escena en la que la familia culmina cenando unas exquisiteces indias en la camioneta glosa un estilo de vida.
De las últimas películas del cineasta británico, Lazos de familia es la más respetuosa con los personajes, quienes no son sacrificados para ilustrar las injusticias de un sistema económico al que Loach combate desde su primera película. La única escena gratuita e ingrata consiste en una humillación inesperada que aporta una dosis de sensacionalismo y un poco de ruido ideológico. Los auténticos canallas de todo esto no son justamente tres ladrones de poca monta. Este breve pasaje sintetiza la peor estrategia poética del cineasta, pero para bien de la película el relato prescinde felizmente de este recurso didáctico y moralizante. ¿Hace falta aclarar que los que trabajan y los que roban no son los buenos y los malos?
Alguna vez, François Truffaut opinó que decir “cine británico era una contradicción en sí misma”. La tradición cahierista diseminó prejuicios edificantes y venenosos, y nunca faltan los que repiten las máximas de los antiguos sabios. Pero mal que les pese a muchos, el cine inglés existe y muchos de sus cineastas, además, han sido los mejores retratistas de la clase trabajadora. Las hermosas películas de Terence Davies y Derek Jarman, y algunas no menos conmovedoras de Mike Leigh y de Loach desdicen a los prejuiciosos, a veces también reaccionarios, que no soportan que un plano revele el privilegio de los pudientes y el padecimiento de un ejército de almas que solo cuentan con su fuerza de trabajo.
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Lazos de familia / Sorry We Missed You, Reino Unido, 2019.
Dirigida por Ken Loach. Escrita por Paul Laverty.
*Publicada en otra versión por La Voz del Interior en el mes de octubre 2021.
Roger Koza / Copyleft 2021
No sale para mi de sus lugares comunes, más allá de que uno comparte el desprecio del director por el orden de cosas que describe. El personaje del encargado es demasiado plano, casi casi un discurso más que un sujeto. Encontré dos momentos de sensible solidaridad entre pares en un par de escenas chiquitas, la de la parada del autobús con la esposa del protagonista llorando y la mujer desconocida que la habla y la partida de la chica en la terminal de ómnibus, me parece que lo mejor de la película está en ese trasiego diario de sus personajes que comunica una experiencia de clase omitida en general de los relatos del cine: se mueven todo el tiempo -un tiempo que no les pertenece- de aquí para allá soñando con un hogar propio. Saludos Roger!
Sí, es más o menos así, como lo decís. Es mejor que las precedentes, pero persiste un obstáculo clave, acá matizado. Mi conjetura con el cine de KL: el problema esencial no es tanto el lugar común, el que podría ser eventualmente didáctico; el problema reside en que los lugares comunes siempre tienden a fijar una imagen del mundo y al ser así toda representación es cómplice involuntaria de lo que enuncia para denunciar. Pero, como dice usted, don Scotti, están esos pequeños momentos de solidaridad. Eso compensa algo, y también la dignidad de los personajes: ellos se imponen al guion, por decirlo en cierta forma. Saludos. R
Está muy bien la referencia a los prejuicios que creó el desprecio de los miembros de la nouvelle vague por el cine británico. Aparte de la referencia a Truffaut, hay algunas frases despectivas de Godard en Histoire(s) du cinema. Y creo que recordar una conversación de Godard con Lanzmann en la que, hablando de los festivales, dice algo así como que “quién y por qué iba a querer ver una película noruega”.
Ese desprecio paradójicamente crea un campo de estudio y reflexión interesantísimo. Aparte de lo que dices sobre el talento del mejor cine británico para retratar la clase obrera (Loach, claro, pero también Bill Douglas, Alan Clark o Andrea Arnold), creo que la gran aportación del cine inglés es una particular sensibilidad con el territorio, con la geografía. Pocos cines tienen una relación tan estrecha y tan consciente con el paisaje nacional y sus accidentes y eso está desde en los últimos minutos del Cuento de Canterbury de Powell y Pressburger o en el cine comercial de los 60 (Sapphire, Far from the Madding Crowd o The Wicker Man) hasta el cine más experimental de Margaret Tait o Terence Davies y el nuevo terror de Ben Wheatley.