FESTIVAL DE CINE DE MAR DEL PLATA 2021 (15): CONTRA VIENTO Y MAREA
Conviene empezar por lo más importante. A pesar de las enormes dificultades de todo tipo (económicas, sobre todo, de personal, de logística) el festival se hizo casi en su totalidad de manera presencial aunque hubo también una parte virtual para las actividades que requerían presencia de personas. Con aforo algo reducido en las salas, manteniendo precios irrisoriamente bajos para el promedio vigente en los cines comerciales, puede decirse que, dadas las circunstancias –que incluyen que haya todavía una buena cantidad de gente poco dispuesta a participar de actividades masivas- que el festival fue un éxito. Y hay que recalcar el esfuerzo, no solo de sus autoridades y los programadores, sino el de todo el personal afectado a diferentes tareas. Por cierto que hubo menos películas, con funciones más separadas que terminaban más tempranos, sin proyecciones de trasnoche ni las tempraneras de la Competencia Oficial. Personalmente –más allá de valoración de las películas- creo que la mencionada reducción es un hecho beneficioso, ya que la cantidad de films al no ser abrumadora es más manejable. Por supuesto que hay quienes piensan que en la medida que haya más películas es mejor porque permite una más amplia selección, pero ese no es mi punto de vista. Lo cierto es que hasta dos meses antes de la fecha prevista había dudas sobre la concreción del evento pero este finalmente se realizó y el esfuerzo valió la pena.
Acá comienzan algunas digresiones que tienen que ver con mi concepción del cine, acentuada ahora por razones generacionales. Aquellos audaces que han seguido a lo largo de los últimos (casi) treinta años mis no demasiado abundantes escritos estarán al tanto acerca de mis preferencias por el cine clásico sobre el contemporáneo. Desde ya que eso no implica desconocer el valor de numerosos realizadores actuales, pero no tengo dudas de que entre una gran película clásica y otra contemporánea disfruto más con la primera. Recuerdo que en un lejano y extenso reportaje al director español José Luis Garci – un incondicional del cine clásico- que hice para la revista El Amante, él me decía que los realizadores de esa línea tenían un “secreto” que hacía que sus películas se pudieran disfrutar de una manera inigualable. Y otro soldado de la misma estirpe, el recordado Rodrigo Tarruella, hablaba de la sensación hipnótica que producían las películas clásicas, sobre todo del cine estadounidense. Para los que, preferimos un cine narrativo, con personajes, sentimientos y conflictos, una gran cantidad del cine actual nos resulta aséptico, tedioso y sin interés. Hay una realidad, en mi opinión, incontrastable: películas de realizadores clásicos de segundo y hasta tercer orden son, como mínimo, entretenidas y, en cambio, films de directores a los que la crítica cubre de una patina de prestigio son irremediablemente aburridas. Por supuesto aquí aparecerán los que sostiene que el aburrimiento no es una “categoría estética”, que es un elemento psicológico y subjetivo, etcétera. Pero si bien de ninguna manera descarto el análisis objetivo de un film (su estructura, su puesta en escena, el uso del punto de vista, la cosmovisión del director) hay un hecho irrefutable que es el de qué manera un film repercute sobre un crítico o un espectador, qué reacciones le provoca; en una palabra cuál es la carga emocional de una película, la gran ausente de gran parte del cine contemporáneo. Es conveniente siempre tener presente una recordada escena de un film de Godard, en la que Samuel Fuller, acosado para que diera una definición del cine, la sintetizaba en una sola palabra: emoción. Y volviendo al concepto de aburrimiento, ¿de qué otra manera se puede definir el estado de ánimo que provoca si lo que ocurre en la pantalla delante nuestro no nos suscita el menor interés? Por supuesto que no descarto que la constante visión y revisión de títulos clásicos haya acentuado todo lo mencionado anteriormente. Pero dejemos de lado este extenso y desordenado introito, aunque sin dejar de tenerlo presente para comprender mi valoración de varias de las películas vistas en el festival.
Coherente con lo expuesto, lo mejor de la programación del festival me pareció la retrospectiva dedicada a la gran actriz japonesa Machiko Kyō. Figura señera entre las intérpretes de su país, junto a Isuzu Yamada, Setsuko Haru, Hideko Takamine y Kinuyo Tanaka, desarrolló una extensa carrera de 35 años en la que trabajó en noventa películas. La selección presentada, en excelentes copias en 35 mm., ofrece algunos de sus trabajos más relevantes (tal vez falten Rashomon y La calle de la vergüenza, en la que Machiko es la dueña del último plano de la filmografía de Kenji Mizoguchi). Así se pudieron ver tres obras maestras, Ugetsu, Hermano y hermana y Pasión extraña, dos grandes películas, La puerta del infierno y La hierba errante y dos títulos de buen nivel, pero lejos de los films mencionados, Historia de Gengi y El testamento de una mujer.
Ugetsu, 1953, es una de las numerosas obras maestras de Kenji Mizoguchi, un relato de época ambientado en un período bélico que fusiona elementos costumbristas y fantásticos, en el que Machiko Kyō interpreta a una mujer presuntamente muerta que obsesiona a un campesino ambicioso. Es notable la maestría con la que Mizoguchi fusiona los aspectos realistas con los oníricos, logrando un film sublime.
Mikio Naruse, a pesar de su enorme talento y sus casi ochenta películas (ninguna mala según mi amigo el crítico español Miguel Marías), no tiene en Occidente la fama de otros realizadores nipones, como Ozu, Mizoguchi y Kurosawa. En Hermano y hermana (1953) presenta uno de sus temas favoritos, la disolución familiar, expuesto a través del enfrentamiento entre dos hermanos y las repercusiones que provoca en el grupo familiar. Una de las numerosas obras maestras del director.
Kon Ichikawa, a pesar de ser un director de innegable talento, no está considerado a la altura de los antes mencionados. Sin embargo, Pasión extraña, 1959, es también una obra maestra de una notable audacia para la época en que fue realizada. Un film cargado de ambigüedad y perversas aristas en el que Machiko Kyō ofrece una notable interpretación de un personaje tortuoso y retorcido.
Teinosuke Kinugasa es posible que tenga más fama por sus películas mudas pero La puerta del infierno, 1953, es una gran película, en el que una bella mujer, Machiko, más etérea que nunca y felizmente casada, es acosada por un guerreo que está obsesionado por ella y decide asesinar a su marido. El film va desembocando progresivamente en un contundente melodrama de gran potencia visual y en el que el director desarrolla un gran trabajo con los decorados y el color.
Yasujiro Ozu es otro gran maestro del cine japonés que, a través de un estilo sutil y conciso, ofrece un preciso retrato de la sociedad japonesa, principalmente de loa años de posguerra. La hierba errante, 1955, está ambientada en el mundo del teatro y, a pesar de ser muy buena, no está entre sus mejores películas (debo preferir unas quince suyas antes que esta)
Es importante señalar que este ciclo se proyectará en la Sala Lugones del Teatro San Martín entre el 4 y el 15 de diciembre.
Encadenadas con las digresiones anteriores van ahora estas referidas al cine que se proyecta en los festivales. Es sabido que en las actuales circunstancias, es muy difícil conseguir películas, principalmente por razones económicas. En esta edición de Mar del Plata se vieron títulos que, sin duda, estaban entre los más convocantes (las de Apichapong, Hamaguchi, Almodóvar) en este tipo de eventos, por encima de la valoración que se haga de los mismos. Hubo otros que cabía presuponer (aunque no garantizar) que podían resultar atractivos. Pero también hubo unos cuantos (demasiados) que cuesta entender las razones para incluirlos en un evento de esta naturaleza. Incluso, una vez más se dio el caso de bastantes películas cuyo único mérito parecía ser el de que eran desconocidas. Para ejemplificar, la competencia Estados Alterados es presentada como el espacio en el que aparecen las expresiones más de avanzada del cine actual. Sin embargo, ninguno de los títulos vistos mostró características relevantes que los hicieran escapar a una confortable rutina. Si nos guiamos por las listas de recomendaciones previas y las críticas anticipadas de muchas películas se tiene la impresión de que era inevitable una panzada de buen cine. Sin embargo, la visión de muchas de esas películas resultaba decepcionante y es así que una obra comercial española de los años 50, Manicomio, de Fernando Fernán Gómez y Luis María Delgado –aun cuando es posible suponer que si el guion hubiera sido de Rafael Azcona los resultados habrían sido mejores.- resultaba más placentero de ver que aquellas películas.
Tampoco la Competencia Oficial ofreció muchos motivos para el regocijo ya que, salvo la pequeña y cálida Petite maman, de la francesa Céline Sciamma, un relato de aparente sencillez pero que indaga con lucidez en la pérdida y el duelo durante la infancia con un tono austero y casi minimalista, con diálogos lacónicos y casi total ausencia de música (cuando aparece suena innecesaria y estridente) y algunos muy buenos pasajes (aun cuando le sobran una buena cantidad de minutos) de ¿Qué vemos cuando miramos el cielo?, del georgiano Aleksandre Koberidze. Fueron decepcionantes el último trabajo del portugués Miguel Gomes, en compañía de Maureen Fazendeiro, Diarios de Otsoga, una serie de intrascendentes viñetas rodadas durante la pandemia que poco tienen que ver con su muy atractiva obra anterior o la muy premiada y elogiada The Girl and the Spider, un tedioso ejercicio alrededor de una mudanza carente de interés. Tampoco la ganadora, Hit The Road, de Panah Panahi, hijo del más famoso Jafar, un road movie bastante convencional, ofreció motivos de atracción. Tal vez la mayor sorpresa de esta sección haya sido Quién lo impide (fotograma de encabezado), del español Jonás Trueba, un director que, a diferencia de Gomes poco de interés había mostrado hasta la fecha. En este caso presenta un trabajo rodado a lo largo de cinco años con diversos grupos de adolescentes y consigue un film, dividido en tres partes, en el que los jóvenes protagonistas se expresan con total espontaneidad y naturalidad, con varios pasajes muy graciosos y otros no exentos de profundidad.
Una pequeña sorpresa fue Azor, exhibida fuera de competencia, una coproducción suizo-argentina dirigida por Andreas Fontana, un realizador nacido en Génova que vivió bastante tiempo en Buenos Aires y se radicó luego en Suiza. El film está centrado en la llegada de un banquero suizo con su mujer para reemplazar en la embajada a su antecesor, misteriosamente desaparecido y realizar varios negociados de turbio origen. El film, ambientado en los años de la dictadura militar, consigue en sus mejores momentos un clima opresivo y casi kafkiano.
Como película de cierre se presentó Madres paralelas, el último trabajo de Pedro Almodóvar. El realizador manchego, en sus últimos films, ha adoptado un tono más austero, siempre abrevando en las fuentes del melodrama. En este caso, entrecruza dos historias, la de una mujer ya madura (Penélope Cruz, más bella y seductora que nunca) con el de una adolescente. Ambas tuvieron un bebé el mismo día y los párvulos posiblemente han sido intercambiados. Por otra parte, Cruz es una fotógrafa relacionada con un médico forense que está investigando la posible aparición de los restos de las víctimas del franquismo en un pequeño poblado. La trama de la relación de las dos mujeres es lo mejor del film, con un relato encuadrado en los términos del melodrama clásico. El segmento sociopolítico aparece algo más forzado y no logra siempre integrarse con el otro relato. De todos modos, el film tiene varios buenos momentos.
Pasemos finalmente a referirnos de manera muy sucinta a los dos títulos que llegaban al festival precedidos de mayor prestigio crítico: Drive my Car, del japonés Ryusuke Hamaguchi y Memoria del tailandés Apichatpong Weeresetakul. De Hamaguchi tengo algunas películas bajadas pero me intimidan sus duraciones (entre tres y cinco horas). Esta también dura tres horas y muestra a un cineasta de innegable talento pero poco predispuesto a la concisión y la síntesis. La película, ambientada en el mundo del teatro, tiene un extenso tramo inicial muy bueno y otro gran segmento final en el que los personajes desnudan sus emociones y sentimientos que posee gran intensidad, pero hay también una zona central -la que más tiene que ver con la representación teatral´- que se hace pesada y reiterativa. De todos modos estamos, sin duda, ante un realizador a seguir y hasta es probable que me anime a ver sus otras películas.
El caso de Apichatpong es diferente. Consolidado como una figura “intocable” para la crítica, sus film son esperados como un acontecimiento cultural de magnitud. Me gustan sus anteriores películas pero en este caso, tal vez porque el fárrago de título de un festival no es el mejor contexto para verlo, no logre entrar en la propuesta del film en ningún momento, sea porque la experiencia sensorial que intenta trasmitir el film nunca me llegó, porque el tiempo cinematográfico de algunas escenas se me hizo interminable o porque Tilda Swinton hablando en castellano (el film transcurre en Colombia) y caminando todo el tiempo en cámara lenta me colocó al borde de la irritación. Nunca logré conectarme con la película que, por otra parte, está cargada de escenas “enigmáticas” (esas en las que no se sabe bien lo que quiso decir o mostrar el director). Todo sin el menor atisbo de emoción. En fin, no le retiro el crédito al tailandés pero el disfrute de su obra será en otra ocasión.
Como se señaló al comienzo de esta nota- y más allá de todos los reparos que he expuesto-, que tienen que ver con mi habitual inconformismo y rechazo a los tinos celebratorios- el hecho de que el Festival de Cine de Mar del Plata se haya realizado es un auténtico acontecimiento y debemos congratularnos de ello.
Jorge García / Copyleft 2021
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