SEGUNDA UNIDAD: LIKE A ROLLING STONE

SEGUNDA UNIDAD: LIKE A ROLLING STONE

por - Columnas
17 Dic, 2021 11:20 | Sin comentarios
Una gira, un libro y un músico que es mucho más que un músico: Bob Dylan. También cuestiones relacionadas con el cine. Y detrás de todas las palabras un recuerdo personal.

En el Garden, así lo llama Shepard —¡y Muhammad Alí!—, quiero decir: no “el Madison”, como insistían en llamarlo los cronistas de rock de mis viejas revistas hip, en los días (formalmente infelices) de mi vieja Fender nacional, que había sido, por otra parte (Fender nacional) el nombre favorecido para cierto micro de radio (también, de tres pastillas: un podscat precámbrico por la 97.5 —se accedía con un green pass por la calle Corro; no hace falta el parentesito french ¡(p)! de un as de la diseminación—) que siempre preferimos preproducir con nuestra más colocada y engolada disuasión. (El plural es una letanía: se volvieron todos —nos volvimos: éramos tres “pseudo punkitos”— old vinagers. Aunque de la más rancia progresía: decimos “acheto” (trato de ser solidario con personas con las que hace veinte años no comulgo) y creemos que hacer una película implica necesariamente hacer una segunda para confirmarla —Das Kapital und der Stoff der Träume—.) ¡Los noventa, man! Acaso la última década (cómo saberlo: nunca volví a ser uno) en la que ser un adolescente estepario, obeso, alto como una puerta, era una garantía para mantener alejada a la “mierdita” empática. La década en la que Charlie Feiling se cagaba en la Poesía como un purasangre en Ascot —esto podía haber sido: en las narices de la Reina Batata—: 

Reflexione el viandante. Cuantas veces acosa 

su molicie a la tersa 

superficie esmaltada, ¿logra loza 

preservar la mierdita, o es que inmersa 

en agua se disgrega la masa del simposio? 

(No seamos tan mersas.)

Siglos. En el Garden, escribía entonces Shepard, aunque en el ‘99 Anagrama todavía no lo había traducido —no obstante había quien tenía la reedición de Limelight Editions de los ochenta: un pariente viajado y pijo, que tampoco era mío, como las manos que hicieron el trabajo sucio—, en el Garden, pues, claro, Dylan. «Como de costumbre, aparece sin más. Nadie lo anuncia. Simplemente aparece». Doy fe: como en este parrafear. Que se presiente: será extenso, gratuito. ¿O quién puede tener prisa por llegar adónde (¿al Museo del Subjuntivo de un cuarentón?) cuando se descubre (cierta noche sin fieras) comenzando a escribir sin plan, sobre todo lo que le gustaba en este mundo? El rock, el cine, la poesía sin franela, las palabras veloces, la política sin sappiness. My Rolling Thunder Logbook(fotocopiado: el pariente —que era un amargo— nunca se enteró.)

En la dedicatoria, Sam Shepard Lange (Jessica, no Norah); el cineasta sin obra que fue todo lo que un cineasta debería ser para no ser un bwana, nos suelta la mano: «Este libro está dedicado a la “Segunda Unidad” del equipo de rodaje de la Rolling Thunder Revue». (El nombre que agrupa estos devaneos ocasionalísimos esconde un mantra de juventud). Y en su “Colofón” —quien abomine de la dignidad de la prosa informativa no podrá menos que sentirse un poco menos mandarín— la cita nos releva del grado cero de la cultura: «La gira por Nueva Inglaterra de la Rolling Thunder Revue tuvo lugar en el otoño de 1975. Bob Dylan contrató a Sam Shepard para escribir diálogos para una película que se proponían hacer durante la gira; este Rolling Thunder es la crónica de aquel viaje». Que por cierto: finalizó en el Garden (con Alí sobre el escenario y la voz de Hurricane Carter al teléfono, saliendo en vivo desde una penitenciaría en East Jersey). Aunque no así —quiero decir: finalizar— aquella película infinita que se reproduce en los outtakes (en la prosa bluesy) (y en la imaginación orgánica) de Shepard, y de la que el montaje de restos diurnos y falsas voces autorizadas que en el año ‘19 firmó Scorsese (fingiendo, a su vez, estar bajo los efectos de la burundanga) sólo parece ser —por más que el dylanita sea un espécimen con una encantadora inclinación a reconocer la mano del maestro (retozos performáticos) en un estornudo— una versión para waiting rooms.

«El público de Maine es completamente rural. Chicos corpulentos que asisten al concierto desde los tambos, no bien acaban de ordeñar, todavía con bosta de vaca en las botas». Nada parecido a un insert (folk) semejante. La gira —en cambio— en los informes del espía Shepard, escenificaba el paisaje social norteamericano que los wonderful sixtiesparecían no haber rozado. Allí mismo donde la troupe de Dylan funcionaba como una corte en fuga —tan lenta que trajera noticias de un tiempo nuevo ya abolido—. En tal sentido, la presencia de Ginsberg —que a finales de los noventa protagonizaba el revival de los obituarios en el fin de la Historia— era la de un dealer en bancarrota. «Detrás de todo esto me estoy derrumbando —y era todo esto, Play it again, Sam, la cocaína más pura y quizá, el armonio de Ginsberg—». «Mi cuerpo tiembla. Esto es auténticamente ser transportado de vuelta a mediados de los sesenta, cuando la metedrina en cristales constituía una dieta completa, con yellow jackets de Nembutal y black beauties de Dexedrina de postre. No tan sólo los sesenta de la imaginación [¿del cine?] sino los sesenta auténticos en cuerpo y alma […] LOS SESENTA ERAN UNA PUTA MIERDA ¡LOS SESENTA NUNCA EXISTIERON!». (Shepard lo escribía, Je me souviens, como si irrumpiera a los gritos en el set de Easy Rider.)   

OuttakesB-reels, por cierto, stock shots (y dicho sea de paso: espigas, flores de toda Segunda Unidad que se precie) o bien, y tratándose de Dylan: bootlegs. Tomas alternativas, mezclas descartadas, fraseos del futuro. Metraje encontrado en Zaragoza. Como en el Salón de los Sueños de Mama, la cafetería de la gitana en Beckett (no Eleutheria) Massachusetts:  

JOAN BAEZ: ¿Tú no tocabas la guitarra?

BOB DYLAN: No, ese era el otro tipo.

JOAN BAEZ: ¿Qué otro tipo, Bob?

BOB DYLAN: El bajito. No me acuerdo de su nombre.

JOAN BAEZ: ¡Oh! ¿Te refieres a aquel mocoso judío de Minnesota? Se                

llamaba Zimmerman.

BOB DYLAN: Sí.

JOAN BAEZ: ¿Por qué te cambiaste el nombre, Bob?

BOB DYLAN: Por cambiar.

Este diálogo —por cierto— no lo escribió Sam Shepard. Ni nadie. (En el montaje de Scorsese aparece otro, y no hay rastros de Mama). «Todo el asunto se ha desmadrado hasta acabar en esta reacción en cadena de demencia y cachondeo. La película está sucediendo realmente hasta el punto de que casi origina todo este collage de acontecimientos inspiradores». Es posible tirar un off-line. Falmouth_1.avi: «El equipo de filmación de la Segunda Unidad es el primero que llega a Falmouth, con Dylan pegado a sus talones [al volante de su propia van rentada]. Dylan entra encabritado en el parking y se acerca al equipo: ¿Tomaron algún río? Vamos a necesitar montones de ríos. Y trenes. ¿Tomaron algún tren?». Museo de cera.avi: «Hemos pasado horas colocando las luces para una escena con Ginsberg y Ramblin’ Jack Elliot. Ginsberg está sentado meditando en la posición de loto en medio de varios indios de cera que se ocultan detrás de unas enormes palmas también de cera para espiar a los Peregrinos Blancos. Jack está metido en el decorado en sí, estrecha la mano a todos los Peregrinos y les da la bienvenida. Luego se da un toque en el sombrero vaquero y sale de plano. Debido a la mala iluminación no conseguimos que el plano quede bien». Habitación de motel.avi: «Joan Baez aparece de repente con una peluca roja, pantalones muy cortos, botas, y mascando una gran bola de chicle. Representa a una groupie que acosa a Gene Vincent [mártir del rockabilly personificado por Rob Stoner, bajo —fusil de asalto— de Dylan]. Neuwirth [Bobby: pintor, road manager, compinche, confidente, secuaz, poeta, organizador de fiestas, bromista en jefe, underground cult hero y celestina de Kris Kristoffersson y Janis Joplin —la enumeración pertenece a Colin Irwin—] se mete en el rollo haciendo de traficante con una bolsa llena de cosas [pastillas de vitamina: Supradyn, Nutrilite, Beta-caroteno]. Todo el escenario empieza a explotar y a llenarse con los brincos de todos aquellos personajes [T-Bone Burnett, Stoner, Baez, Neuwirt]. No hay oportunidad ninguna de dirigir la escena, ni siquiera de pararla el tiempo suficiente para ajustar los ángulos de cámara. Se ha destapado el material de los hermanos Marx. No hay nada que hacer más que dejar que suceda y confiar que acabe quedando en la lata algo tan bueno como parece serlo».  Lowell 3_Internado católico.avi: «Ginsberg y Dylan encendiendo velas votivas en una gruta. Cámaras siguiéndolos por los campos de juego. Niños pequeños, como insectos vivos, zumbando a su alrededor. Monjas que caminan hacia la cámara. No se habla. Sólo estar sentados o andar. Sólo el ronroneo de la cámara de 16 milímetros y el arrastrar de la cinta del Nagra». [Lowell 1 y 2 —por cierto—: el Nick’s, el bar del cuñado (Nick Sampas) y la tumba, de Kerouac]. Motel Ethan Allen.avi: «Después del concierto [en Danbury, Connecticut] cuando todo el mundo vuelve, se encuentran con que su equipaje, cama y otros artículos personales se han esfumado, y en su lugar están el equipaje, la cama y los objetos personales de otra persona. Es una de esas bromas tipo college que alguien hace en beneficio de la filmación, pero resulta que en este caso el equipo de rodaje se la pierde por completo. Todos están afuera, filmando un canódromo en alguna parte». Museo de armas.avi: «Estoy en una gran alcantarilla de cemento, en el fondo del lecho de un barranco [con el auto en marcha] desde donde se ve, por encima de la autopista, un museo de armas, y parpadeo en la oscuridad. Ese sitio es propiedad de un quiropráctico muy raro que colecciona toda clase de armas antiguas e instrumentos de tortura […] Están tratando de rodar allí dentro una escena con Dylan y Neuwirth. Una especie de arranque de El halcón maltés». Reanimator and Danbury Kid.avi: «Bobby Neuwirth ha descubierto a un viejo pistolero hermano de un amigo suyo de hace mucho tiempo. Es un tipo enorme y callado. Vestido de peregrino con barba. Neuwirth jura que es un artista en el arte de desenfundar más rápido que nadie. Tan rápido que de hecho trataron de llevárselo a Las Vegas. Lo citamos para el día siguiente en la playa con las cámaras allí para registrar toda la acción. Además de su talento con la pistola, resulta que es un erudito en H.P. Lovecraft […] Las cámaras ruedan. Saca el cuarenta y cinco de la funda como un rayo. Pero de pronto, para consternación de todos los espectadores, deja caer la pistola allí mismo, en la arena». Campo de golf_Providence.avi: «Neuwirth ha dado con un plano vanguardista de sí mismo reptando lentamente sobre el vientre hacia la lente de la cámara». New Hampshire_4.avi: «Dave Mayers, nuestro operador en jefe, ha pillado una conjuntivitis en el ojo que utiliza para la cámara. Esto sólo se suma a la creciente imagen de bufón que ha ido adquiriendo el equipo de filmación a los ojos de los músicos. Una cagada tras otra nos van complicando como si estuviéramos haciendo números preparados para Laurel y Hardy […] Otra vez nos llevamos a todo el mundo a una réplica de aldea de los Peregrinos en medio de una noche gélida, sólo para descubrir que no había electricidad para iluminar los planos». The Raven.avi: «Entramos en contacto con un extraño chulo de billar del Lower East Side que al parecer hace unas imitaciones asombrosas de Edgar Allan Poe. Puesto que la gira tiene que aterrizar [aterrorizar] en Boston, pensamos que sería una oportunidad perfecta para buscar la casa originaria de Poe allí, y hacer una escena de Dylan con él. Invitamos al tipo al hotel para ver una muestra de su talento. Entra en la habitación un individuo bajo, calvo, impreciso, con una maletita en la que lleva el traje de Poe. Se mete en el baño para hacer la transformación. También estamos pensando en la posibilidad de meter de algún modo a William Burroughs en esta escena. Pero quiere el dinero por adelantado y también tener una cena formal con Dylan para poder conocerlo antes de rodar nada. Dylan se resiste. De repente, Edgar Allan Poe surge del cuarto de baño […] Todo el mundo se aprieta contra las esquinas de la habitación mientras Poe va declamando su visión paranoica [«Once upon a midnight dreary, while I pondered, weak and weary…»] Es una actuación privada electrizante que, una vez más, no podemos registrar en película».                                  

Después, quiero decir: siendo ya estudiante de cine, o bien habiéndolo sido habido vuelto a serlo después de probar suerte con el Test de Beck y la sertralina; esto es: cuando en la primera década del siglo se tradujo en la península el Rolling Thunder (con lujo de chavales y colocones y pollas y pichas y quinto pino y pavos de Valium —un concierto de The Tubes en Lavapiés—) el ejemplar se prestó asidua, ignaciana, unilateralmente. Con la profesión de fe que ciega (y acata) la infatuación. Era un libro caro, y los amigos siempre tenían algo pedante que decir sobre las fotos de Ken Regan. Rara vez sobre Les Enfants du Paradis [BOB DYLAN: ¿Has visto alguna vez Les Enfants du Paradis…? ¿Qué me dices de Shoot the Pianist? SAM SHEPARD: ¿Es ese el tipo de película que quieres hacer? BOB DYLAN: Algo así…]; o incluso rara vez sobre Sam Peckinpah (a quien Dylan le dedica Romance In Durango en la Universidad de New Hampshire). O en cuanto a Dylan: Cate Blanchett. ¡No obstante se trataba del libro de cine (un libro de cine durmiendo en el sofá de un libro de rock old-fashioned) más lacónico y más urgente («una imagen no es una cosa, es un foco de fuerzas», habían sido las últimas palabras de Northrop Frye —aunque nuestra fotocopiadora no daba abasto con los loros del Boulevard Raspail—) que íbamos a leer en nuestro derridiano savoir-vivre! (Con esta clase de hipérboles, por cierto, la juventud dirimía su callada fatiga.)

«Resulta ridículo hablar de qué clase de película estamos haciendo. El asunto en sí es algo que ha crecido mucho más allá de cualquier intento de capturar su totalidad. Ni siquiera hay manera de documentar esto. Todo sucede a la vez en un millón de direcciones. Ahora lo único es permitir que se despliegue de la manera que quiera y limitarse a fluir con él. Seguirle el paso, como harías con un caballo de carreras. Darle espacio donde quiera que haga falta. Intentar tenerlo vigilado y seguir abierto a sus subidas y bajadas. Abstenerse de dar alas a la histeria y la locura ante la falta de forma. Pues de todos modos no es algo sin forma. Es simplemente que la mayoría de nosotros no estamos acostumbrados a la forma que está adquiriendo y tenemos la sensación de que nos está barriendo como la resaca». Hoy, mondo, barbicano, más de una década después de mi última visita a su caro canto de cisne, sorprendo este pasaje menos instigándome —como creía entonces, a rajatabla— cierta actitud ante el oficio, que en trance de arrogarse (como me sucede por otra parte con casi cualquier meditación que se detenga en la encrucijada del cine en esta fase inmanente, amniótica del capitalismo) una toma de posición —profecía, progenie— ante el estado de cosas del presente. Basta con permutar el sustantivo. Quiero decir: para volver a leer como Pierre Menard. «Resulta ridículo hablar de qué clase de presente estamos haciendo…». Etcétera. Quizás —no lo sé tampoco: toda toma de posición que hable una lengua distinta a la propaganda siempre presentará el plácet— porque los significados comunes asociados a la idea de cine —desde dream-house a making-of; desde ilusión de movimiento a tour de force— hoy lo estén en igual medida no sólo asociados a la idea de esfera pública (esa barraca de feria) sino también a la idea de conciencia. «Enter the dream-house, brothers and sisters, leaving / Your debts asleep, your history at the door: / This is the home for heroes, and this loving / Darkness a fur you can afford». No recuerdo si Day-Lewis père[père de Gerry Conlon, por ejemplo] escribió esto cuando ya era un marxista emérito, pero esa «piel» —Newsreel se titula el poema— sabe a piel de zapa.                

Por aquellos años, que hoy tanto se me mezclan, ¡hasta sus fútiles, agotadoras ultranzas! Quiero decir: ¿la masquede Todd Haynes era lo mejor o lo peor que me había pasado ese año hasta la late-breaking? Cuando se supo —en fin— que el viejo Dylan tocaría en Córdoba, creí acertar la respuesta a un koan zen (¡oh, sí, cargoso Ginsberg, Master!) Que si uno permanecía inmóvil, digamos, en un punto sin atracción, esto era: durante la cantidad de años que fuera necesaria, tarde o temprano Bob Dylan aterrizaría allí, para —y esto volvía el asunto una experiencia mística— ignorarlo. De manera tal que campear durante 27 años por aquella ciudad dejada de la mano de dios (con algún que otro intento de fuga, es cierto, frustrado por la mala crianza) había sido, al menos para uno de nosotros, una manera de comprobarlo. Dylan podía haber sido —si uno hubiese sido un dylanita consecuente, ortodoxo, o simplemente: bilingüe— el sentido de nuestra fijeza. Pero después de unas versiones figurativas de los cortes de Modern Times en un micro-estadio semivacío, ese paso, ¿qué podía dejarle a aquel porrata (el disfemismo es una veleidad) más allá de la intuición de que irse ya no tendría más sentido que abroquelarse (esto también podía ser imputado de setentismo) sobre la ruina de uno anterior? De esta idea surgió el plan de un film. Algo así como un Expecting Bob que devino (en la misma página de Celtx) en un Without Bob. Con un dylanita rejtmaniano como motor inmóvil —y una armónica hallada en un cuarto de hotel furiosamente ordenado—. Plan que contemplaba —contempla— invernar el mito despectivo, cateto, orgullosamente local, antes de hacer qué. PRODUCTOR EJECUTIVO: (Cortándose las uñas) «¿Diez años, quince, veinte?». DIRECTORES: (Afuera del baño) «Probemos con quince y vemos». [Fue la última reunión de producción hasta la fecha]. Quiero decir: conforme pasara el tiempo era de esperar que cada vez menos espectadores hubieran asistido al concierto y más dinero (sobre todo) hubieran perdido sus promotores (promotores a su vez del mito, no ya de su idealismo, sino de su conciencia histórica). O sea: más se parecería aquella a una parada de la Rolling Thunder Revue en, por ejemplo, Playmouth: «La clase de sitio del que aspiras a largarte en el mismo instante en que descubres que has tenido la desgracia de crecer allí». Claro que Shepard lo decía por lo tradicionalista y lo puritano (que también son formas, en lugares como Playmouth, de ser contestatario). «Le pregunto a una de las chicas de la caja [de un Woolworth’s, una especie de Falabella todo a mil] si va a ir esa noche al concierto: “¿Qué concierto?”. “El de esta noche, aquí en el pueblo. Bob Dylan, Joan Baez, ya sabes. Toda esa gente”. “No, no voy a ir, no conseguí entradas. Además, ni siquiera sé quién es esa gente”». (Un diálogo casi idéntico, por cierto, recuerdo haber mantenido por aquellos días con un inveterado comecandela —sólo respondía por Ry Cooder o Pete Seeger— de nuestra gauche divine doréedom-tom—.)  

Los cazabobos de la memoria son, siguen siendo, después de Proust y La Jetée, celosísimos. Cuando Netflix anunció el estreno del montaje de Scorsese (que a prima de ser franco, no sonetista, deseé, en ese instante, que fuera una verga) corrí a la habitación de la biblioteca —que todavía tenía una cuna— para no encontrar ni el polvo. No era difícil suponer quién podía ser la última persona (¿Blonde on Blonde?) a la que podía habérselo prestado en aquellos años. Pero me distraje. Y las fotocopias de Limelight Ed., como preguntarle —a mi madre— por los apuntes de Theodor Wolverine Adorno. (El profesorado humanista, por cierto, golondrinas de Filosofía y Letras que no, no hacían verano, odiaba a los idiotas de Cine; el profesorado tecnócrata, en términos menos específicos, a la humanidad). No obstante —por supuesto, la vida siempre es otra— había sabido dormir a mi hijo con los tracks pares, salvo Beyond the Horizon, es decir: el 7 [entre Workingman’s Blues y Nettie Moore] de Modern Times en la compactera del auto. Infalible como la voz, de registro más punk, de Luis Pescetti. La ciudad de noche navegando en círculos. La paternidad como un ejercicio de escalas sin dimensión real. Incluí la escena, por cierto (puse a filmar el teléfono) en Without Bob. Incluir es decir conservar el reflejo. Después, esto es: hace unos meses, nos mudamos. Por sexta, séptima vez en once años. (Existen maneras extremas, como sabía el duque des Esseintes, de no ir a ninguna parte). Al vaciar una caja apareció el trajinado ejemplar de Rolling Thunder (el de Anagrama gris pirita). Sin tener conciencia —tampoco de su paso de pez de plata entre mis dedos— de haberlo introducido en ella. Ajado en el lomo como los Harper Collins; con marcas —borrones, sombras, manos en Altamira— de tomo de biblioteca estatal. Error: Blonde on Blonde me lo había devuelto. Pero ya había entrado, de esa mano solutrense, a mi petit Combray (casi un queso). Los libros tienen esa mala fe y la malagana. Son prolíficos (decisivos) en la prescindencia. Dylan —como en Inside Llewyn Davies— también. En las entrañas del Garden, «el montacargas va descargando pilas de gente para la fiesta en lo que se llama [se llamaba entonces] Felt Forum […] Dylan se mueve con movimientos lentos en medio de una masa coagulada de parásitos, tirando del sombrero […] Aquí están las estrellas de cine, escupiendo cerveza en los pasillos atacados de un gozo histérico. […] Escapamos de algún modo y nos zambullimos en la caravana metida en un garaje. Decididamente, Dylan es un artista escabulléndose. Nunca he visto a otro igual. Se desvanece en el aire». Por cierto, sí: las palabras veloces están para ser alcanzadas. Ser un artista escabulléndose (¿Houdini?) no es lo mismo —fantasmagorías del gerundio— que ser un artista escabulléndose (Van Aken, Garbo, Radu Lupu).             

Sebastián Menegaz / Copyleft 2021